Me motiva continuar el análisis que planteó Débora Gribov en la diaria el 11/2/2019. Lo haré desde mi condición de pediatra y psiquiatra pediátrica y a partir de mi experiencia de haber trabajado muchos años en el hospital pediátrico y en el sistema de salud.

Es evidente que estas especialidades en las que trabajo han recorrido un largo proceso de crecimiento desde comienzos del siglo XX, con la creación de la pediatría. Esta estableció que el niño era un ser diferente del adulto, ya que hasta entonces se lo consideraba un “adulto imperfecto”.

El niño atraviesa un proceso de cambios que se ha denominado “proceso programado del desarrollo”, fuertemente determinado genéticamente. Es necesario conocerlo y así se hizo, y se incluyó en todos los planes de formación de las profesiones que se ocuparían de la salud y la educación de los niños y los adolescentes. Lentamente estos conocimientos se fueron compartiendo con las familias y con la sociedad en su conjunto, que es lo que se promueve actualmente. Esa concepción del niño adquirió sus derechos unos 40 años después, con la Declaración Universal de los Derechos del Niño y del Adolescente. La concepción de la etapa de la adolescencia surgió un poquito después. El reconocimiento del estatuto de niños y adolescentes, así como la consolidación de sus derechos universales, motivó el interés y la investigación sobre su desarrollo, el advenimiento de sus desempeños, la necesidad de sus cuidados, el estudio de indicadores que evalúen las adquisiciones y las mejores condiciones para que el proceso sea óptimo.

Grandes profesores e investigadores de la psiquiatría pediátrica, como el londinense Micheal Rutter, se volcaron al estudio del desarrollo, y a ellos les siguió una multitud de profesionales en el mundo. El estudio del desarrollo se puso en la punta de las especialidades que atienden la salud y la educación, y conocer el desarrollo temprano generó un mayor y mejor conocimiento de las cuestiones relativas a la vida adulta de las personas.

¿Qué se necesita para un buen desarrollo?

Naturalmente, el nuevo ser dependerá grandemente de la calidad de la vida de las generaciones previas a su nacimiento en lo referido a salud, educación, desarrollo de habilidades, competencias y talentos. Sabemos desde hace tiempo que las condiciones sociales en las que viven los individuos modelan el desarrollo de su cerebro y llegan a influir en su dotación genética, y esto se transmite a las nuevas generaciones.

Desde la concepción y, según afirmamos antes, los factores ambientales, sociales, económicos y culturales están incidiendo en el desarrollo y el crecimiento de cada niño. O sea, la dotación o programa genético, “semilla”, necesita desarrollarse en un medio “fértil”, lo que implica el cuidado y el estímulo familiar, ambiental, sanitario y social.

En este sentido, pasamos por diferentes concepciones:

» Primero, que la dotación se recibía en la cuna, y ahí se sellaba el futuro de cada uno, si serías inteligente, dotado o un ser común.

» Luego se avanzó a pensar que se daba un equilibrio entre la dotación genética y el estímulo ambiental, y esto en paridad de importancia. Los genes más los nemes, que son las unidades de la información del impacto ambiental, incidiendo en paridad.

Últimamente se ha comprobado que el ambiente tiene una influencia mayor que la genética, acercándose a 70% u 80% de jerarquía. O sea, dos veces más que la dotación genética.

Esto nos lleva a entender que el mayor factor dinamizador del desarrollo es el ambiental. Para entenderlo más fácilmente, nos ayuda un ejemplo de la arquitectura: nuestro genoma es como el plano de una casa, un proyecto a realizar; el ambiente es el que debe aportar todo lo necesario para que ese desarrollo, esa casa, se haga posible, y de acuerdo a la calidad de esos aportes será la calidad de la casa. Esta concepción lleva a un gran compromiso social y hace que el compromiso sea de todos para lograr los mejores resultados.

Existe un aforismo que viene de las culturas ancestrales, que dice: “Se necesita una tribu para criar un bebé”. En esas culturas existe esa responsabilidad compartida y esa manera de entender el crecimiento de cada uno de sus integrantes. Actualmente, en las sociedades modernas, las jóvenes mamás sufren mucho la soledad, el estar sin ninguna compañía en la delicada y trascendental tarea de criar a sus bebés. Y la responsabilidad no es sólo de las familias: somos todos responsables de cómo se cría a los bebés en nuestras comunidades y de cómo se cuida y se educa a los niños y a los adolescentes.

¿Somos conscientes de esta responsabilidad que nos compete a todos? ¿O tenemos que educarnos todos para esto? Esto cambia muchos paradigmas, hace que sintamos la responsabilidad al ver a niños o adolescentes y familias en dificultades. Es sentir la sociedad como un cuerpo social, que lo que le pasa a uno o a un sector de ella nos duele, nos interpela, nos compromete.

No se puede cuidar sólo a una parte de la sociedad, hay que cuidarla toda, porque eso será para bien de todos y porque, si no se cuida así, será perjudicial para todos. Vuelvo a coincidir con Débora en que el compromiso de todos depende de la concepción que prime en la sociedad y con la que nos formemos los profesionales de la salud y de la educación, y la que transmitamos a nuestras familias, niños y adolescentes. Luego del cambio en la concepción, es necesario comprometernos con los planes y programas necesarios para llevar a la práctica estas nuevas orientaciones, que al ser conocidas y fruto de la investigación y experiencia se hacen obligatorias de tener en cuenta.

Ejemplificaré con una situación clínica que pasó ya hace unos cuantos años: en un ateneo de psiquiatría pediátrica se consideraba la situación de una adolescente que había pasado la mayor parte de su existencia en situación de semicalle (a veces con vivienda precaria y a veces sin ella) y con su madre, que presentaba desórdenes de salud mental, con múltiples internaciones. Esta chica había aprendido a sobrevivir en esas condiciones. Excelente sentido de orientación, de moverse en los ómnibus, de conseguir algún recurso para comer. Su escolaridad había sido muy discontinuada por múltiples cambios de lugar de vida, etcétera. En el ateneo se comenzaron a esbozar diagnósticos psiquiátricos: trastornos de conducta, bipolaridad, retrasos académicos, etcétera. A mi entender, y así lo expresé, esta niña- adolescente era una sobreviviente y había logrado, en su difícil situación vital, un desarrollo adaptado. Había cuidado de su madre, evitando su internación definitiva. Esta joven no se podía encasillar en los estándares diagnósticos que se elaboran para las clases sociales medias. No necesitaba medicinas o precisaba pocas, pero sí necesitaba ayuda social para ella y para su madre, así como reencaminar su escolaridad, creer en sus posibilidades.

Estas historias son muy frecuentes en nuestro hospital Pereira Rossell y en las policlínicas de la Administración Nacional de los Servicios de Salud. Así que en este barco de la salud y del progreso de nuestros niños y adolescentes estamos todos, la sociedad en su conjunto y las instituciones dedicadas a cada uno de los cuidados, y tenemos que construir juntos los planes que nos permitan los mejores logros, que son los que nos merecemos como la sociedad de avanzada que queremos ser.

Dora Musetti es médica pediatra, psiquiatra y psicoterapeuta de niños y de adolescentes.