En el ser humano, la información genética no es suficiente para hacerlo transitar hacia una vida adulta; para poder constituirse como tal requiere una enorme masa de información adquirida socialmente que se llama cultura. Todos los humanos que crecieron en soledad absoluta resultaron en seres monstruosos, sin inteligencia suficiente ni lenguaje. Precisamente porque la determinación genética es proporcionalmente menor en el humano que en otras especies menos complejas, la cultura llena un espacio mayor para hacerlo viable, y de aquí la variabilidad de formas de organizar nuestras vidas. Comemos infinidad de alimentos, construimos diversos modelos de casas para guarecernos, inventamos estilos de vestimenta, copulamos de tantas maneras creativas, producimos infinitas lenguas que no se entienden entre sí e inventamos reglas de convivencia variadas. Es esa falta de determinación natural lo que abre las puertas a la invención de la tecnología, a la creatividad del arte y a la imaginación en todos sus campos.

Pero por más creativos que lleguemos a ser, el límite natural está ahí; por ahora moriremos todos en promedio a los 80 años, necesitamos que nuestros órganos no se rompan, que el cerebro funcione, que el ecosistema en el que habitamos, por más que lo transformemos, nos permita realizar las funciones biológicas esenciales para la reproducción de la vida. Podemos crear infinidad de sociedades, pero el sapiens tiene dos patas, es erecto, tiene vista frontal, soporta determinadas temperaturas, requiere oxígeno, agua y, si su cerebro o corazón se lastima, es posible que no sobreviva. La tecnología y el conocimiento han expandido notablemente esos límites naturales hasta horizontes inimaginables décadas atrás. Ahora incorporamos marcapasos electrificados, trasplantamos órganos de todo tipo –incluido el corazón–, acoplamos prótesis de manos, rodillas de titanio, caderas artificiales, cambiamos córneas esclerosadas que extienden la visión, sustituimos la sangre completa de un cuerpo, implantamos chips que le permiten oír al sordo, añadimos otros dispositivos digitales que habilitan al parapléjico a escribir en un ordenador a distancia mediante su pensamiento, extendemos la vida y llegamos a modificarnos el propio ADN. ¿Cuál es el límite biológico del sapiens en el futuro cercano?

La idea de que podemos entender la vida terrestre en función de la proporción entre el ADN y la cultura, y el peso de cada uno de esos dos componentes, el genético y el aprendido, para cada especie, ha sido claramente expuesta por el antropólogo Clifford Geertz. El ser humano es la especie que más requiere cultura para constituirse como tal, ontogenéticamente así como filogenéticamente. Más recientemente el físico Max Tegmark, director del Future of Life Institute, en su libro Vida 3.0 ¿Qué significa ser humano en la era de la inteligencia artificial? (2018), expande la idea anterior para dejar la puerta abierta a una nueva manera de entendernos como especie, o quizá de mutar hacia otra más compleja. A la vida sobredeterminada por la información genética la denomina “vida en su fase biológica”, en la que tanto su hardware (la estructura biológica) como su software (la capacidad de procesar información, o sea, su inteligencia) están determinados por la evolución natural. A la vida en la que la cultura tiene una importancia determinante y el software se diseña en buena medida artificialmente, pero el hardware, el cuerpo, está determinado por la evolución, la denomina “vida en su fase cultural”. En tercer lugar, plantea que desde hace un breve tiempo el sapiens es capaz no sólo de alterar su software, sino también de diseñar su propio hardware, saltándose la evolución natural y la biología. Lo pone de esta manera: “La vida 1.0 surgió hace unos cuatro mil millones de años; la vida 2.0 (nosotros los humanos) apareció hace unos cien milenios, y muchos investigadores en inteligencia artificial creen que la vida 3.0 podría aparecer a lo largo del siglo próximo, quizás incluso durante vuestras vidas, como consecuencia de los avances de la IA [inteligencia artificial]. ¿Qué sucederá? ¿Qué significa para nosotros?”.

Microchips del tamaño de un grano de arroz implantados en las manos de trabajadores suecos para abrir puertas, activar dispositivos e identificarse; bebés con tres progenitores en vez de dos, con su ADN mitocondrial proveniente de alguien diferente a los dos que lo procrearon; bioimpresión en 3D de órganos; interfases de sistemas digitales en los cuerpos que controlan todos los valores de su funcionamiento y automáticamente emiten alertas y proveen soluciones; activación a distancia de aparatos mediante el movimiento de nuestros brazos o simplemente con la mente; manipulación genética para procrear descendientes con el color de ojos que deseemos o resistentes a ciertos virus. “Quizás esto parezca ciencia ficción, pero ya es una realidad”, escribió Yuval Noah Harari en Homo Deus (2016). “Es más probable que el Homo sapiens se mejore a sí mismo paso a paso [...] hasta que nuestros descendientes miren hacia atrás y se den cuenta de que ya no son la clase de animal que escribió la Biblia, construyó la Gran Muralla en China y se rio con las gracias de Charlie Chaplin. Esto no ocurrirá en un día ni en un año. De hecho, ya está ocurriendo; por medio de innumerables actos mundanos [...] los humanos cambiarán gradualmente primero una de sus características y después otra, y otra, hasta que ya no sean humanos”. Todo esto, claro, suponiendo que aún no nos hayamos autodestruido como especie.

Hasta ahora muchos protocolos y acuerdos éticos y políticos han limitado algunas de estas tecnologías ya disponibles. Por ejemplo, la ingeniería genética está controlada, se intenta que los avances en la inteligencia artificial sean más pausados, la clonación está prohibida en seres humanos (no en animales). Pero los frenos, ¿cuánto pueden efectivamente detener la aceleración tecnológica cuando los avances ya se consiguieron y por la ley del desarrollo de la tecnología se sabe que los costos no son el principal problema porque se abaratarán hasta hacerlos accesibles a casi todos? Clonar tu gato hoy sale 25.000 dólares y tu perro, 50.000, suma que hace un año pagó Barbra Streisand para clonar a su perrita. Y estos montos se reducirán drásticamente en los años venideros, como ya ocurrió con el precio de las computadoras y de los celulares, y con toda la tecnología digital.

Felipe Arocena es doctor en Ciencias Humanas, profesor titular del Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.