Sobre la nota “Moralizando la historia”, de Jorge Barreiro, publicada el 29 de marzo por este medio, desearía plantear unas breves reflexiones sobre los tres puntos que determinan, al decir del autor, que la petitoria de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) al rey Felipe VI de España sea “ridícula”. No discutible, controvertida o anacrónica, sino ridícula, es decir, merecedora de risa o burla por grotesca o extravagante. Más aun, al final de la nota, el autor afirma que la irreflexiva petitoria de AMLO “socava los valores republicanos” al suponer que las culpas políticas se heredan y que, por tanto, “la comunidad política ya no estaría fundada en la (universal) condición de ciudadanos de sus miembros, sino en principios identitarios”. Analicemos, entonces, uno a uno, los puntos sobre los que AMLO parece no haber reflexionado.

En el primer punto, Barreiro nos aclara que la historia no se debe moralizar, ya que los hechos cometidos en cada momento histórico deben ser juzgados de acuerdo a los parámetros morales de cada tiempo histórico. Esta idea es entendible y compartible, aunque quizás pueda (y deba) ser matizada. Quizás “moralizar” la historia no sea algo en blanco y negro, donde todo hecho del pasado pueda ser “moralizado” sin más, fuera de cualquier contexto, o no pueda ser “moralizado” en absoluto. Por ejemplo, es lógico plantearse dudas sobre si el pasar de los siglos nos impiden juzgar moralmente ciertos actos ejecutados de forma sistemática por los conquistadores, tales como asar a las brasas a hombres vivos –como documenta Fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias– hasta que confiesen dónde guardan sus pertenencias (o, más comúnmente, hasta que mueran). Quizás haya algún criterio más o menos objetivo que nos permita evaluar estas acciones más allá del tiempo transcurrido. Por ejemplo, podríamos preguntarnos (y estudiar) si por aquel entonces estos mismos hechos eran moralmente aceptados en la tierra de origen de los perpetradores. En relación con esto, es relevante recordar que hasta la propia iglesia católica –institución que no se ha caracterizado históricamente por su sentido autocrítico o por el reconocimiento público de sus propios errores– ha pedido disculpas recientemente por las atrocidades cometidas durante la época de la Santa Inquisición (digamos, unos siete siglos atrás). Parece ser posible entonces, al menos dentro de ciertos rangos, contextualizar y juzgar moralmente hechos que hoy pertenecen al pasado lejano.

En el segundo punto, Barreiro nos interroga sobre quiénes debieran ser los destinatarios de las disculpas y nos cuenta, con mucha razón, las dificultades de encontrar nativos americanos puros, no sólo en México sino en casi todas las sociedades contemporáneas. Es más, se nos informa que hasta el propio López Obrador tiene sus ancestros en la Península Ibérica y no en un México profundo. En mi opinión, la respuesta a esta pregunta es sencilla: la disculpa debiera ser extendida a todas aquellas personas que se sientan (o que se hayan sentido) víctimas del inhumano proceso de conquista de Latinoamérica perpetrado por España, sean descendientes de nativos americanos, mestizos o descendientes de europeos; vivan en México o fuera de él; estén vivos o no. Es decir, no se trata de lograr una lista de victimarios, al estilo guía telefónica, sino de dar una señal contundente en cuanto al reconocimiento de las atrocidades cometidas por España durante la época de la conquista. Desde esta perspectiva, la disculpa de España, como hecho simbólico, debiera ser extendida, si se quiere y en última instancia, a la humanidad en su conjunto.

Finalmente, en el tercer punto, Barreiro nos advierte que en una democracia moderna las “culpas” no se heredan, algo que, de nuevo, es enteramente compartible. El problema aquí es que España, además de ser una democracia moderna, es una monarquía representativa. Y en una monarquía los privilegios –incluida una infinidad de joyas hechas con minerales robados de Latinoamérica– sí se heredan, y, por tanto, es deseable que las responsabilidades también lo hagan. El quid del asunto parece ser entonces entender que la petitoria de AMLO está dirigida al rey Felipe VI no por los actos cometidos por este a lo largo de su vida, sino por encabezar una institución que ha financiado, y se ha beneficiado, de campañas de saqueo y exterminio realizadas en nuestro continente. En este sentido, vale aclarar que la carta de AMLO no está remitida a Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia, nombre de pila de Felipe VI, sino a “Su Majestad, Felipe VI, Rey de España”.

Para cerrar su nota, Barreiro nos plantea: “No estoy sugiriendo que AMLO haya reparado y reflexionado sobre todo esto [los puntos arriba mencionados, estimo]. Ni falta que le hizo, pues es una forma de entender la política que hemos empezado a naturalizar”. En lo particular, me inclino a pensar que quizás AMLO, presidente democráticamente electo de una república con cerca de 100 millones de habitantes, sí haya pensado sobre todo esto, y que quizás AMLO, al contrario de Barreiro, se haya percatado de que su petitoria jamás podría socavar los principios republicanos, ya que la misma ni siquiera está dirigida a una república.

Daniel Naya es profesor adjunto de Ecología y Evolución en la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República.