El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, se ha destacado, entre otras cosas, por ser un entusiasta defensor de la dictadura militar y de los métodos del terrorismo de Estado: “¡Qué época maravillosa! Usted podía caminar por la calle con seguridad. Su familia era respetada y el policía era policía”, afirmaba en una entrevista de julio de 2015.

El año pasado llevó su campaña electoral a los cuarteles y contó con el apoyo de los mandos militares, que con el resultado electoral cuadruplicaron su presencia en el Estado y actualmente ocupan más de un tercio de los ministerios.

La noticia de que ordenó un cambio de denominación con respecto a la fecha del golpe de Estado de mayo de 1964 no fue una sorpresa para nadie. El Estado pasa de “rememorar” a “conmemorar” ese día y, a través de él, a rendir las “conmemoraciones debidas” al régimen político que se mantuvo 21 años en el poder. Bajo esta orientación, el Ejército viene festejando el golpe de Estado desde el viernes pasado, teniendo como contraparte las multitudinarias movilizaciones populares.

El golpe de Estado en Brasil inauguró un ciclo de dictaduras de nuevo tipo en el Cono Sur, enmarcadas en una profunda polarización social y política, condicionadas por la Guerra Fría, formadas en la Doctrina de la Seguridad Nacional y con propósitos fundacionales. En todo el subcontinente, los militares fueron el elemento decisivo de las alianzas políticas que instauraron estos regímenes de guerra contra los trabajadores, los movimientos sociales y la izquierda.

Los elementos comunes del discurso apologético de la época pueden encontrarse en muchos discursos de la actualidad: las Fuerzas Armadas como garantes del interés nacional, obligadas a desenvolver una guerra contra un enemigo interno amparado en doctrinas extranjeras. La Escola Superior de Guerra de Brasil marcó la agenda en este sentido. En Uruguay, el libro Las Fuerzas Armadas al Pueblo Oriental, de 1976, daba cuenta de esta orientación doctrinaria: “Frente a la agresión subversiva, que constituye una enfermedad de la nación uruguaya, debe concluirse que el primer papel de la defensa es, y será siempre, el de proteger las bases fundamentales de la sociedad, construidas y ratificadas por el pueblo, contra las perturbaciones que puedan amenazarlas [...] la amenaza más grave contra el cuerpo de la Nación es el peligro de la intrusión de ideologías extrañas a la mentalidad popular que, basándose en el poder, sea mental o económico, de sus adherentes, pretende propiciar y justificar la destrucción total de lo existente como precio de un mañana utópico nunca bien definido”.

¿Guerra o terrorismo de Estado?

En este cuadro se ubicó también la dictadura cívico-militar que debutó en nuestro país el 27 de junio de 1973 y que se enmarcó en una probada operación de coordinación represiva en la región. Los ejércitos de ambos países, formados en la Doctrina de la Seguridad Nacional y con sus cuadros y estructuras heredadas de las dictaduras, comparten una narrativa común del pasado reciente. Las Fuerzas Armadas uruguayas desarrollaron formas específicas de justificación del régimen que pretendían fundar, elaborando voluminosos materiales teóricos y desarrollando una política de medios y propaganda mediante la Dirección Nacional de Relaciones Públicas (Dinarp).

En la actualidad, la “conmemoración” del golpe de Estado y la reivindicación de la dictadura no son patrimonio exclusivo de las Fuerzas Armadas brasileñas; también aparecen en el Ejército uruguayo, y los militares retirados se han transformado en sus portavoces públicos. Sólo a modo de ejemplo, el año pasado Carlos Silva (presidente del Centro Militar y una de las caras visibles de la logia Tenientes de Artigas) afirmó que en Uruguay “no hubo una dictadura”, sino que “un vacío de poder culpa de los políticos que no supieron manejar la situación”. Por su parte, Raúl Mermot (quien ostentó varios cargos políticos durante la dictadura, para luego ser nombrado comandante en jefe del Ejército en 1996), en su discurso del 14 de abril de 2017, reconoció que entre 1973 y 1985 “hubo excesos” cometidos contra los detenidos, pero dijo que no se debe “confundir tortura con apremio físico”.

Las publicaciones del Círculo Militar y del Centro Militar se han centrado en el desarrollo de una narrativa propia del pasado reciente, de carácter apologético, dando un lugar central al combate por las interpretaciones de la historia y las luchas políticas del pasado. En 2008, la revista El Soldado justificaba la publicación del libro Nuestra verdad con estas palabras: “A pesar de las campañas tendientes a desinformar a la ciudadanía y desprestigiar a la Institución armada, tenemos la íntima convicción que al final será el juicio de la historia que condenará a aquellos grupos que por el terror llevaron al país a una irracional guerra entre hermanos, así como también juzgará con el máximo rigor a quienes desde las sombras, los apoyaron y alentaron. Y esa historia, despojada ya de los fanatismos ideológicos de hoy, seguramente reivindicará a quienes, llamados por un Gobierno legítimo, debieron combatirlos y morir, enfrentando la violencia provocada por un enemigo que nunca respetó los más elementales códigos internacionales de la guerra”. Por su parte, el libro de historia del Ejército y los manuales para la formación castrense siguen haciendo hincapié en las acciones de la guerrilla como justificativo del golpe de Estado, dejando un vacío de contenido entre 1973 y 1985.

Punto final para la impunidad

En términos generales, el discurso de las Fuerzas Armadas uruguayas se fue modificando para hacer frente a los cambios en la situación política nacional e internacional, pasando del acento en la “guerra contra la sedición” hacia un discurso de reconciliación nacional y punto final.

Este discurso aparece con fuerza a partir de las discusiones suscitadas por la Comisión para la Paz, creada por el gobierno de Jorge Battle. El discurso de Tabaré Daners, comandante en jefe del Ejército, en 2003, da cuenta de esta nueva orientación discursiva que ataca el llamado “revisionismo” del pasado reciente: “Vivir el presente y mirar el porvenir con ojos del pasado no parece la mejor opción, ya que encierra el peligro de quedar atrapados en otra época, la que, reitero, todos, absolutamente todos, aspiran a que no vuelva a repetirse”.

El ex comandante en jefe del Ejército Guido Manini Ríos, una herencia de la política de defensa nacional del ex presidente José Mujica y el ex ministro Eleuterio Fernández Huidobro, tomó en sus manos la continuación de una política de relegitimación del Ejército, por medio de resaltar sus funciones en el sistema de emergencia nacional, por ejemplo frente a las catástrofes climáticas. El Ejército ha sido utilizado para varias funciones durante los últimos gobiernos: además de colaborar en evacuaciones y trabajos de mantenimiento de edificios públicos, ha sido utilizado como rompehuelgas contra los trabajadores municipales. Por otra parte, el año pasado se le asignó la custodia de las fronteras. La propaganda del Ejército se jacta de haber cumplido estas funciones.

El problema central es que para los mandos militares y para los sucesivos gobiernos desde 1985, “dar vuelta la página” ha sido sinónimo de perpetuar la impunidad y no juzgar a los responsables militares y civiles del terrorismo de Estado. Las narrativas militares que han estado al servicio de este objetivo actualmente hablan de “revanchismo” y “venganza”.

Los mandos militares en funciones están volviendo a tomar la posta de estas narrativas justificadoras, que vienen acompañadas por un cuestionamiento a las organizaciones de derechos humanos y a los fallos de la Justicia, mientras que la crisis política desatada por el escándalo de los fallos del Tribunal de Honor Militar volvió a confirmar el compromiso de los mandos militares y de las Fuerzas Armadas como institución represiva con la defensa corporativa de sus integrantes y de la impunidad.

Martín Girona es licenciado en Ciencias Históricas de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Universidad de la República).