En un mensaje titulado “Tiempo de elecciones, tiempo de esperanza”, fechado en Florida el 5 de abril, los obispos católicos de Uruguay se dirigen a la ciudadanía con la intención expresa de ayudarla a “discernir [entre] las opciones electorales” aquellas que mejor se ajusten a “la visión cristiana de la existencia” y “la doctrina social de la Iglesia”.

El texto –que puede leerse completo en el sitio web de la iglesia católica en Uruguay– es pródigo en elogios a nuestra pequeña república (una de las “20 democracias plenas del mundo”, amiga del diálogo y los consensos y dueña de un territorio “sin sustos de volcanes o de terremotos”), pero también firme a la hora de señalar los caminos en los que la decisión política se ha separado de la ya mencionada “visión cristiana” de las cosas. El asunto ese del aborto, sin ir más lejos. Citando evidencia aportada por la ciencia, los obispos afirman que la vida existe desde la concepción, y agregan que la consideran sagrada desde ese instante hasta el momento en que llega la muerte por causas naturales, así que lo único que cabe es plantarse decididamente en contra del aborto. Pero claro, nadie vaya a pensar que los obispos o la iglesia pecan de insensibles: “No nos resulta para nada ajeno el sufrimiento de una mujer que espera un hijo no deseado”, dicen, sin entrar en detalles acerca de las múltiples circunstancias que podrían haber desembocado en ese punto, y aclaran que “el camino a recorrer, como sociedad, es poner los mejores esfuerzos para que ninguna mujer se vea enfrentada al drama del aborto, que es la peor de las soluciones”. Y sí, como solución nadie ha dicho que sea buena. ¿Qué es lo que soluciona un aborto? Nada, excepto la intolerable violencia de cargar en el propio cuerpo un embarazo no deseado. Claro que son imprescindibles los mejores esfuerzos para que ninguna mujer se vea enfrentada a ese drama. El problema es que el drama se produce, de todos modos, todos los días, y los esfuerzos que hemos hecho hasta el momento siguen sin poder evitar que haya, por ejemplo, mujeres y niñas abusadas. (Por cierto, el mensaje de los obispos no dedica una sola palabra al problema del abuso. No se detiene un solo instante a reflexionar en torno a la práctica sostenida de abuso que se ejerce sobre los cuerpos de las mujeres, las niñas o los niños. No cuestiona hábitos culturales ni estructuras sociales, ni se pronuncia respecto de la posición de la mujer en el esquema reproductivo que permite el funcionamiento de todo el sistema.) Así que ante el drama de un embarazo no deseado sólo cabe un puñado de posibilidades: atravesarlo de todos modos y afrontar la crianza o el abandono de ese niño, abortar legalmente y en condiciones de higiene y salud controladas, o abortar ilegalmente en condiciones de riesgo. Estar en contra del aborto legal es estar a favor de la ilegalidad, aunque nadie (tampoco los obispos) dice eso. Quienes se oponen al aborto legal prefieren hablar, vagamente, de acompañar a la mujer en el proceso del embarazo, omitiendo el hecho de que la consideran simplemente la portadora de algo más valioso que ella. Evitaré la tentación de explayarme aquí sobre los resultados de la política de “salvar las dos vidas” en los casos de las niñas embarazadas de Tucumán (11 años), Jujuy (12 años) y Chaco (13 años), por mencionar sólo casos que se conocieron recientemente. Lo que quiero hacer notar es que para negarse a la protección social que brinda el aborto legal hay que partir de la idea de que la mujer es apenas una pieza en el engranaje de la vida: no le corresponde decidir qué hacer con su cuerpo, porque el suyo es, desde el comienzo, un cuerpo consagrado a la supervivencia de la especie. A ese componente sacrificial implícito se refieren los obispos, seguramente, cuando hablan de la “peculiaridad” del “aporte” de la mujer a la vida social y política.

Aclarado ya el asunto de lo feo que es el aborto, los obispos se apresuran a fijar posición en torno a la familia y a las políticas públicas que la involucran. A partir de la cita del artículo 40 de la Constitución, que establece que “la familia es la base de nuestra sociedad”, los obispos señalan el peligro de promover “una visión de la persona y su sexualidad encaminada a la ‘deconstrucción’ de la familia, que equivale a su destrucción”. Y una no sabe bien si explicarles que “deconstrucción” no es lo mismo que “destrucción” o si decirles que sí, que es verdad, que hay ciertas formas de entender lo familiar que necesitan ser erradicadas, aunque eso no suponga eliminar a la familia.

Sin embargo, no hay que ser ingenuo al leer el mensaje de los obispos, porque si bien es indudable que están en contra del aborto y que no ven con alegría la incorporación de otras formas de estar en familia, lo que verdaderamente reclaman aparece un poco más adelante, cuando lamentan que “el Estado se apropie del derecho y el deber primario de los padres de educar a sus hijos según su propia escala de valores”. Preocupados por la “visión deformada de la sexualidad, del matrimonio y de la familia” que el Estado parece estar promoviendo entre los más chiquitines, los soldados de la iglesia apelan una vez más al derecho a “la libertad de educación y la aplicación del principio de subsidiariedad”, para demandar acuerdos de política educativa de largo aliento que respeten “el derecho de los padres a elegir la educación que quieren para sus hijos”. Y esa, creo, es la madre del borrego: lo que de verdad se cocina en toda esta preocupación de la iglesia por el buen votar de los ciudadanos es, precisamente, la cuestión de la educación. Más concretamente, la cuestión de que las políticas educativas den lugar a la iniciativa privada, tanto sea bajo la forma de instituciones como Los Pinos, Jubilar o Impulso (financiadas por el Estado en forma indirecta, mediante renuncia fiscal), como, más directamente, subsidiando instituciones educativas de carácter público, aunque no estatal, en las que la “libertad de cátedra” permita ignorar esas nuevas y peligrosas doctrinas que están dinamitando los buenos viejos valores.

El mensaje de los obispos sobrevuela otros temas de interés actual (la “falta de seguridad que padecemos”, el empleo, el cuidado del medioambiente), pero sin ir más allá de una expresión general de buenos deseos. Admite, asimismo, que hay numerosos aspectos de la “problemática del país” que no son abordados en el documento, pero hace un llamado fervoroso a la unidad de los uruguayos y al compromiso en pos del bien común, y pide a los actores políticos que eviten “agravios y situaciones que fomenten la división en la sociedad”.

Hay algo encantador en el reclamo de las “almas bellas” que piden amor y concordia en tiempos convulsos, como si la vida en sociedad estuviera exenta de intereses opuestos, de tensiones y de injusticia. La iglesia se lamenta del camino que han tomado las luchas de las mujeres, pero pasa alegremente por alto su propia responsabilidad en la cultura del abuso y de la impunidad que tantas vidas ha costado, literal y metafóricamente. Denuncia la “colonización ideológica” a la que están sometidos nuestros niños y reclama, en el mismo acto, el derecho a colonizar sus cabecitas con la doctrina cristiana, valiéndose, en lo posible, de los recursos económicos que el propio Estado debería poner a su alcance.

Lo bueno de todo esto, si decidiéramos aprovecharlo, es que habilita la discusión en torno a asuntos cuya importancia y complejidad suele pasarse por alto. Sería una lástima que justo ahora, que estamos viendo desplegarse tanto discurso vacío, no nos hiciéramos un tiempo para poner en debate ya no el aborto o las concepciones de familia, sino las múltiples formas de abuso naturalizadas en nuestra cultura y que en 2.000 años de historia la iglesia no ha querido erradicar.