¿Por qué ha crecido el delito en Uruguay, luego de 15 años de mejora del bienestar de la población y reducción sostenida de la pobreza, la indigencia, el desempleo y la desigualdad de ingresos? Esta desafiante pregunta ha recibido todo tipo de respuestas. Desde la lectura vaporosa y reaccionaria que habla de la crisis de los valores, la incivilidad y la decadencia de la familia, hasta las teorizaciones sobre el consumismo y los cambios mundiales en las tendencias de los delitos violentos. No faltan voces que señalan fenómenos más concretos, como la droga, los adolescentes sin límites y la maldad a secas de unos cuantos que se resisten a ser como el resto.

En clave más doméstica, hay un ejército de políticos y operadores que atribuyen la responsabilidad exclusiva al gobierno y su gestión: aseguran que, en un contexto económico favorable, y con un presupuesto inédito para la seguridad, el delito no ha parado de crecer por una acción de gobierno omisa y errada que –para colmo– no ha sabido desprenderse de los prejuicio ideológicos propios de la izquierda.

Por fin, entre ex fiscales de pesadilla y criminólogos a la moda, se le ha dado forma a un viejo y gastado argumento que se escucha por lo menos desde hace cuatro décadas: si frente a un sujeto delincuente racional y maximizador de sus beneficios –que actúa astutamente sólo para satisfacer sus impulsos– sólo se le opone un sistema de justicia débil, vacilante y permisivo, el resultado no puede ser otro que el aumento de los delitos.

Las razones sociales para la comprensión de las dinámicas de la criminalidad no han desaparecido del todo del mercado de los argumentos, pero se las enuncia a media voz, sin brío ni convicción. Si en algún momento adquieren ímpetu, no faltarán columnistas de gatillo fácil que aseguren que la pobreza, el desempleo y la desigualdad no explican el delito. Y pondrán como evidencia, un día sí y otro también, el propio caso uruguayo de la última década y media.

Hay que admitir que el desplazamiento de las razones sociales o estructurales por las perspectivas subculturales (la cultura del delito o el delito como estilo de vida) o por el enfoque del delito como elección racional es un auténtico rasgo de época que trasciende las fronteras desde hace mucho tiempo. Desde 2010 y con intensidad creciente, al punto de que hoy son casi monolíticos, estos argumentos se han incorporado al discurso oficial en Uruguay. Tal vez por razones pragmáticas (la política de seguridad debe guiarse por lo que la gente siente y pide), o quizá por puro oportunismo (asumir esos discursos es hoy más redituable para las carreras políticas personales), o probablemente porque insistir en la “cuestión social” termine cuestionando las bases mismas del modelo de desarrollo, lo cierto es que las izquierdas en los gobiernos han abandonado la imaginación sociológica y se han abrazado con fervor a los relatos criminológicos que son el sustento del realismo de derecha en el campo de la seguridad.

Con independencia de las mejoras socioeconómicas de los últimos años, el crecimiento del delito es producto de un cambio de larga duración en la estructura social. En principio, la pobreza no tendría relación directa con el delito cuando la primera es entendida sólo por un conjunto de carencias materiales a nivel individual; la desigualdad no se correlacionaría con la violencia cuando aquella es medida únicamente por ingresos y se soslayan sus aspectos multidimensionales; el desempleo no explicaría el crimen cuando se omite la descripción de los rasgos más salientes de un mercado de empleo y de las dinámicas de inserción a este por parte de los sectores más jóvenes. En definitiva, las argumentaciones estructurales sobre el delito nos obligan a repensar las claves más relevantes de nuestro proceso social contemporáneo.

¿Es muy alocado pensar que la sociedad uruguaya está atrapada en la lógica de una modernidad tardía periférica? Si es así, hay que prestar atención a esas fuerzas transformadoras básicas –tales como los impulsos de la producción capitalista y del intercambio de mercado– que han impactado sobre el mundo laboral, las relaciones familiares, los patrones demográficos y las nuevas conformaciones territoriales, entre las cuales se destacan los procesos de segregación urbana. En paralelo, la vida social y cultural ha adquirido nuevos márgenes de libertad y se ha ampliado una agenda de derechos, lo que ha implicado la desestabilización del concepto de autoridad, el desorden de las jerarquías y la proliferación de sensibilidades morales más relativistas.

En el marco de un capitalismo periférico, dependiente además de una estructura económica primario-exportadora, las desigualdades se profundizan y los cambios antes reseñados terminan golpeando con mayor severidad en los sectores más pobres. Aun en un momento de crecimiento y expansión, reforzado por nuevos intereses y sensibilidades de clase que marcan el tono cultural de un capitalismo de consumo, persisten importantes niveles de desigualdad estructural.

Hace más de dos décadas que en nuestro país el delito contra la propiedad y las variadas formas de violencia interpersonal se han expandido, e incluso desde antes, la preocupación social por el delito se ha instalado en el centro de las conversaciones. Nada de lo que ocurre hoy es producto puro de la coyuntura o de un cambio brusco de tendencia en los niveles de violencia. Sin embargo, los procesos recientes han introducido novedades que exigen interpretaciones en profundidad.

Desafiado por la realidad venezolana de hace unos cuantos años, el investigador Andrés Antillano reflexionó sobre la aparente paradoja del crecimiento del delito en contextos de mejora socioeconómica.1 Según su perspectiva, el fenómeno clave hay que buscarlo en las brechas que se abren en las clases populares. Detrás de la idea de homogeneidad de clase, es posible verificar fuertes asimetrías en las relaciones sociales y en los capitales culturales y políticos de estos sectores. Mientras algunos lograron una relativa inclusión, otros se mantuvieron por fuera. Antillano sostiene que el efecto combinado de políticas redistributivas generales y políticas sociales focalizadas pudo producir la paradoja de un aumento de expectativas colectivas y la generación de nuevas fracturas entre sujetos integrados y aquellos aun más relegados.

Si el razonamiento está bien orientado, sus consecuencias son incalculables. Con todas las reservas que implica trasladar argumentos de una realidad a otra, existe una relevante investigación social, cultural y demográfica sobre el caso uruguayo que ofrece indicios ciertos en esta dirección. Los jóvenes de las clases populares siguen siendo los más desaventajados, y el grueso de los fenómenos más extremos de violencia –desde el delito aspiracional hasta cierta parte de las redes de ilegalidad– tienden a concentrarse en contextos sociales de precariedad.

Las situaciones de exclusión generan prácticas sociales que les son propias, y desde allí se condicionan las expectativas, los códigos y las motivaciones, que a su vez refuerzan las trayectorias de exclusión. Si el foco además se colocara en las complejas lógicas de las formas de entender la masculinidad de los jóvenes excluidos, se estará más cerca de desentrañar las claves profundas de las violencias y los delitos.

El resultado es más o menos conocido: cambian las valoraciones con relación al trabajo, los vínculos con el Estado son predominantemente interacciones violentas con la Policía, las aspiraciones están marcadas por el consumo y las relaciones sociales más próximas están teñidas por la sospecha, la desconfianza y el resentimiento. Sobre este trasfondo se escenifican diversas formas de criminalidad, y en especial aquellas redes de ilegalidad que generan importantes rentas desacopladas –aunque no totalmente divorciadas– del trabajo formal tradicional. Conocer a fondo cómo operan estos procesos en Uruguay es una necesidad urgente, entre otras razones para no quedar dependiendo de los relatos moralizantes y binarios propios de la mirada policial.

Antillano insiste en que las conductas violentas se vuelven intracategoriales como respuesta a las nuevas desigualdades dentro de un mismo grupo social. La violencia pasa a ser una estrategia de obtención de recursos y de gestión de capitales precarios, tales como los ingresos económicos, el reconocimiento y el respeto, y el desarrollo de destrezas asociadas al saber hacer violento. En cualquier caso, la violencia es un medio eficaz para generar ingresos asociados al territorio. Pero también la violencia tiene un fin eminentemente expresivo: como sujetos, como adultos y como varones hay aquí un estatus fuertemente amenazado, y en estos contextos la violencia opera como compensación y reversión, ya que se exige respeto pero no se lo concede, al tiempo que las relaciones sociales se vuelven más rígidas y se encierran en lógicas locales y territoriales. En definitiva, en medio de estos vínculos precarios, la violencia se aprende como una destreza para ser utilizada con fines de sobrevivencia.

Al amparo de la exclusión y la desigualdad, la reestructura de las clases bajas ha significado la erosión de los vínculos sociales y de las identidades colectivas. Caídos muchos puentes entre los estratos sociales, se han multiplicado los obstáculos para el acceso al trabajo y la universalización de la inclusión. Las experiencias de injusticia se canalizan a través de los desvíos, los delitos, las violencias y las ilegalidades compensatorias, y lo hacen muy lejos de cualquier demanda política, aunque no por eso se pierde la esencia de una experiencia de injusticia.

Hasta el momento, no hemos logrado una respuesta política potente capaz de articular estas realidades contradictorias. Al contrario, lo que ha ocurrido ha sido un reforzamiento de la acción del Estado en clave de vigilancia selectiva y segregación punitiva, y bajo la promesa típicamente neoliberal de terminar con los territorios de la exclusión bajo el eslogan de “shock de ciudad”. Así, es posible identificar para el caso uruguayo dos tendencias muy preocupantes.

En primer lugar, estas dinámicas de desigualdad suelen ser traducidas bien en clave subcultural (un mundo oscuro que se autorreproduce), bien bajo la idea del delincuente racional que toma decisiones completas desde su estricta responsabilidad individual. Donde deberíamos estar viendo una profunda fractura de clase, muchos ven bandas organizadas, carreras criminales persistentes, chorros refractarios a la cultura del trabajo y personas interpretadas como residuos inclasificables. Las políticas criminales y de seguridad quedan marcadas por un implacable consenso que se alimenta de las teorías del delincuente racional, de las estrategias de control, disuasión y desincentivos, de las ideas de clases peligrosas y del diagnóstico de un sistema penal indulgente y permisivo.

Pero en segundo lugar, hay otro frente de batalla: cuando el tema salta el cerco del sistema penal, las críticas se dirigen a las políticas sociales como parte de una estrategia mayor de cuestionamiento al redimensionamiento de los últimos años de un Estado compensador: las políticas sociales son asistenciales, fomentan la dependencia, estigmatizan y fracasan a la orden de revertir los problemas sociales más severos. Estas posiciones políticas lejos están de ser nuevas y originales, y son claramente identificables en los debates públicos. Sin embargo, muchos de esos argumentos son reinterpretados desde sectores de izquierda para fundamentar una posición sobre la escasa colaboración de las políticas sociales a las políticas de seguridad. El brazo derecho del Estado le reprocha al izquierdo lo de siempre: ingenuidad, displicencia, poco compromiso con la autoridad, escasa vocación para proteger a las víctimas.

La confianza ciega en los aparatos de seguridad y la sospecha generalizada hacia las políticas sociales de inclusión son el resultado político de cómo hemos interpretado el problema del delito. Para salir de este asedio hay que persistir con las claves del análisis social, y además hay que hacerse otras preguntas decisivas: ¿por qué, luego de cada proceso de reestructura policial y ajuste de la estrategia de seguridad, sobreviene un aumento del delito? ¿Qué impacto ha tenido sobre la potencialidad de las políticas sociales la expansión de las políticas de seguridad en los últimos años en nuestro país?

Rafael Paternain es sociólogo.


  1. Andrés Antillano, “Tan lejos y tan cerca: desigualdad y violencia en Venezuela “, en Gabriel Tenenbaum y Nilia Viscardi (compiladores), Juventudes y violencias en América Latina. Sobre los dispositivos de coacción en el siglo XXI, Universidad de la República, Comisión Sectorial de Investigación Científica, Montevideo, 2018.