El apellido Sturla era para la población el de un diputado joven del Partido Nacional que murió de cáncer. Pero hoy ese apellido se refiere a un cardenal uruguayo, el segundo. Para Roma, Uruguay no es una sede cardenalicia, quizá por el pecado de ser un Estado laico, lleno de garibaldinos y masones.

Al primer cardenal, Antonio María Barbieri, servil a Roma, le gustaba tener ropa eclesiástica de lujo, anillos (y lucirlos). No era nada querido por sus hermanos capuchinos y muchos menos por los curas del clero, fue terrible e implacable en sus caprichos y decisiones pastorales: destruyó con denuncias falsas a los sacerdotes que no le gustaban. El pastor Don Carlos Partelli, un hombre muy inteligente, de bajo perfil, que siempre trabajó colectivamente y no era de tomar decisiones sin consultar a sus asesores, denunciando continuamente desde su nunciatura a Roma, logró unir a todo el clero secular y religioso de Montevideo, con las diez zonas pastorales. Así logró también que los párrocos y los curas de las zonas se reunieran a comer juntos y luego pasaran la tarde charlando, mateando, jugando al truco, en encuentros en los que participaban durante todo el año. Por el tema de su edad, Roma aprovechó para sacarlo, cosa que no siempre se cumple cuando se llega a los 75 años; pero era mejor tenerlo como obispo emérito. Un corto tiempo después ingresó al Arzobispado de Montevideo un salesiano, José Gottardi, a quien nunca le gustó ser obispo. Cuando podía se escapaba para los talleres de Don Bosco a las clases de mecánica con los alumnos. Luego llegó un obispo italiano ultraconservador, Nicolás Cotugno, algo que nunca había ocurrido en la diócesis de Montevideo.

Cuando se pensó que lo peor había pasado, al obispado llegó un hombre relativamente joven y de buenas a primeras saltó a cardenal. Era de familia de plata, educado en el San Juan Bautista y el Juan XXIII; de ahí, ingresó al seminario y se hizo sacerdote.

Si uno lo observa detenidamente, calza perfecto para príncipe de la iglesia romana: una cara bien afeitada, delicada, una sonrisa permanente, con una dentadura perfecta, mirada de persona que escucha, que está atenta, para nada rígida su vestimenta: camisa negra implacable con un clergyman blanco que hace juego con sus dientes, un buzo oscuro de marca, pantalones bien planchados y zapatos bien lustrados. Delgado, demuestra agilidad en sus movimientos. Auto moderno. Se lo puede ver en el bar La Tortuguita, frente a la Facultad de Psicología con chicos y chicas del movimiento salesiano, charlando amablemente con esa mirada precisa y esa sonrisa perfecta (a lo mejor recordando a Mario Benedetti en su poema Los Pitucos: “tienen un aire, verdad, que es un desaire”). En definitiva, representa a un sector privilegiado de nuestra sociedad, católico y reaccionario.

Él hace que escucha a sus viejos profesores, pero no les da importancia, no les discute cuando le dicen que la diócesis no es un colegio salesiano. Está totalmente convencido de su misión de sacar a la iglesia de su encierro, ganar la calle con las balconeras del pesebre y un discurso hacia adentro de recuperar la Navidad como acontecimiento religioso no comercial y no pagano.

Ese fue el comienzo de una persistente e incansable lucha por la devoción a la Virgen y por colocar su imagen en el Buceo para que fueran visibles sus rosarios. Ya no le importa, los 11 de cada mes, la Virgen de Lourdes. Estoy convencido de que detesta la convocatoria de San Pancracio, Cayetano, porque son devociones populares que él no puede controlar ni adoctrinar. Inquietan esas manifestaciones que se le escapan a la institucionalidad católica, como ir a buscar el laurel y no ir a misa el Domingo de Ramos.

Es importante tener esto en cuenta. Porque esa gente vive en concubinato, es homosexual, se hace abortos y no da importancia a lo que dicen las cartas pastorales. Es una fe hasta subversiva, que nunca participaría en un rezo del rosario si se coloca la imagen de María en el Buceo. Es más, esas personas pueden ir a esas devociones y luego ir con un pai o una mae o un terreiro. En la cultura popular, la fe no se puede encasillar. En otros tiempos la gente podía ir a una parroquia por afinidad con el cura, que visitaba las casas, creaba comunidades; pero desaparecía el cura, venía otro y las personas abandonaban la parroquia.

Daniel Sturla tiene su base en una clase social, en un territorio definido y disciplinado. Eso sí, disciplinado hacia afuera, porque esa clase social puede vivir una doble vida sin ningún conflicto.

Sturla llegó para pisar fuerte. No le importa declarar contra las feministas ni presidir una misa en la catedral celebrando los 208 años del Ejército un día antes de la Marcha del Silencio, el 20 de mayo, y burlarse de los desaparecidos. Provoca para ganar hacia la interna. Por eso es importante la estrategia para responderle.

Es un hombre joven, vital, que representa a los sectores reaccionarios del país. No es un pastor que acompañe a su pueblo en el caminar.

Antonio Coelho es educador popular, diplomado en estudios sobre la Biblia y la teología de la liberación