Mario Abdo Benítez es el presidente de Paraguay desde el 15 de agosto de 2018, luego de un cambio de mando caracterizado por un enfrentamiento muy fuerte entre la facción saliente y la entrante del Partido Colorado (Asociación Nacional Republicana, ANR). Abdo se impuso por menos de 4% de los votos sobre Alianza Ganar –coalición del Partido Liberal Radical Auténtico con el Frente Guasú y otros partidos minoritarios y progresistas–, que no pudo revertir la permanencia presidencial del coloradismo.

Tras las difusas promesas de campaña y el escaso detalle de las propuestas electorales de Abdo Benítez, el devenir de su gobierno fue difícil de imaginar. Lo más relevante de este primer año de gobierno han sido las consecuencias más o menos explícitas de la pelea entre la facción abdista (Colorado Añetete) y la cartista (Honor Colorado), que responde al ex presidente Horacio Cartes.

El nuevo mandatario proviene de una familia que ascendió en el partido en el contexto de la dictadura de Alfredo Stroessner. Su relación con los movimientos y partidos más progresistas está manchada por las acusaciones de fraude y alteración de votos que surgieron durante las elecciones generales de 2018 y que aún no han sido completamente saldadas. Además, las declaraciones presidenciales sobre la agenda de género y los derechos de las mujeres, así como las decisiones tomadas en materia económica y de relaciones internacionales (especialmente la postura tomada por Paraguay sobre la problemática venezolana), lo han distanciado aun más.

Reproduciendo un discurso fuertemente tradicionalista, con constantes referencias a la liturgia colorada, Abdo pudo aglutinar a diferentes líderes del partido y, desde esta articulación, enfrentar el problema de gobernar con la ANR dividida y con las bancadas coloradas separadas, teniendo la mayoría del Senado su contrincante interno.

El fracaso del abrazo republicano (práctica tradicional de la ANR, que plasma la unión de los candidatos que perdieron la interna detrás del ganador) ha sido un constante elemento de enfrentamiento y negociación, sobre todo dentro del Congreso.

El vaticinado problema de la gobernabilidad, derivado de esto, ha sido relativamente controlado por el período de bonanza económica que atraviesa el país, sobre la base de una muy baja carga impositiva a la producción ganadera y agrícola, el endeudamiento estratégico creciente aún controlado y la inflación contenida, con la consecuencia de un nivel de desarrollo humano y de inversión en bienestar social muy bajos. Según el informe del Banco Mundial para Paraguay el país atraviesa un período de crecimiento muy próspero, pero sólo será socialmente significativo cuando se convierta en un modelo inclusivo y sustentable.

El Paraguay de las oportunidades económicas se sostiene sobre la división y la expulsión social, cuyo problema se percibe tanto en el mercado laboral, con una proliferación de trabajo informal, como en el acceso a la salud, con un sistema público muy desfinanciado. Esto se ve complejizado por un sistema de retiro y jubilación de muy baja cobertura y una pobreza que hace alrededor de cuatro años que se mantiene estancada.

Nuevas y viejas demandas sociales

El movimiento campesino, espina dorsal de la resistencia social paraguaya, volvió en marzo a realizar su marcha a Asunción, denunciando la persecución, la expulsión rural y la hiperconcentración de la tierra, exigiendo la reforma agraria integral. El modelo productivo paraguayo no contempla la pequeña escala como unidad productiva prioritaria, por lo que el proyecto de gobierno actual no es compatible con los reclamos de la Federación Nacional Campesina (FNC). Sin embargo, tampoco lo ha sido con gestiones anteriores; de hecho, la FNC retiró su apoyo incluso al gobierno de Fernando Lugo.

Por otra parte, desde 2017 irrumpió un nuevo repertorio de manifestaciones, más asociadas a demandas ciudadanas de transparencia.

La contracara del proceso de distanciamiento de las facciones coloradas fue el destape de un conjunto de redes de corrupción y prebendarismo que atravesó centralmente los poderes del Estado y alteró el pacto de protección interno del Congreso.

Las denuncias que en otro momento podrían haber sido silenciadas por acuerdos de pares expusieron a diputados, senadores, intendentes y miembros de otros organismos públicos. Esto generó una reacción popular que adquirió cierta organización y llevó adelante un rally anticorrupción, siguiendo a los acusados en sus domicilios, escrachándolos en lugares estratégicos.

Al igual que la masiva movilización popular de marzo de 2017 en contra de las maniobras de reelección presidencial, los movimientos anticorrupción, no multitudinarios pero sí persistentes, lograron tanto remociones como renuncias de varios funcionarios con causas confirmadas de enriquecimiento y malversación.

Es interesante ver cómo las élites políticas se dejan permear por estas manifestaciones, retoman sus demandas o incluso las interpretan como un elemento que marca nuevos límites. Por ejemplo, al debatir en el Senado la destitución del contralor general de la República Enrique García por documentación falsa, lavado de dinero y enriquecimiento ilícito, algunos senadores, como el colorado Juan Carlos Galaverna, sostuvieron que si la ley no se aprobaba no podrían contener las protestas populares: “Si hoy no destituimos a García vamos a cargarles el tanque lleno de combustible a los que mañana quieran violentar la manifestación”.

El reclamo por la remoción de estos funcionarios se articuló con una demanda anterior por la eliminación de las listas sábanas.

Un elemento interesante de este fenómeno es la aparición de nuevos líderes jóvenes encabezando estas manifestaciones y la revitalización de partidos no tradicionales. Un ejemplo de esto es el del nuevo intendente de Ciudad del Este, elegido en mayo de 2019, que fue concejal por un partido minoritario, con un fuerte discurso anticorrupción.

La presión popular en torno al desbloqueo de listas llevó a una maratón legislativa de ambas cámaras de forma consecutiva, para debatir tres propuestas, y arpobaron una de ellas. En el debate dentro de la Cámara de Diputados, el colorado Luis Latorre expresó: “La gente que está en la plaza, los que nos están siguiendo en las redes sociales y televisión ameritan que votemos a favor”, dando a entender que la sanción de leyes es linealmente una expresión de la voluntad popular, afirmación con gran efecto popular pero carente de realidad descriptiva, pues la normativa se ve atravesada por clivajes mucho más complejos que eso.

Estos procesos abren el interrogante respecto de la representación y de la idea de que la sociedad civil organizada puede modificar decisiones de la élite de gobierno, hipótesis parcialmente corroborada por los casos en los que, presión popular mediante, se logró remover de sus cargos a funcionarios con causas comprobadas de enriquecimiento ilícito y malversación de fondos.

El contexto de derechización del discurso político, la insistencia de los argumentos en contra de la diversidad sexual y las mujeres, y la política internacional antirregionalista posicionan a Abdo en las antípodas del progresismo, como un presidente conservador que dirige un país con crecimiento económico ininterrumpido por 15 años y que se enfrenta a una sociedad que está aprendiendo nuevas formas de protesta, para complementar aquellas ya arraigadas en sus prácticas de resistencia.

Magdalena López es doctora en Ciencias Sociales. Una versión más extensa de esta columna fue publicada originalmente en la revista Nueva Sociedad.