En los últimos años, asistimos atónitos a la proliferación de un sinnúmero de narrativas cuya relación con los hechos no pasa, por decir lo menos, de pura especulación. Por cierto, no se trata de un fenómeno inédito o exclusivo del contexto actual, marcado por la pérdida del monopolio que tenía la prensa tradicional en la difusión de noticias y en la interpretación de la realidad. Pero parece obvio que la aparición de las nuevas tecnologías de la información, al permitir que todos los que tienen un teclado en la mano y una idea en la cabeza puedan divulgar su versión de los acontecimientos, ha contribuido a una abundancia de verdades sobre los hechos. No estoy afirmando por esto que la ampliación del número y de la diversidad de puntos de vista sea algo malo en sí.

Hace mucho que se reclamaba que los medios de comunicación de masas y el periodismo profesional no tuvieran el monopolio de la función de vigilar el poder y de dar visibilidad a los conflictos que de otro modo descansarían en la oscuridad del mundo privado y de sus relaciones desiguales de poder. La cuestión que se plantea en el presente es justamente la de entender en qué medida la actual configuración oscila entre una pluralidad de miradas y voces y el uso político de los nuevos medios con el propósito de esparcir rumores y mentiras deliberadas.

La espantosa propagación de noticias falsas, post y autoverdades, así como su capacidad para influir en la formación de la opinión pública, ha puesto en jaque las primeras percepciones sobre el impacto, supuestamente positivo, de los medios y redes sociales sobre la comunicación política. Son escasas todavía las conclusiones sobre la vulnerabilidad de los individuos a la manipulación diseñada para favorecer a determinados actores políticos y los intereses que representan. Claro está, sin embargo, que los medios y redes sociales son hoy una de las fuentes de información más importantes para la constitución de un sentido sobre la realidad, sobre todo entre los jóvenes.

En escenarios de fuerte polarización política y de uso creciente de las nuevas tecnologías, encontramos un espacio abierto para la propagación de contenidos que contradicen lo que Hannah Arendt denominó “verdades factuales”.1 Aunque no es posible medir cuantitativamente la magnitud de la difusión de estos contenidos, parece evidente, por el trabajo de agencias de chequeo2 y por su impacto en resultados electorales, que se trata de un fenómeno contemporáneo central y que carecemos de investigaciones más profundas sobre el tema.

Aunque es pronto para precisar las consecuencias de la transmisión de este tipo de contenido, podemos especular sobre el ambiente comunicativo que genera –que tiende a constituirse en un escenario infestado por intentos de reescribir la historia y subvertir los hechos– y evaluar cuáles serían sus posibles implicaciones para la democracia. En particular desde la elección de Donald Trump, se hicieron esfuerzos para entender la corrupción de la esfera pública causada por la propagación de “hechos alternativos”. La mayoría de estos análisis arrojan luz sobre la capacidad de estas acciones para influir en los votantes, fomentando agendas y creando marcos que favorecen a determinadas fuerzas políticas en los procesos electorales. Me gustaría, sin embargo, pensar en las consecuencias más profundas de la propagación de estas narrativas sobre el régimen democrático.

Los hechos y las mentiras

Los hechos, nos dice Arendt, son entidades infinitamente más frágiles que los axiomas, los descubrimientos y las teorías –incluso los más descaradamente especulativos– producidos por el espíritu humano.3

Si reconocemos la falibilidad de nuestra razón, cuyo resultado natural es la formación de una diversidad de doctrinas y creencias, a la vez irreconciliables e inconmensurables, la fragilidad de las verdades fácticas se vuelve aun más evidente. No es por mera coincidencia que buena parte de los esfuerzos para difundir mentiras deliberadas se vale del pluralismo para hacer coincidir las narrativas de los eventos a su interpretación, contribuyendo al oscurecimiento de la línea, ya por sí misma tenue, que demarca la diferencia entre verdad y opinión.

Las verdades de los hechos son los hilos que constituyen la urdimbre de la política en un régimen democrático. No es por otra razón que el poder autoritario, cuando se lanza a la falsificación y a la corrupción de la opinión pública en favor de sus intereses, se dirige directamente a esas verdades. Sin apartar la posibilidad, siempre latente, de la existencia de errores históricos, los hechos son mucho menos discutibles que las opiniones e interpretaciones que se hacen sobre ellos. Me refiero aquí a hechos como el de que la Tierra es redonda, a eventos tales como el golpe de Estado de 1964 en Brasil, a la dictadura cívico-militar que perduró por más de 20 años, al Holocausto o incluso a la orientación ideológica del nazifascismo, para quedarse sólo en ejemplos recientes. Ante la profusión contemporánea de falsificaciones deliberadas, queda la impresión de que somos incapaces de comprender cierta inflexibilidad inherente a la verdad factual.

Admitiendo que las falsificaciones producidas reflejan cuestiones de incontestable importancia política, como la naturaleza de un régimen político o incluso el uso contumaz de la violencia para sofocar la oposición, resulta evidente que está en duda la realidad común, que es el suelo sobre el que podemos movernos en el debate público sobre temas del presente y sobre nuestro futuro. Las verdades, opiniones e interpretaciones pertenecen al mismo dominio, que es el campo propiamente afectado a la política, ámbito del desacuerdo perenne y de la construcción de consensos posibles. Sin embargo, el hecho de pertenecer al mismo dominio no puede impedirnos establecer una distinción entre ellas: afirmar que todos los eventos dependen de una interpretación y que sobre ellos puede haber diversas opiniones y que estas no son, en absoluto, autoevidentes no es razón suficiente para sostener que las interpretaciones y opiniones pueden hacer desaparecer por completo la materia fáctica sobre la que se elaboran y a la que se dirigen.

Aunque la verdad de los hechos es la materia de la que se constituyen las opiniones, al contrario de estas, no se trata de una verdad discursiva y, por eso, no es completamente transparente. Se niega a ser iluminada por el proceso comunicativo en el que se originan las opiniones. La opacidad obstinada de los hechos sobreviene de que no existe una razón definitiva para ser lo que son, o de su contingencia intrínseca. La verdad factual no es más evidente que la opinión, y tal vez por eso muchos de los que sostienen una opinión encuentran relativa facilidad en negar los hechos o equiparlos a la opinión (a su opinión y a la interpretación que les favorece). Las evidencias que conforman la verdad de los hechos son fruto de testimonios, documentos, obras, monumentos, de los cuales siempre se puede dudar sin que haya una instancia superior a la que recurrir. Es decir, la verdad factual no tiene un origen trascendente.

El opuesto de la verdad de los hechos no es, por lo tanto, la opinión o la interpretación, sino la falsedad deliberada, cuya intención es, por regla general, modificar algo en el mundo. El mentiroso se vale de la afinidad que existe entre la capacidad típicamente humana de actuar, de transformar la realidad, y la capacidad de mentir, también inherentemente humana.

Las falsas narrativas no poseen una relación con los hechos, lo que permite al mentiroso concatenar los argumentos de la forma que le parezca. Por lo tanto, queda clara su ventaja sobre quien pretende relatar la verdad, pues a veces la mentira deliberada parecerá más verosímil, más lógica tal vez, que su alternativa. En un contexto de abundancia de la falsedad, esparcida por las redes sociales, nuestra capacidad de refutación se está volviendo paulatinamente más débil, ya que se agota la propia tesitura factual de la realidad, lo que hace en muchos aspectos que el relato de la verdad sea un acto político en sí.

Cuando vemos que quienes ocupan espacios en el poder político traspasan los límites de Twitter –donde tienen plena libertad para exponer las más absurdas mentiras y desde hace algún tiempo las vienen haciendo proliferar organizadamente– y proponen la sustitución de los libros de historia y el cercenamiento de la producción de información social, nos adentramos en un terreno aun más peligroso. Al final, ¿a qué intereses sirve afirmar que en 1964 hubo un “movimiento” y no un golpe de Estado? ¿Qué justifica esconder que ese golpe inauguró una dictadura que torturó y asesinó a sus opositores, y que ni siquiera fue capaz, hasta el presente, de asumir los crímenes bárbaros que cometió? ¿Por qué es importante para algunos sostener que el nazifascismo pertenecía al espectro ideológico de la izquierda? ¿Quién será beneficiado por el debilitamiento de los instrumentos de producción de indicadores sociales?

Como nos muestran Steven Levistsky y Daniel Ziblatt,4 la muerte de las democracias contemporáneas no depende ya más de tanques en las calles y de la eliminación física de los que se oponen al gobierno, aunque esta estrategia no esté completamente descartada. La recesión democrática a la que parecemos asistir en países como Hungría, Polonia, Estados Unidos y Brasil viene a la superficie por medio de las propias reglas formales del juego democrático, por líderes electos en procesos que respetan aparentemente los ritos legales.

En el largo plazo, ese esfuerzo por sustituir la verdad de los hechos por versiones falsas genera una especie de cinismo generalizado, que pasa a manifestarse en relación con cualquier hecho o evento histórico, por más establecido que este haya sido. En otras palabras, como señala Arendt, el resultado de una sustitución coherente y total de la verdad de los hechos por mentiras no es que estas últimas pasen a ser aceptadas como verdad, y la verdad a ser difamada como mentira, sino un proceso de destrucción del sentido mediante el cual nos orientamos en el mundo real, incluyendo, entre los medios mentales para ese fin, la capacidad de oposición entre verdad y falsedad.

Sólo el futuro está abierto a las consecuencias de la acción humana. El pasado y el presente son la fuerza estabilizadora del dominio de la política. Cuando son tratados como potencialidades, el pasado y el presente se desplazan hacia el futuro, lo que hace que perdamos el punto de partida desde el que podríamos actuar. Hay un camino muy estrecho que debemos intentar seguir, entre la naturalización de los hechos (su interpretación como un destino manifiesto, como en la tragedia griega) y el riesgo de intentar simplemente negar su lógica o sustituirlos por mitos que sirven a nuestros intereses políticos más inmediatos.

La condición para evitar tan indeseables desvíos pasa necesariamente por el acto político de proteger ciertas narrativas de la subversión deliberada de los que ahora ocupan el poder. Esto no puede hacerse sino mediante la defensa de las instituciones y prácticas que desarrollamos históricamente a fin de producir un conocimiento tan fidedigno como sea posible sobre la realidad. No es por casualidad que observamos en nuestro tiempo un ataque tan obstinado a la prensa libre, a las universidades y a las artes. Ellas representan los diques que erigimos contra la sustitución pura y simple de la historia por falsificaciones decretadas por los poderes de turno. Tales instituciones fomentan y robustecen el debate público, lo que tal vez no sea posible en el entorno virtual, en el que la gente tiende a absorber información y perspectivas que, a menudo, sólo refuerzan sus propios puntos de vista.

La construcción social de la realidad es mayor que la suma de los hechos y acontecimientos, pues su comprensión y legitimidad dependen fundamentalmente de la manera en que tales acontecimientos se nos presentan. Los responsables de contar la verdad de los hechos, los periodistas, los historiadores, los novelistas, son, por excelencia, contadores de historias.

La función política del narrador, sea cual sea su papel específico, consiste en presentar los hechos y convencer de su veracidad. Cuando se hace de forma exitosa, esta tarea nos permite desarrollar adecuadamente la capacidad del juicio, independientemente de la interpretación que hagamos de los acontecimientos. Para que esto sea posible, es fundamental que el contador de historias esté libre de las amarras impuestas por el poder político y por los poderes sociales.

Sólo respetando y defendiendo los mecanismos responsables de la constitución de algo a lo que podamos llamar comunidad, tendremos condiciones de zurcir el tejido ya tan deshecho de nuestras relaciones sociales. La proliferación de las mentiras deliberadas mediante las nuevas tecnologías de la información con el fin de promover determinados intereses políticos, para normalizar un régimen que acorrala las libertades y silencia a la oposición, hace a la propia comunidad hundirse en un mar de cinismo y negación. En la ausencia de un campo común, de lo común que nos mantiene juntos, se vuelve impracticable cualquier forma de acción, sea para imaginar el futuro, o incluso para evitar la tragedia en el presente.

Renato Francisquini es doctor en Ciencia Política y profesor adjunto del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Federal de Bahía (UFBA), de Brasil. Una versión más extensa de esta columna fue publicada originalmente en portugués en el sitio Outras Palavras. Traducción: Natalia Uval.


  1. Biller, D (2018). “Fake News Risks Plaguing Brazil Elections, Top Fact-Checkers Say”. Disponible en: https://www.bloomberg.com/news/articles/2018-01-09/fake-news-risks-plaguing-brazil-elections-top-fact-checkers-say 

  2. Ver, por ejemplo, Agência Lupa, Aos Fatos y Fato ou Fake

  3. Arendt, Hannah (2007). “Verdade e Política”, en Entre o passado e o futuro. São Paulo: Perspectiva, 2007. 

  4. Levitsky, Steven; Ziblatt, Daniel (2018). Como as democracias morrem (trad. Renato Aguiar). Rio de Janeiro: Zahar, 2018.