“El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable. Y, una vez más, esto es posible debido sólo a que cada hombre es único, de tal manera que con cada nacimiento algo singularmente nuevo entra en el mundo”. Hannah Arendt, La condición humana

¿Por qué razón muchas personas cuestionamos universalmente la práctica de la esclavitud, muy extendida entre los señores del Montevideo antiguo y entre las adustas señoras coloniales? ¿Por qué nos incomodamos cuando escuchamos a niñas y niños repetir, en el contexto del Pericón, rimas cuyo contenido profundamente machista habría de ser rechazado en cualquier otro contexto? ¿Por qué se eriza nuestro prurito republicano cuando vemos a un puñado de militares aglomerarse en torno a una placa en Avenida Italia y Abacú a fin de rendir homenaje a “los caídos en defensa de las instituciones”?

Básicamente, por una razón: porque mujeres y hombres, si bien han estructurado su identidad en torno a ritos, también han podido –desde los albores mismos de la racionalidad– pensar críticamente respecto de las tradiciones, cuestionarlas, analizarlas a la luz de la historia, y reconocer con honestidad intelectual sus aristas más oscuras.

El hecho de que aun en un mundo globalizado se acentúe en algunas sociedades la valoración del himno, de la bandera y de los demás símbolos patrios no es necesariamente un avance para la humanidad. Muy por el contrario, el resurgimiento de los nacionalismos de extrema derecha en Europa, con su cuota de racismo y xenofobia, no puede ser comprendido al margen de la consideración problemática de los conceptos de “patria” o “nación”.

Cuestionar la conveniencia de mantener una determinada tradición no implica de ningún modo subestimar a quienes la llevan adelante. Subestimar a las y los docentes sería, por el contrario, obturar la posibilidad de un amplio debate social en torno a nuestras tradiciones, y asumir, por tanto, que su lugar es el de ser meros reproductores acríticos de lo instituido.

Acordemos, aunque más no sea por el bien de la discusión, que todos valoramos el pensamiento de Artigas y los elementos constitutivos de la “identidad nacional”. Así y todo, nada de esto implica lógicamente la necesidad de la Jura de la Bandera. Considerando el acto de manera desapasionada –como han de considerarse las cosas cuando se debate racionalmente sobre ellas–, consiste en obligar a menores de edad a jurar que darán la vida por la patria si fuera preciso, a la vez que se les advierte que no podrán culminar sus estudios ni desempeñarse en el Estado si no lo hacen. Preguntarse si tiene algún sentido jurar fidelidad estando obligado a hacerlo, o si esta obligación colide o no con el respeto integral a los derechos de niñas, niños y adolescentes, constituyen cuestionamientos del todo legítimos y necesarios, como todos aquellos que tiendan a revisar las propias prácticas, y nada tienen que ver con consideraciones más generales sobre los aciertos del ideario artiguista.

Siempre se podrá decir que, independientemente de la naturaleza de una tradición, los individuos pueden resignificarla, revistiéndola de los valores que en cada momento histórico se consideren convenientes. Este argumento no sólo es elusivo (en tanto esconde el hecho de que las tradiciones tienen su contenido simbólico propio, producto de las condiciones históricas en las que se forjaron), sino, además, contradictorio: si así fuera, con más razón deberíamos reformular nuestras tradiciones para eliminar sus componentes más retrógrados, ya que lo que importan son los valores que depositamos en ellas, y no la formalidad del ritualismo en sí.

Negarse a reconocer que el juramento de fidelidad a la bandera encierra insoslayables problemas, argumentando que se trata de una tradición que contribuye a la cohesión social, y apelando al carácter emotivo que para algunas personas pueda tener, es razonar como lo hacen los niños pequeños, que creen que el mundo exterior desapareció simplemente porque cerraron bien fuerte los ojos.

Sebastián Peralta es profesor de Filosofía en educación media.