“Lo político es el espacio que surge cuando nos reconocemos recíprocamente, y las decisiones políticas son tales, porque son nuestras decisiones”. Fernando Atria, La forma del derecho, pág. 386.

Estamos a cuatro meses de las elecciones nacionales y del plebiscito que se hará conjuntamente. En esa instancia, la decisión ciudadana definirá, además de los representantes, las reglas que organizan la vida en común. A pesar de los esfuerzos de sectores de izquierda para poner el acento en debatir el proyecto de reforma constitucional que se somete a plebiscito, en la agenda mediática, la elección de candidatos absorbe la mayoría de los espacios. Como se juega mucho en ese plebiscito, vienen a cuento estas líneas, que no pretenden exponer el contenido regresivo del intento de reforma, y sí, apenas aportar algo sobre el valor de la Constitución y la democracia para la izquierda.

¿Por qué importa la Constitución?

Muchas son las definiciones ensayadas de Constitución, pero una idea central que aparece en forma recurrente es la de pacto: “Pacto fundante”, “pacto entre iguales”. Estas expresiones (elegidas a conciencia entre los múltiples adjetivos que se atribuyen al pacto) tienen un claro sentido normativo; no reflejan un estado de cosas, marcan un horizonte de compromisos. Asumir la constitución como pacto con el doble carácter de “fundante” y “entre iguales” exige ubicarla en el corazón mismo de la política.

El carácter de fundante tiene relación con el contenido constitutivo de las reglas constitucionales, ya que configuran las instituciones, la distribución del poder y la asignación de derechos y deberes. Es fundante en tanto que instaura un orden con una identidad política específica, consolida las prácticas sobre el funcionamiento de lo público.

A su vez, la definición y el funcionamiento de ese orden fundante es de todos los ciudadanos, que deben ser reconocidos sin exclusiones, de modo tal que un ciudadano es una voz y un voto, nada más y nada menos. A pesar de que cierto conservadurismo aparentemente bienintencionado sostenga que hay asuntos en los que la ciudadanía no puede intervenir (pensar, decir, decidir), el igualitarismo marca lo contrario y, más aun, exige un activismo fuerte cuando se juega la definición de las reglas del pacto constitucional.

La democracia y el mercado

Pero este modelo normativo del pacto es objeto de permanente disputa; se articula entre dos lógicas irreconciliables: el mercado y la democracia. Correrse hacia un lado o hacia el otro, elegir el mercado o la democracia como esquema interpretativo de lo público, es la política misma.

La lógica del mercado, signada por el cálculo estratégico y el beneficio sectorial, lo que busca es ganar, siempre ganar. Incluso, deviniendo a veces en peligrosas formas para ganar, como cuando cínicamente se presenta bajo una retórica neutral (“estas propuestas no tienen color político, no tienen ideología”) y se enuncia en nombre del pueblo (“la gente lo va a definir”, “la gente pide mano dura”).

La consigna “vivir sin miedo” es un ejemplo de manual de la peligrosa forma antes indicada. Los impulsores de la reforma constitucional, valiéndose del derecho a participar en la definición de las reglas básicas, la utilizaron desde la lógica del mercado, es decir, para ganar, para sacar rédito.

Así, un candidato que se presentó como el intérprete aséptico de la sensibilidad del pueblo apuntó a la Constitución; promovió una emotiva campaña publicitaria, desplegó militantes pagos para perseguir firmas, con el único fin de perfilarse electoralmente. Sin embargo, su propia lógica voraz lo desbordó. Alguien con más capacidad (con más dinero) que él para jugar a la política desde el mercado le sacó ventaja, lo desplazó; y ahora, mientras lucha para sobrevivir con misivas de domingo, el plebiscito regresivo que instauró debe ganarse desde el “no” rotundo, pero desde una lógica diferente, desde la democracia.

La lógica democrática privilegia la participación inclusiva en la conversación y en la decisión, porque valora sobre todo la vida en común. No le alcanza el artificio y la mera posibilidad formal; exige que se tome en serio lo que dice el otro, que se reconozca su voz como igual (para que hable y se escuche), ya que tiene algo importante para decir, algo valioso que merece ser tenido en cuenta a la hora de decidir.

La “contracampaña a la reforma Vivir sin Miedo”, también parada desde el derecho a participar en la definición de las reglas fundantes, organizada en red por el movimiento social, se orienta a partir de la lógica democrática. Los encuentros promovidos por gremios estudiantiles, sindicatos, organizaciones, artículos que circulan en la prensa para explicar detalladamente las implicancias negativas de la pretendida reforma, dan cuenta de ello.

Aunque el asunto se postergue en la agenda (de los partidos y de los medios), la Constitución importa y mucho. Por eso, el ánimo de la contracampaña es de debate genuino, de intercambio de argumentos, de expansión de los círculos de conversación; de que es necesario dar la batalla.

Provocación partisana

Esta disputa por el sentido de la Constitución entre dos lógicas irreconciliables muestra algo incómodo, que cuesta enunciar: “no hay vacas sagradas”, todo orden es contingente. El péndulo se mueve por la fuerza, por la política, y, sin embargo, no todo da lo mismo.

Entonces, para defender sustantivamente que no se debe modificar las reglas constitucionales en un sentido regresivo, hay que asumir la contingencia, la fragilidad de lo instaurado, y erigir en un lugar central la decisión popular (no negarla). Y para eso, a la izquierda no le queda sino seguir corriendo por la democracia.

Roberto Soria es abogado y miembro del colectivo de pensamiento penal y criminológico.