La laicidad es un regulador de convivencia implicado en una serie de fenómenos y conceptos que no son tan explícitos y unívocos como en principio podríamos pensar. Los uruguayos, principalmente, tenemos una idea de laicidad muy arraigada, que conforma tan fuertemente el relato acerca de lo que somos que la hemos naturalizado. Por eso nos parece que nuestra forma de vivenciar y entender la laicidad es la única, cuando hay múltiples formas y diferentes expresiones, según los países, regiones, momentos históricos y contextos. Es sobre todo a partir de las situaciones de conflicto de posiciones y perspectivas que emergen ideas de laicidad que entran en tensión y que nos hacen pensar si estamos hablando todos de lo mismo cuando hablamos de laicidad. Es necesario que nos demos la oportunidad de pensar más a fondo sobre ello.

Por cierto, no hay una única concepción de laicidad; se trata, en realidad, de un concepto en disputa. Hay una laicidad que se hizo presente con mucha fuerza en el Uruguay moderno.1 También algunos intérpretes hablan de “laicismo”, entendido como una postura que se llevó a la exageración o al exceso, que identificaba la laicidad con el Estado a partir de una tendencia al anticlericalismo. Otros consideran que no existe tal “laicismo” y que se trata de una forma de descalificar cierta forma de laicidad que intenta ponerles límites o fin a ciertos privilegios de las iglesias. En su momento, el de la llamada “primera modernidad”, la laicidad significó un avance trascendental y una identificación de la educación con el movimiento de la razón, la libertad, la educación ciudadana y la ciencia positiva, contra la autoridad de la tradición, el poder de la religión católica y el oscurantismo.

En términos ya más de fondo, podríamos hablar, grosso modo, de dos grandes tipos de laicidad: una rígida y una flexible.2 Una laicidad rígida que se guía más tajantemente por la separación entre Estado y religión, asociada al proceso de secularización, ligada a una idea de “neutralidad científica” a partir de la modernidad, afirmada a través del positivismo, en la que se identifica a la educación pública con la predominancia del saber científico como saber legitimado y se separa tajantemente la expresión pública de la privada a nivel religioso, complicando así la expresión de las diversas elecciones o decisiones de valor conforme a las libertades de conciencia que nutren a la sociedad civil, así como otras formas de entender el saber o el conocimiento.

Hay también una laicidad que se presenta como “flexible”, que parte de una búsqueda de equilibrio, aunque siempre inestable, entre igualdad y libertad de conciencia, y que de esta manera se abre a las “adecuaciones” o “acomodamientos” que sean pertinentes para habilitar la expresión de esas diferencias en términos de saberes, creencias o, incluso, usos culturales (por ejemplo, permitir dar días libres a ciertos grupos religiosos por días correspondientes a celebraciones de su religión, o habilitar que en la escuela pública, que da un solo tipo de comida, que incluye, por ejemplo, la carne, pueda darse otro tipo de alimentación aceptable para otras culturas o creencias, enseñar saberes de otras culturas que no han sido reconocidas, etcétera). También pueden llamarse regímenes republicanos liberales o pluralistas de laicidad.

Lo que define la laicidad son los dos grandes principios por los que se rige un Estado democrático liberal: la igualdad y la libertad de conciencia. La igualdad alude a que el Estado no puede optar por ninguna religión ni creencia metafísica o antimetafísica, en tanto que todos los ciudadanos son iguales ante la ley y, por ende, el Estado no forma parte de las opciones de vida o las cosmovisiones o creencias que adoptan los ciudadanos. A la vez, el Estado garantizará la libertad de conciencia, en tanto que las personas tienen el derecho a decidir por qué religión, creencia, opción metafísica o no, cosmovisión o forma de entender la vida buena han de optar para su propia vida.

Para llevar a cabo la laicidad contamos con dos medios: la separación de la iglesia del Estado y la imparcialidad del Estado ante visiones religiosas o creencias. Esto no implica que el Estado sea ateo, o que no lo sea, o que sea anticlerical. Confundir el medio con el principio ha sido una de las razones para tornar a la laicidad una cuestión mucho más rígida de lo que debería ser (por ejemplo, tener como fin y no como medio la separación del Estado con respecto a la religión).3 Desequilibrar la balanza para el lado de la igualdad mal entendida como neutralidad, y no como apertura a la diferencia, ha sido otra de las razones que han dado como resultado una laicidad rígida. Como es un concepto flexible que se mueve con los desafíos del paso del tiempo y los diferentes conceptos de verdad de los sujetos históricos, a nosotros nos interesa hoy también pensar en una laicidad en términos de apertura a la interculturalidad o multiculturalidad, en tiempos en que el fenómeno de la inmigración es cada día más fuerte y surgen diferentes problemas en la vida cotidiana que implican o no la apertura al mundo del otro con su cultura, religiosidad, modos de ser y estar en el mundo, etcétera. Nos interesa rescatar una laicidad que implique un diálogo entre culturas diferentes. Esto no supone que cada uno viva en su mundo, ni es bueno que así sea. Existe la posibilidad, de un modo reflexivo, no impositivo, y a partir de expresiones seculares, de poner en diálogo diferentes modos de ver el mundo a partir de diferentes concepciones metafísicas, religiosas y culturales. La posibilidad de establecer “acuerdos entrecruzados” o “consensos sobrepuestos” para lograr sostener valores comunes, a partir de razones accesibles para todos los ciudadanos, permite obtener la posibilidad de consensos.4

Por último, es importante recalcar el valor educativo de la laicidad y su conexión con la importancia que tiene para el desarrollo de la autonomía. “El Estado liberal defiende, por ejemplo, el principio según el cual los individuos son considerados agentes morales autónomos, libres de definir su propia idea de una vida plena. El Estado favorecerá, por ejemplo, el desarrollo de la autonomía crítica de los alumnos en los colegios. Fomentando el desarrollo de la autonomía y exponiendo a los escolares a distintas visiones del mundo y de las formas de vida, el Estado democrático y liberal hace la tarea más difícil a los padres que intentan transmitir un universo particular de creencia a sus hijos, y, aun más, a los grupos que desean sustraerse a la influencia de la sociedad mayoritaria para perpetuar un estilo de vida basado más en el respeto a las tradiciones que en la autonomía individual y el ejercicio de la opinión crítica” (Taylor y Mclure, 2011: 28-29).

La autonomía debe favorecer la crítica que, para ser tal, debe poder criticarlo todo, incluso formas de entender el conocimiento que se han legitimado o que son dominantes culturalmente y que no han dado paso a otras formas de saberes igualmente legítimos que permanecen en la sombra o no son reconocidos.5 Partimos de la vigencia de lo que dijo Reina Reyes en su momento, acerca de la importancia de crear una “actitud laica”,6 es decir, una actitud abierta a la escucha de lo diferente y del diferente, una participación en la idea de que la igualdad debe estar abierta a la diferencia. Lo que hace laica, en definitiva, a una educación no sólo es la selección de contenidos abierta a la diversidad de fuentes culturales, sino también, y principalmente, la actitud tanto del docente como del estudiante y de toda la institución educativa, que no deberían ser autoritarios, dogmáticos o cerrados a la escucha de la diversidad, al pensamiento crítico y reflexivo de las diferentes posturas frente a la realidad. Es muy importante este asunto: no hay laicidad si de alguna manera no se genera un espacio para superar “tutorías” y abrirse a lo nuevo y diferente que será construido a partir de un diálogo, en el contexto de una cultura pluralista. No hay temas prohibidos para la laicidad, pues todo puede ser discutido, analizado y expresado mediante el diálogo fundamentado entre diferentes de una forma no impositiva, abierta y propiciando la toma de posiciones razonada. No hay educación que no sea política, si por político se entiende la toma de posición frente a los hechos o asuntos que le competen a un ciudadano, algo que no puede confundirse con adoctrinamiento ni con proselitismo o propaganda.

Esta autonomía se desarrolla en el espacio educativo, en un Estado liberal republicano y democrático, que no defiende las creencias particulares de un grupo, o las ideas sobre la vida y los valores de un grupo en algún sentido particular, sino que aboga precisamente por la apertura a la diversidad y a la diferencia, partiendo de una “ética mínima”7 de respeto a la dignidad y solidaridad de los humanos en sus diferencias.

Obviamente, este Estado parte de ciertos valores constitutivos que defiende. Taylor habla, en ese sentido, de solidaridad y defensa de los derechos humanos, igualdad y libertad, propiciando a partir de esos valores la autonomía de los sujetos. El Estado laico implica que no está sin partido, sino que toma partido.8 Dice Taylor: “El Estado toma partido, entonces, a favor de los ciudadanos permitiéndoles elegir su plan y modo de vida. De esta forma, el creyente o el ateo pueden vivir de acuerdo con sus convicciones, pero no pueden imponer a los demás su idea del mundo” (2011: 29, el énfasis es nuestro).

Esta columna se acompaña de una pintura que sintetiza lo que queremos representar: el cuadro de Francisco Goya La verdad, el tiempo y la historia. La laicidad está en conexión con el paso del tiempo y con el devenir, a partir de determinada comprensión de la verdad que se concreta en una forma histórica. Hoy podemos hablar de una laicidad flexible, pluralista, sensible a las diferencias, respetuosa de los derechos humanos e intercultural.

Para terminar, cito las palabras de Norberto Bobbio: “El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición de convivencia de todas las posibles culturas”.

Andrea Díaz Genis es doctora en Filosofía, profesora titular de Filosofía de la Educación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República (Udelar) y coordinadora de la Red sobre Laicidad y Democracia de la Udelar.


  1. La separación de la iglesia del Estado se concreta en Uruguay en la Constitución de 1919. 

  2. Me baso en algunos conceptos de Taylor y Mclure sobre los regímenes de laicidad. Ver Ch Taylor y Jocelyn Mclure, Laicidad y libertad de conciencia. Madrid: Edición Du Boreal, 2010. 

  3. Pero esta separación implica también no discriminar a nadie por razones religiosas y no generar ningún privilegio a una iglesia o religión determinada. 

  4. Esta es una idea que aparece en Rawls, J, Liberalismo político, México: Fondo de Cultura Económica, 1995. 

  5. Feyerabend hablaba de que la laicidad que separó al Estado de la religión debería separar también al Estado del conocimiento científico legitimado. 

  6. Reina Reyes, “El derecho a educar y el derecho a la educación”. Disponible en: http://anaforas.fic.edu.uy/jspui/bitstream/123456789/39514/1/Elderechoaeducaryelderechoala_educacion.pdf. El Estado no es lo opuesto a la religión, sino a la ortodoxia y al dogmatismo. 

  7. Adela Cortina, Ética mínima, Madrid: Tecnos, 2010. 

  8. No puedo desarrollar esto aquí, pero estoy absolutamente en contra de la llamada “escuela sin partido”, por ideológica y reproductora de una moral pacata e ignorante y discriminadora.