En los siglos XVIII y XIX, el carbón fue el combustible que motorizó la Revolución Industrial europea. Hasta la Segunda Guerra Mundial, cubría 80% de las necesidades energéticas del continente.

Desde la década de 1950, el consumo de carbón en Europa occidental declinó abruptamente, reemplazado por el petróleo y el gas. En los ferrocarriles, las icónicas locomotoras a vapor desaparecieron paulatinamente en favor de las diesel y las eléctricas. Gran Bretaña, que alguna vez fue la usina de la producción europea del mineral, cerró la mayor parte de su minería de carbón en la década de 1990. El viernes 21 de diciembre de 2018, en Bottrop, se extrajo la última tonelada de antracita de una mina alemana.

Pero la historia fue diferente en la franja de lignito que se extiende desde el noroeste de Alemania hasta Europa del Este. El carbón marrón, extraído de enormes minas a cielo abierto, era una fuente de energía fundamental a ambos lados de la Cortina de Hierro. Aún hoy, un tercio de los hogares polacos se calefaccionan mediante calderas de carbón y poco menos de 20% de la electricidad de Europa proviene de usinas eléctricas alimentadas con el mismo mineral.

Esas plantas de energía son responsables de un sexto de las emisiones totales de dióxido de carbono en Europa, la apabullante cifra de 625 millones de toneladas. Una sola usina de energía de la dotación europea alimentada con lignito es capaz de generar más emisiones que muchos países pequeños.

Una salida rápida

Si la Unión Europea (UE) pretende cumplir con el tan anunciado acuerdo climático de París de 2015 –y tener alguna oportunidad de contribuir a mantener los incrementos de la temperatura global en menos de 2°C por encima de los tiempos preindustriales–, es necesario que abandone el carbón tan pronto como sea posible. La meta establecida por Bruselas es que la generación de electricidad a partir de carbón cese para 2030.

A Europa no le faltan herramientas para impulsar esta transición. En 2017, la UE endureció el sistema de comercio de emisiones que estaba en funcionamiento desde 2005. Como el precio de una tonelada de emisiones de dióxido de carbono supera los 20 euros, esto pone presión sobre la viabilidad económica de las generadoras alimentadas con carbón. Para facilitar una “transición justa” en las áreas carboníferas tradicionales, Europa estableció una Plataforma de Regiones Carboneras en Transición, y hasta 26.000 millones de euros en ayuda financiera a través del Fondo de Modernización. Para acelerar aun más el ritmo, en 2018 la UE exigió a todos sus estados miembros que entregaran Planes Nacionales de Energía y Clima (PNEC) que muestren de qué manera van a cumplir sus compromisos con los objetivos climáticos de París para 2030.

Para la primavera boreal de 2019, todos los PNEC habían sido debidamente entregados. Pero tal como lo revela una revisión crítica de estos planes elaborada por dos think-tanks dedicados al cambio climático, Sandbag y Climate Action Network Europa (CAN-Red de Acción por el Clima), los planes son muy dispares. Aunque algunos estados miembros están comprometidos a abandonar el carbón, esto no es de ningún modo universal. El denominador común, si existe uno, es que nadie se inclina por las opciones difíciles.

Distintos grupos

Respecto del futuro del carbón, los miembros de la UE se dividen en grupos bien diferenciados.

Los PNEC de ocho naciones especifican un claro plan de eliminación. Son los países que han dejado el carbón hace ya tiempo. Francia nunca pudo extraer carbón suficiente para alimentar su economía. Luego del shock en el precio del petróleo de 1973, París tomó la decisión histórica de apoyarse en la energía nuclear y esta todavía sostiene la mayor parte de la generación de electricidad en el país. Italia siempre se vio obligada a importar carbón y en la actualidad se apoya principalmente en el gas y la energía hidroeléctrica. España cuenta con grandes sectores de energía nuclear y eólica. Se espera que el incremento en los precios del carbono deje fuera del negocio a las restantes plantas de energía alimentadas con carbón.

No toda estrategia de salida exitosa está libre de problemas. Hungría planea reemplazar sus plantas alimentadas con carbón por dos nuevas centrales nucleares, provistas amablemente por los rusos. Otros proponen reemplazar el carbón con biomasa expandida o combustión de gas a gran escala. El “efecto cerrojo” resultante en términos de infraestructura perjudicará un movimiento final hacia la emisión cero para 2050. Pero lo que todos estos países tienen en común es que el fin del uso del carbón no conlleva elecciones difíciles.

La situación es diferente en República Checa, Bulgaria, Rumania, Grecia, Polonia y Alemania. Estos países dependen del carbón para una proporción sustancial de su producción de electricidad y no planean una salida temprana. Considerando sus PNEC, Sandbag y CAN llegan a la sobria conclusión de que en 2030 Europa tendrá todavía en operación 60 gigawatts de capacidad generada por carbón, con sus correspondientes emisiones de dióxido de carbono.

Los que resisten

Dentro del grupo de los que resisten podemos distinguir tres tipos de casos. República Checa, Bulgaria, Rumania y Grecia dependen en gran medida del carbón, pero sus sectores energéticos son pequeños en términos absolutos y los fondos a disposición de la Comisión Europea (CE) deberían ser suficientes para impulsar una rápida transición. En la actualidad nos encontramos en la situación perversa de que las regiones carboníferas de estos países rezagados cumplen las condiciones para recibir apoyo de la UE incluso sin ningún tipo de compromiso concreto de su parte para abandonar la producción. La CE debería tener poder de negociación suficiente para forzar una dura condicionalidad.

Polonia es un problema mucho mayor. El carbón representa 80% de la electricidad que alimenta su actividad económica, de rápido crecimiento, y 86% de la calefacción hogareña de sus 38 millones de personas. El carbón de Silesia es una cuestión de identidad nacional. Los gigantes estatales del carbón, como PGG, tienen gran poder de lobby. El plan nacional enviado por Varsovia a Bruselas no prevé ninguna reducción de la producción de carbón antes de 2030. Una campaña de la UE contra la minería polaca terminaría siendo un regalo político para el partido nacionalista gobernante Ley y Justicia (PiS). Es claro que faltan varias décadas para una total eliminación. La mayor esperanza para una salida acelerada, en el caso de Polonia, radica en una diplomacia delicada, un realineamiento en las políticas polacas y mucho efectivo por parte de la UE.

Alemania es una categoría en sí misma. Mencionarla siquiera en este contexto puede resultar sorprendente. El país ha proclamado desde hace tiempo tener un papel destacado en la política ambiental. Tiene el partido verde más poderoso del mundo. La generación de energía renovable ha crecido seis veces desde el año 2000. Y sin embargo, en lo que se refiere a emisiones de gases de efecto invernadero, Alemania es por lejos el país más contaminante en Europa. Sus emisiones per cápita (11,4 toneladas en 2016) son una vez y media más altas que las de Francia o Italia.

Y la razón es sencillamente el carbón. La Alemania unificada, que combina los yacimientos de Renania del Norte-Westfalia con los del este, tiene los sectores mineros de lignito y de electricidad generada por carbón más grandes de Europa, concentrados en manos de dos enormes generadoras, RWE y EPH.

Kohlekommission

A la luz de los compromisos de París y la decisión precipitada de frenar la energía nuclear en 2011, quedaba claro para Berlín que tenía un problema. Con una actitud deliberada típica, el gobierno de Angela Merkel inició una negociación múltiple para arribar a una recomendación consensuada sobre el futuro del carbón. La Comisión para el Crecimiento, la Transformación y el Empleo –conocida en términos menos eufemísticos como Kohlekommission, “Comisión del Carbón”– comenzó a reunirse en junio de 2018. Luego de meses de debate y frenéticas sesiones que duraban toda la noche, entregó su informe el 26 de enero; sus recomendaciones fueron rápidamente aceptadas por el gobierno de la Gran Coalición.

La comisión tomó en consideración cada ángulo concebible del futuro social y económico de los distritos carboneros y propuso programas de asistencia por montos que alcanzaban los 40.000 millones de euros. Invirtió mucho tiempo en investigar la economía de los precios del combustible para la industria alemana. Lo que no hizo fue recomendar un cierre rápido o urgente del sector energético más contaminante de Europa.

Lo máximo que pudo acordar la Kohlekomission fue el cierre de poco menos de un tercio de la capacidad carbonífera para 2022, con otro tercio para 2030 y el resto a concretarse en algún momento antes de 2038. Para 2030, el año de referencia de París, Alemania tendrá en funcionamiento apenas un poco menos de capacidad de generar carbón que la recalcitrante Polonia.

Si se profundiza la lectura de este informe de 275 páginas, este frustrante resultado es un poco menos sorprendente. Increíblemente, aunque el propósito de la comisión era planear el fin de la industria carbonífera, se rehusó a priorizar las cuestiones ambientales, insistiendo en que la seguridad en la provisión de energía y la “economía” eran igualmente importantes. Las generadoras de energía y los sindicatos ejercieron una influencia más eficaz en las negociaciones que los lobistas ambientales, que sintieron que no podían abandonar las conversaciones. Era mejor acordar un comienzo del fin del carbón en Alemania que no tener política climática en absoluto.

No es coincidencia que se hicieran enormes promesas de gasto adicional a las regiones carboníferas de Brandenburgo, Sajonia y Sajonia-Anhalt, en el este de Alemania. Se trata de áreas donde los partidos tradicionales están luchando por controlar el avance de la derecha insurgente de Alternativa para Alemania (AfD); AfD adoptó recientemente una postura de escepticismo climático y considera a los Verdes su peor enemigo.

No es coherente

Todo esto está bien desde un punto de vista político, pero no es una respuesta coherente a la emergencia climática. No sólo eso: ni siquiera cumple con los compromisos internacionales de Alemania, ni con los del Acuerdo de París ni con las metas de la UE de abandonar el carbón para 2030. De hecho, en Alemania ni siquiera se cumplirán los objetivos nacionales de emisión a menos que esto se acompañe de esfuerzos por establecer un precio mínimo para las emisiones de carbono, algo controvertido entre las filas de la Democracia Cristiana de Merkel. La Agencia Federal de Medio Ambiente de Alemania concluye que el compromiso sobre el carbón es insostenible a menos que se refuerce con la presión competitiva de una enorme expansión de las fuentes de energía renovables bajas en carbono.

Cuando el informe sobre el carbón se hizo público, la activista climática Greta Thunberg lo rechazó por considerarlo “absurdo”. Tal vez haya sido demasiado amable. En realidad, el informe es una muestra devastadora de estrechez y negación de las claras implicancias de la ciencia climática, en pos de la conveniencia política. Si la rica Alemania trata sus compromisos internacionales con semejante desdén, ¿cómo puede esperar que sociedades mucho más pobres, que enfrentan negociaciones muchísimo más brutales, aceleren sus esfuerzos?

La mejor defensa que se puede hacer del acuerdo es que, dadas las circunstancias, era importante no fracasar: algo de protección del clima es mejor que nada. Es de esperar que las deficiencias del acuerdo obliguen a sucesivas instancias de cambio.

Pero esta lógica es dolorosamente conocida en otras discusiones europeas complejas, en particular la del manejo de la crisis de la eurozona. Es posible mejorar un compromiso inadecuado, pero también es posible que haya algún retroceso y que incluso los limitados objetivos del compromiso por el carbón resulten debilitados por intereses creados y connivencia política.

El gradualismo y el pragmatismo político estrecho se confunden fácilmente con “realismo”. Si realmente lo hacen, depende de la naturaleza del problema por resolver. Hay situaciones en las que lo que parece pragmático está lamentablemente lejos de lo que se necesita. Ese fue el caso durante la crisis de la eurozona y lo es aun más frente a la emergencia climática, donde los costos crecen en forma exponencial con cada año de demora.

A juzgar por las demandas reales de la situación, el tipo de “realismo político” exhibido por la Comisión del Carbón de Alemania no es en absoluto realista. Sólo se puede desear que los cambios en la política europea y alemana en relación con el clima –si no lo han sido hasta ahora respecto de la eurozona– sean suficientes para superar la tan desarrollada capacidad de negación de Berlín.

Adam Tooze es profesor en la Universidad de Columbia y se especializa en historia económica. Dirige el Instituto Europeo en la misma universidad. Esta columna fue publicada originalmente en Nueva Sociedad, traducida por María Alejandra Cucchi. Fuente: IPS