El 1° de julio, Jair Bolsonaro completó los primeros seis meses de su gobierno. Los contratiempos que ha estado experimentando están relacionados en última instancia con la naturaleza particular de la base social que ha construido, típica del populismo de extrema derecha: son ejes de agitación no relacionados entre sí, para satisfacer por separado los diversos sectores que convergen en el apoyo a una especie de salvador al estilo de Napoleón Bonaparte.
A partir de 2012, al comienzo del mandato de Dilma Rousseff, me impresionó el odio de la elite conservadora hacia el gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), en el poder desde 2003. Un contexto económico muy favorable permitió al presidente Luiz Inácio Lula da Silva satisfacer a la elite y a la gente. Así surgió una importante “clase media”, la misma que, tocada por la crisis, al ver un abismo abierto bajo sus pies, estuvo en el corazón de la base social de Bolsonaro. Realmente fue el odio, un odio que resultó incluso más irracional cuando la crisis económica golpeó al país y la política de Rousseff se volvió más y más neoliberal.
¿Por qué no podría la elite conservadora tolerar una política más o menos socialdemócrata? ¿Por qué este conservadurismo profundo logró conquistar una masa heterogénea que llevó a la elección de un aventurero de extrema derecha? Para entender, debemos mirar hacia atrás.
El 7 de setiembre de 1822, la independencia de Brasil implosionó el imperio portugués. El evento tuvo un carácter único: fue el propio estado portugués, refugiado en Río de Janeiro desde 1807, cuando los ejércitos napoleónicos invadieron Portugal, que se negó a regresar, lo que podría haber hecho desde 1811. ¿Hay algún otro caso en el mundo en que el soberano haya optado por permanecer en su colonia pudiendo haber regresado a la metrópolis?
La independencia fue más una revuelta fiscal que una liberación nacional. Fue una independencia sin descolonización. Fueron los colonos quienes tomaron el poder y crearon una colonia egocéntrica.
El hecho de que un país sea independiente no significa que ya no sea una colonia. Cuando los colonos de Rodesia se negaron, en 1965, a la independencia negra planeada por Londres y declararon una independencia blanca, Rodesia obviamente seguía siendo una colonia. La independencia de América fue toda independencia sin descolonización, y se crearon estados coloniales. Independencia y descolonización se confunden a menudo. Pero el caso brasileño es extremo, porque la independencia fue proclamada por el heredero al trono del país colonizador.
El imperio se convirtió gradualmente en brasileño. Podemos fechar la conclusión del proceso en 1889, después de que un golpe de Estado conservador expulsara a la princesa Isabel, quien había abolido la esclavitud el año anterior, y proclamó una república perfectamente colonial. Contrariamente a lo que sucedió en Estados Unidos con la Guerra de Secesión, no fue un sector industrial de la burguesía brasileña el que tenía el poder, sino la elite de los terratenientes coloniales. Es la que lentamente, sin interrupción, hace la transición a la agricultura moderna mediante la marginación de la mano de obra negra y la importación de millones de europeos. Esto ha sucedido en otros lugares de América, pero aquí tenemos dos características combinadas. Por un lado, los indios no eran más que una pequeña minoría de la población debido a epidemias, masacres y mestizaje; hoy están entre 0,4% y 0,6% de la población, de ahí la fragilidad de las luchas anticoloniales. Por otro lado, los negros constituían la gran mayoría de la población (alrededor de 52% en la actualidad), de ahí el “miedo estructural” de la elite blanca, aterrorizada por el ejemplo de Haití.
Desde entonces, Brasil ha cambiado. Pero la elite nunca experimentó una revolución descolonial, convirtiéndose lentamente en una burguesía capitalista, principalmente terrateniente y no industrial, que nunca deja de ser una elite colonial. La relación de esta elite con la gente es no sólo la del capitalista con el proletario, sino que sigue siendo, en gran medida, la del señor con el esclavo. Una medida que provocó un gran odio contra Rousseff fue, en 2013, la ley que garantizaba derechos sociales reales a los trabajadores domésticos: domingos, contratos de trabajo, cotizaciones sociales, carga de trabajo semanal de 44 horas y pago de horas extras. Esta ley era una indignación para el paternalismo autoritario de la dama y el señor: la criada se convirtió en un proletario autónomo. Era intolerable.
Es insoportable para esta elite extremadamente blanca, mientras que la gente es profundamente mestiza, aceptar incluso las reformas sociales más tímidas. Se calla cuando no puede hacer nada, frente a la popularidad de Lula y una economía floreciente, pero una vez que la situación empeora, exige recuperar todos sus privilegios capitalistas y coloniales.
Insisto en el “... y colonial”. No es casual que se reanude la conquista colonial. Bolsonaro desprecia a los indios no sólo como un terrateniente desprecia a los pequeños agricultores, los desprecia como un colonizador desprecia a una raza inferior y dominada. Bolsonaro dice que quiere forzar a los nativos a “integrarse”, es decir, a desaparecer como naciones y sociedades distintas. Pasó la demarcación de tierras indígenas y quilombolas a la jurisdicción del Ministerio de Agricultura, el ministerio de los grandes terratenientes.
Los indios son hoy sólo una pequeña minoría, pero ocupan a menudo áreas muy pequeñas en el sur, y más grandes en el norte. Lo que es intolerable para los grandes agricultores no es tanto el tamaño de la tierra, sino que esta no sea cultivaba bajo la lógica de la productividad: los indios son, según la mentalidad clásica del colonizador, naturalmente incapaces y perezosos, y esto no se traduce sólo en un desprecio de clase. Esta elite no moderna rechaza el más mínimo cuestionamiento de sus hábitos. Es perfectamente consistente con la colonialidad del espacio brasileño.
Creo que todo esto estuvo muy presente en las elecciones, más allá de la crisis económica, de la corrupción atribuida sólo al PT, de las noticias falsas, del neopentecostalismo, de los problemas de seguridad, de los sectores militares de extrema derecha, del racismo y la homofobia. Si estas características contemporáneas tomaron forma, es porque la elite capitalista-colonial es estructural y mentalmente incapaz de aceptar cualquier medida social. La contradicción, que puede ser explosiva entre los partidarios del régimen, es que, históricamente, el Ejército brasileño ha sido una fuerza modernizadora (lo que no significa democrática), mientras que esta elite profundamente conservadora todavía está formada por su temor a la mayoría negra.
A pesar de ser ultraminoritaria, la elite logró construir temporalmente una hegemonía política que abarca vastos sectores de la población. Muchos otros factores que llevaron a esta ascensión ya existían antes. Pero creo que su radicalización a la derecha fue el clic que permitió que el resto tomara forma frente a un PT paralizado por la prisión de Lula y habiendo perdido toda capacidad de movilización popular.
Michel Cahen es historiador especializado en la colonización portuguesa y director de investigación del Centro Nacional para la Investigación Científica de Bordeaux.
Esta columna fue publicada originalmente en liberation.fr.