En notas anteriores en este mismo medio nos ocupamos de la sublevación contra “el sistema” protagonizada en nuestro país por la “generación del 68”, aludiendo a esa porción de jóvenes de la época que hizo de “la revolución” su proyecto de vida. Quisimos poner de relieve las circunstancias en que esto ocurrió, con el ánimo de echar luz sobre algo que, medio siglo más tarde, puede ser visto como un desquicio incomprensible. Hoy pondremos el foco en el lugar ocupado por las mujeres militantes en esa marea juvenil que cuestionaba el mundo todo tal como se presentaba a su percepción.
En los años 60, oleadas de jóvenes del mundo occidental reclaman la liberalización de las costumbres, cuestionan la moral victoriana que aún grava las relaciones entre los sexos, experimentan con drogas alucinógenas, predican la paz, practican el amor libre. En este contexto de remoción, cuestionamiento y rebeldía se expande la llamada “segunda ola” feminista, que reclama igualdad de derechos y oportunidades entre mujeres y varones.
Estos reclamos constituyen emergentes de cambios profundos y duraderos en la estructura de las sociedades modernas, incubados a lo largo del siglo pasado. Desde los 40, las mujeres se venían incorporando a un mercado de trabajo hasta entonces ampliamente dominado por hombres; en las décadas que siguen, el acceso femenino masivo a la enseñanza media y superior contribuye a acortar las distancias de género; la generalización del uso de anticonceptivos favorece la separación entre procreación y sexualidad, luego de siglos de moral cristiana que prescribe la reclusión de las mujeres en el hogar y la maternidad como destino “natural”; tiende a reducirse el número promedio de hijos en las capas medias y altas, descaece la institución matrimonial, aumentan los divorcios y las “uniones libres”, la libertad sexual de las mujeres ya no es tabú. En Occidente, una miríada de jóvenes reclama la libre disposición de sus cuerpos, y la búsqueda del placer sexual como fin en sí mismo comienza a dejar de ser privilegio exclusivo de hombres tal como lo venía siendo desde tiempos inmemoriales1.
Las jóvenes militantes uruguayas de los 60 no fueron ajenas al cuestionamiento de los mandatos de género tradicionales ni a la liberalización de las relaciones entre los sexos que permeó la atmósfera de esos años. El comentario que sigue, referido al Buenos Aires del período en cuestión, es perfectamente aplicable a nuestro medio: “[…] en los años sesenta y setenta surgió una nueva sociabilidad juvenil basada en las barras integradas por pares de diferente sexo con ciertas afinidades, gustos o pertenencias comunes. Esta sociabilidad favoreció un estilo de flirteo más abierto, directo y fluido, desarrollado crecientemente sin el control de los adultos y que habilitaba la integración de besos y caricias a las primeras instancias del trato en forma más rápida y abierta”2.
La “generación del 68” patentaba los términos de “compañero” y de “compañera” en sustitución de los tradicionales “novio” y “novia”; el nuevo término cancelaba antiguas distinciones entre “novio/a”, “amante” y “esposo/a”. La intimidad y confianza compartida entre compañeros podía implicar sexo, cohabitación, hijos. Asimismo, esos términos, de uso corriente entre los militantes de esos años, estaban dotados de una duplicidad muy sugestiva. Por una parte, “los compañeros” conformaban una numerosa comunidad de ideas y de compromiso; por otra, “mi compañero/a” era uno o una de sus integrantes, con quien se compartían afectos, valores y sueños con mayor intensidad e involucramiento emocional3.
Los acontecimientos de 1968, en Uruguay como en el resto del mundo, contribuyeron a profundizar esta distensión de la moral tradicional que regulaba los cuerpos, los géneros y las relaciones sexuales. Pero como sucede en todo cambio de época, lo nuevo se presenta todavía bajo ropajes viejos. Si bien los rituales de compromiso prenupcial, noviazgo formal y matrimonio eran rechazados por ridículos y “propios de la burguesía”, las nuevas libertades sexuales prescriben únicamente para las parejas con visos de estabilidad, y la promiscuidad es vista como “pequeñoburguesa” e incompatible con la moral revolucionaria preconizada. La prédica hippie del amor libre no tendrá andamiento en los círculos militantes: “No había mucha promiscuidad fuera de las relaciones de ‘compañerismo’ de pareja, ni menos un intento de reflexionar detenidamente sobre el sexo”4.
A contrapelo del hedonismo predicado por sus pares de las grandes metrópolis en el hemisferio norte, el joven militante es sacrificado, austero, crítico de la diversión banal. Y bajo su aparente universalidad, ese modelo es masculino; a él le canta Daniel Viglietti en su disco “Canciones para el hombre nuevo” editado en 1968. La cultura del arrojo, del desprendimiento personal y de la valentía pone de relieve atributos tenidos por marcadamente viriles. Lo denota igualmente el término despectivo “patrinquero” –asimilable a la falta de hombría– de uso corriente en esos años, para aludir al que no se la juega y recula ante el riesgo de ser reprimido.
Así las cosas, ¿cómo son, o mejor dicho, cómo se espera que sean las revolucionarias?
Un documento escrito por dirigentes tupamaros en pleno auge de la organización guerrillera, dirigido a sus militantes, dedicaba varias páginas al “papel de la mujer” en la lucha armada clandestina5. Para llegar a ser “una combatiente más”, ellas deberán “romper con una educación y una cultura que la hacen espectadora de la historia que construyen los hombres”. Pero esta ruptura no constituye un fin en sí mismo, sino un medio al servicio de la prioridad número uno que reclama todas las energías: la preparación para la lucha revolucionaria. Dadas las limitaciones que “la sociedad capitalista” le ha inculcado, la militante deberá “encontrar en sus propios compañeros revolucionarios la justa comprensión hacia sus carencias e imposibilidades” para lograr que “no haya ya tareas de hombres o tareas de mujeres, sino la complementación necesaria que exige toda tarea revolucionaria”.
La militante revolucionaria debe ser “disciplinada, trabajadora, sensata, segura, hábil frente a la represión”, aunque todavía “no tan audaz ni con tanta iniciativa6 en lo militar por ahora”. La lucha urbana se desarrolla “en medio de las filas del enemigo”, lo que reclama una vigilia incesante para no llamar la atención. Los prejuicios machistas del “enemigo” deben ser explotados al servicio de la realización de tareas donde el “arreglo personal” y una “apariencia inofensiva” contribuyan a burlar la represión. Por ello, todo local de la organización debe contar con una mujer, para que “parezca ser igual a todas las demás casas que lo rodean”. Ella debe mimetizar su vestimenta y su arreglo personal con las demás mujeres del barrio, en su rol de “ama de casa” debe relacionarse con los vecinos para conocer los “movimientos normales” en ese lugar y detectar eventuales “movimientos extraños” que pudieran incubar una amenaza.
Hay algo más. Por su sola presencia, la compañera aporta el “toque femenino” con la preparación de la comida “esmerada y oportuna”, con “el gesto fraterno que alivia las tensiones provocadas por la lucha” (¡!), y en términos generales, con “su ternura y la de sus hijos”. Se expresa también que las mujeres ocupan un importante “lugar en la lucha” integrándose a equipos de servicios que requieran “trabajo silencioso, puntilloso, constante y paciente”7, atributos que les han sido inculcados desde pequeñas.
“Las militantes son instadas a inspirarse en el modelo masculino de combatiente, única vía para superar las limitaciones provenientes de su educación”
Las compañeras también pueden ser incorporadas a “equipos de acción”: la experiencia ha mostrado que “la mujer puede resultar un buen soldado”. Por una parte, ellas deberán superar los roles pasivos que la “sociedad capitalista” les ha asignado, para poder así convertirse en un “buen soldado” a la par de sus compañeros. Pero por otra, el machismo “propio del enemigo” debe ser explotado al servicio de la organización de la lucha clandestina; y esto sólo se logra reproduciendo los mismos roles estereotipados de subordinación femenina que, se supone, ellas deberían superar.
Recapitulemos. En el texto se cuestiona explícitamente la educación que las vuelve pasivas y subordinadas. Sin embargo, es un cuestionamiento acotado, instrumental, que no se articula a una estrategia de liberación femenina (nunca mencionada en esos términos). El imperativo ético es “hacer la revolución”; todo lo demás debe subsumirse al compromiso incondicional con una causa situada muy por encima de toda pequeñez individual así como de cualquier otra reivindicación parcial, sea justiciera o libertaria; y la liberación femenina de las ataduras tradicionales no escapa a las generales de la ley.
Las militantes son instadas a inspirarse en el modelo masculino de combatiente, única vía para superar las limitaciones provenientes de su educación. Al cabo del proceso, ellas podrán aspirar a convertirse en “uno más” entre los revolucionarios. “Sólo más tarde las mujeres entendieron que ser ‘compañeros’ en la lucha no significaba la igualdad con los varones, aun cuando usaran armas”8. Un “prolijísimo machismo” signaba las relaciones entre militantes de ambos sexos9. Anotemos otra materialización de esa ambivalencia presente en los espíritus de aquellos jóvenes: se pregonaba que las tareas domésticas debían ser compartidas, pero en el día a día ellas cocinaban y cuidaban de los niños. En breve, “[…] los documentos de ese período presentan a la militancia de izquierda como un asunto de hombres: con contadas excepciones, eran ellos quienes daban discursos, escribían manifiestos y representaban a sus electores en el Parlamento”10. El examen de los roles ocupados por varones y mujeres militantes revela una ambigüedad propia de la época: la voluntad de cuestionamiento al machismo convive con la persistencia de un androcentrismo fuertemente anclado en las mentalidades.
Ni del todo “machistas” ni del todo “liberadas”, las jóvenes militantes fueron, también ellas, hijas de su tiempo. Y como tales, se entregaron por entero al compromiso revolucionario a la par de sus compañeros. Había que “hacer la revolución”: una vez conquistado el poder, ya vendrían tiempos mejores para remover a fondo los prejuicios ancestrales enquistados en las mentalidades.
François Graña es doctor en Ciencias Sociales, investigador y docente de la Facultad de Información y Comunicación, Universidad de la República
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François Graña (2006). El sexismo en el aula. Montevideo: Nordan, p.11. ↩
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Isabella Cosse (2007). “Probando la libertad: cambios y continuidades en el cortejo y el noviazgo entre los jóvenes porteños (1950-1970)”. Ponencia en las XI Jornadas Interescuelas / Deptos de Historia, Universidad de Tucumán. ↩
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François Graña (2011). Los padres de Mariana. María Emilia Islas y Jorge Zaffaroni: la pasión militante. Montevideo: Trilce, p.110. ↩
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Gonzalo Varela Petito (2002). El movimiento estudiantil de 1968. El IAVA, una recapitulación personal. Montevideo: Trilce, p.111. ↩
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La elección de este texto responde a la más prosaica de las razones: está fácilmente disponible. Pero a mi juicio, los rasgos esenciales aquí discutidos son comunes a todas las formaciones político-ideológicas de la época. ↩
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Tupamaros (2003). Actas tupamaras. Buenos Aires: Cucaña, págs. 23-29. ↩
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Graciela Sapriza (2006). “Feminismo y revolución. Sobre el ‘infeliz matrimonio’, indagatoria sobre feminismos e izquierdas”. Montevideo: Ponencia en el Seminario de la Red Temática de Género, página 2. ↩
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Yvette Trochón (2011). Escenas de la vida cotidiana. Uruguay 1950-1973. Sombras sobre el país modelo. Montevideo: EBO. ↩
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Ibidem. ↩
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Vania Markarian (2006). Idos y recién llegados. La izquierda uruguaya en el exilio y las redes transnacionales de derechos humanos. México: Uribe y Ferrari Editores S.A., p.47. ↩