Un manto de oscuridad recae sobre nosotros cada vez que la “Justicia”, pretendidamente imparcial, neutral y objetiva, emite un fallo que es funcional a prácticas de alienación y dominación. Sin embargo, a pesar del fuerte impacto de estas decisiones, pocas veces analizamos su contenido y con menor frecuencia incursionamos en las ideas que cada uno de los y las operadoras judiciales dejan ahí plasmadas. La ideología judicial está consignada en esas miles de sentencias que a veces “conceden la gracia” a las y los más débiles, y muchas otras les dan la espalda e impactan en sus cuerpos y vidas, resguardando privilegios de clase, origen y género.

El 20 de junio, la “Justicia” amparó al diputado nacionalista Pablo Abdala por la “grave” afectación que podría generarles a él y a la comunidad los carteles puestos por los estudiantes en diversos liceos de la capital, en los que manifestaban un posicionamiento rotundo en contra de la militarización de las calles, de la violencia institucional y a favor de la educación. El juez letrado actuante, Gabriel Ohanian, fue contundente respecto de la importancia del accionar de una medida que protegiera de la “manifiestamente ilegítima, patente, evidente” violación del derecho fundamental de Pablo Abdala a la laicidad.

Para Ohanian la laicidad, además de ser un sello inherente a la identidad nacional, “se asienta en un parquet de previsiones constitucionales explícitas”. Para este operador, nuestro estado democrático de derecho se asienta en un parquet, sí, en un parquet de menuiserie, ese piso que surgió como alternativa para reemplazar el piso de mármol que era bastante tedioso de conservar en el Palacio de Versalles. El juez eligió las palabras justas para representar desde dónde se coloca la aristocracia judicial para conectar con las expresiones legítimas de un movimiento estudiantil movilizado, hoy y siempre, ante los riesgos que supone para la democracia la restricción de garantías jurídicas de la mano de un posible despliegue militar.

Este mismo juez, en julio del año pasado, negó un recurso de amparo solicitado por siete mujeres y sus diez hijos a partir de la vulneración del derecho a la vivienda consagrado en nuestra Constitución. El juez, en aquella ocasión, manifestó que el amparo no tiene una función “heroica o residual” y que los fallos dirigidos a garantizar derechos sociales no son ejecutables y que, por lo mismo, no son exigibles judicialmente.

¿Qué hacemos ante esta burda imposición ideológica disfrazada de justicia? ¿Con qué mecanismos contamos para enfrentar la imposición de un poder cuya legitimidad no está fundada en el ámbito democrático electoral, sino en una supuesta pericia técnica?

El discurso jurídico dominante repite una y otra vez que los administradores de justicia son quienes tienen la autoridad para aplicar de una manera neutral y objetiva el derecho, a fin de resolver “las contradicciones y tensiones humanas”. Sin embargo, más que “fidelidad al derecho” o “interpretación jurídica objetiva”, en estos casos, dejando la sapiencia jurídica a un lado, podemos ver a un juez blanco motivado por sus preferencias ideológicas al amparar a un diputado, en un doble sentido, también blanco; podemos reconocer a través de los párrafos de su “puño y letra” a un juez que argumenta que oponerse a la militarización viola el principio de laicidad y que el posicionamiento de un gremio de estudiantes por la protección de los derechos humanos es un claro acto de proselitismo.1 Vemos a ese mismo juez argumentando con la misma contundencia las razones por las cuales es legítimo negar la protección de un derecho social fundamental como es la vivienda a siete mujeres pobres y a sus hijos, diez niñas y niños.

¿Qué hacemos ante esta burda imposición ideológica disfrazada de justicia? ¿Con qué mecanismos contamos para enfrentar la imposición de un poder cuya legitimidad no está fundada en el ámbito democrático electoral, sino en una supuesta pericia técnica para aplicar imparcial y objetivamente los mandatos preexistentes del derecho?

¿Qué hacemos en estos casos, en los que la Justicia impone a la institucionalidad, en este caso a la autoridad educativa, vulnerar el derecho de la libertad de expresión de las y los estudiantes? ¿Cómo explicamos ese triste papel de cancerbero cruel impuesto a la Administración Nacional de Educación Pública, “bajo apercibimiento de astreintes”2 por parte del “juez mordaza”?

¿Exagero?¿Puede decirse que no hay una ideología judicial imperante en Uruguay y que su imparcialidad goza de buena salud? Entonces necesitamos que se nos explique también dónde radica la laicidad del convenio para atender a “víctimas del delito” firmado en junio de este año por el Poder Judicial y la Universidad de Montevideo, institución inspirada en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei (no olvidemos que el Opus Dei ayuda a encontrar a Cristo en el trabajo, la vida familiar y el resto de las actividades ordinarias).

Que me expliquen si no constituye un acto de proselitismo que el señor ministro Jorge Chediak, presidente de la Suprema Corte de Justicia, exprese públicamente, curiosamente a pocos días de la cadena nacional de la reforma Vivir sin Miedo, su posición a favor de la cadena perpetua revisable para enfrentar a los delincuentes “irrecuperables”.

Carlos Gutiérrez nos recuerda que, en el transcurso de la historia, la resistencia de los pueblos frente a sus opresores produjo el surgimiento de, y cambios trascendentes en, las instituciones: desde la claudicación del príncipe hasta el derrocamiento de una monarquía y la instauración de la República; desde la defenestración del dictador hasta la instauración de un régimen constitucional-democrático. Gracias al derecho de resistencia se fundaron instituciones como el Parlamento y el derecho al voto.

La resistencia es un derecho del que hoy se habla muy poco en tanto tal. Vivimos tiempos que no admiten concesiones, y “gracias a Dios” existen jóvenes en nuestro país que son bastiones en la tarea permanente que implica forjar una conciencia histórica sobre el lugar de la protección efectiva de los derechos humanos en el sistema democrático y que hoy, más que nunca, saben la importancia que tiene desplegar todas las pancartas que sean necesarias para desnudar los eslabones de una tiranía disfrazada de justicia.

Valeria España es abogada, magíster en derechos humanos y políticas públicas y socia fundadora del Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Humanos