El 9 de agosto, Florencia Caballero publicó en la diaria un artículo sobre el Festival Internacional de Artes Escénicas (FIDAE). Es un texto personal, en el que toca varios temas importantes y, en particular, hace un valioso aporte al visibilizar a una generación de teatristas entre los que se identifica (yo también). De todas formas, me parece importante plantear una mirada crítica sobre algunas cuestiones.

Por un lado, quisiera reflexionar sobre la noción de deuda a la que refiere Caballero. El antropólogo Marcel Mauss1 fue uno de los primeros en prestar atención a la deuda como un hecho social. Según Mauss, una deuda es el producto de un intercambio, en el que quien recibe un don (regalo) contrae obligaciones que implican devolverlo. Deshonrar eso conlleva altos costos, como desprestigio y otras sanciones sociales. Mauss analiza la ceremonia del potlach, practicada por algunas tribus del noroeste de Estados Unidos, donde un jefe anfitrión ostenta y regala sus riquezas frente a jefes visitantes, incrementando su prestigio. Tras la ceremonia, el jefe donatario contraía una deuda con el anfitrión, que lo obligaba a celebrar en el futuro un banquete aun más ostentoso para su previo anfitrión. Aunque el caso del potlach es extremo, la obligación de devolver un don con un contra-don rige muchos de los intercambios en los que participamos.

Me preocupa, entonces, que consideremos deudas la educación, becas y fondos estatales que recibimos las y los artistas, y me pregunto cómo pagaríamos estas deudas (más allá de cumplir con lo específicamente acordado en cada caso). No puedo evitar pensar que la respuesta contradice el espíritu del teatro independiente y los ideales del arte como frente combativo y cuestionador.

La cultura es un derecho que el Estado debe garantizar. Ejercer este derecho no es contraer una deuda. Nuestra generación (esa de más-menos 25-40 años), a diferencia de las anteriores, accedió a apoyos estatales casi desde que comenzó su vida profesional. Como señala Caballero, instituciones como el FIDAE o el Instituto Nacional de Artes Escénicas (INAE) han sido actores claves al respecto, y su importancia es indiscutible. ¿Eso quiere decir que nuestra generación tiene una deuda mayor que las anteriores?

Por otro lado, me gustaría retomar los puntos que desarrolla Caballero al preguntarse qué cambió en los últimos 20 años, más allá de la existencia de esta red de apoyos.

En primer lugar y en relación con la profesionalización, la realidad de los artistas sigue siendo muy precaria. Pero el problema no está solamente en la imposibilidad de vivir de los espectáculos (de las entradas), sino también en las relaciones laborales que suelen establecerse en el medio. Así, es común encontrar vínculos desiguales, inestables y vulnerables entre los equipos de artistas y las salas (aun cuando hay fondos ganados de por medio), o con las instituciones que están detrás de estas (no necesariamente estatales). De esta manera, ganar un fondo que permite acceder a una sala no siempre implica mayor y mejor desarrollo del trabajo. En muchas ocasiones ocurre más bien lo contrario. Esto no es nuevo; ya las generaciones anteriores tenían este conflicto y cuestionaban el hecho de que la supervivencia y estabilidad de las salas estuviera por encima de los procesos creativos y de los mismos artistas. La cuestión es que, aun cuando ahora sí aparecieron subvenciones y apoyos para las salas, el conflicto se mantiene.

En segundo lugar, podríamos preguntarnos si las nuevas oportunidades dieron paso a lenguajes escénicos subalternos o alternativos y cómo se concreta el discurso de la descentralización. Quizá, en este sentido, es notoria la irrupción de la dramaturgia nacional, aunque no de forma uniforme. En general, los espacios tradicionales y con mayor visibilidad siguen produciendo clásicos y autores extranjeros (europeos principalmente) reconocidos.

Pero me interesa principalmente hacer énfasis en la legitimación de los artistas nacionales mediante su reconocimiento en el exterior, porque considero que es uno de los puntos que más han marcado el campo teatral actual. Esto tampoco es nuevo: probablemente es tan antiguo como nuestra nación. Pero quizá lo que cambió es que se concretó de hecho (para algunos), y que se estableció en el imaginario teatral como principal meta asociada al éxito y la ilusión de la estabilidad económica. También, como toda meta, implica un camino a seguir, en el que entran los apoyos del Estado: ganar tal beca y tal fondo, vincularse con Sultano, etcétera. Esto no parece demasiado alejado de lo que pasa en cualquier campo profesional, pero el teatro tiene sus especificidades. Primero, si consideramos deudas a los apoyos recibidos, un artista que sigue este camino a la mitad del trayecto ya tiene un embargo simbólico bastante considerable.

Además, este tránsito está principalmente delineado para dramaturgos/as, directores/as. Así, a los y las actrices les queda la esperanza de ser elegidos para poder hacer giras y traerse unos dólares de vuelta. A su vez, se generan ciertas tensiones no menores en relación con lo artístico. Cabe preguntarse si acceder al ámbito internacional demuestra una madurez en el lenguaje artístico o la tecnificación de una receta que funciona. Por ejemplo, aparecen fórmulas como: menos actores y elementos escénicos transportables aumentan la posibilidad del viaje y el rendimiento económico. Algo similar puede deducirse en relación con los temas y contenidos; es necesario pensar y producir obras atractivas para otros países.

No puedo menos que cuestionarme si estamos produciendo teatro para exportar, como si fuera carne o soja. ¿Dónde quedaron el pensamiento crítico, las voces disidentes y la producción de lenguajes alternativos? Además, en relación con el público (ese para quien se supone que se hace teatro), me preocupa que nuestra audiencia deseada, fantaseada, esa con la que queremos dialogar y encontramos, a la que pensamos cómo seducir, conmover, confrontar, no sea otra que un grupo de programadores internacionales.

Por último, Caballero enumera nuevos festivales y encuentros que vienen surgiendo en los últimos años (Teatro para el Fin del Mundo, Encuentro de Teatro del Litoral y de Más Allá, Encuentro de Colectivos Teatrales al Borde y la Red de Artes Vivas) y establece una relación no casual entre estos y el FIDAE. Es posible que exista ese vínculo, pero más claro es entenderlos como reacción a los puntos que señalé antes. Por ejemplo, estos artistas piensan en la descentralización, trabajan en y desde territorios específicos, y muchas veces en espacios no convencionales. Exploran la creación colaborativa y repiensan los roles de la dramaturgia y la dirección, organizándose como colectivos y no tanto detrás de una figura como el director. Estas búsquedas artísticas reflejan lo que vienen haciendo los exponentes de la generación de más-menos 25-40 años nucleados en diversos grupos, más allá de estos encuentros. De esta forma, aparecen artistas y colectivos que no les dan la espalda a los apoyos estatales pero tampoco trabajan para conseguirlos, ni atan su creación a estos, y que mantienen un espíritu crítico alejado de las deudas.

Creo que nuestra generación no debería sentirse endeudada, sino fortalecida por el acceso a derechos. Tampoco creo que el camino a seguir sea uno solo, que ya esté marcado y cuya meta sea el mercado internacional. En todo caso, me gustaría pensarnos como una generación que asume su profesión con responsabilidades éticas con el arte y la sociedad y no como una generación que asume deudas con el Estado y sus instituciones.

Luciana Lagisquet es dramaturga, directora y actriz.


  1. Mauss, M. (2009). Ensayo sobre el don. Forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas, Buenos Aires: Katz Editores.