“Crisis climática”, “pérdida de biodiversidad” y “punto de no retorno” son algunas de las frases que vemos en nuestras pantallas. ¿Qué tiene que ver esto con nosotras/os y nuestra agenda política?
Nuestras acciones como sociedad a lo largo de la historia, al igual que cada acción humana, tienen un efecto en el sistema. La organización de sociedades en torno a la producción basada en energías de combustibles fósiles, así como la intensificación del consumo, han dejado su huella. A nivel social y global, nuestras huellas no son todas iguales. Los países más ricos emiten más de 86% de las emisiones globales de CO2 (Ritchie, 2018). La riqueza y el consumo suntuoso tienen un lado oscuro: la desigualdad y la contaminación. Luchar por justicia climática implica limitar las emisiones de los países del centro y también de los individuos más ricos en la periferia. Además, combatir estas desigualdades requiere cambiar las formas de producción extractivistas y de consumo intensivo que generan desigualdad económica a nivel global y local. Los países de la periferia, al igual que las comunidades más pobres, son los que sufren las “externalidades” de este sistema. La contaminación del aire, el suelo y el agua, junto con la basura, son “exportadas” a los países y zonas de la periferia, produciendo una suerte de desigualdad ambiental. La explotación del ambiente va mano a mano con la de las personas.
Esta organización socioeconómica desigual se expresa también en la calidad de vida de las personas. La producción intensiva y extractiva del capitalismo se basa en la explotación de trabajadoras/es, que realizan sus tareas en condiciones precarias, con pocas garantías laborales y muchos riesgos a su salud. La extracción de plusvalía se extiende hoy a nuestra vida cotidiana: lo que uno lee y los sitios web que visita se monetizan.
Todo esto produce una sensación de desborde y de carrera sin límites hacia un abismo. En muchas partes del mundo, desde Europa hasta América Latina, existen movimientos de diferente tipo que demandan un cambio. La pregunta es cómo cambiar esta realidad con la que nos sentimos insatisfechas/os. La respuesta desde hace varios años ha sido organizarse para tomar acción. La rebelión zapatista, las protestas en Seattle, el Occupy Wall Street, la plaza Tahrir, los indignados y ahora los jóvenes por el futuro muestran que esta sensación de hastío y desesperación es personal y política.
¿Cómo luchar contra fuerzas inconmensurables como las del sistema capitalista, las transnacionales o el cambio climático? La disparidad en el nivel de poder parece indicar que es imposible tener incidencia real. Sin embargo, tenemos ejemplos de que la sociedad civil organizada puede lograr cambios significativos en estos temas. A nivel local tenemos muestras recientes de que la movilización y la participación ciudadana pueden servir de contralor de las actividades del Estado y promover la expansión de nuestros derechos.
El ejemplo más reciente en Uruguay es la aprobación del Plan de Ordenamiento Territorial en Canelones, que prohíbe la producción de soja transgénica en la zona de Sauce, Progreso, Las Piedras, Toledo, Nicolich, Paso Carrasco y Pando. La lucha de la Comisión por un Canelones Libre de Soja y en Defensa del Agua dio sus frutos. La comisión realizó por años un pacífico trabajo de concientización y denuncia del modelo de monocultivo intensivo que contamina el agua y los suelos, así como la salud de las personas. La resolución de la Institución Nacional de Derechos Humanos1 sobre cómo este modelo viola los derechos a la salud y el ambiente es una muestra de esta creciente conciencia y una legitimación de los reclamos realizados por los vecinos y vecinas de Canelones.
Otro ejemplo de cómo las organizaciones sociales tienen impacto en nuestra realidad es la consideración por la Suprema Corte de Justicia de la constitucionalidad de la Ley de Riego.2 Años después de haber logrado la modificación de la Constitución para que se reconozca el derecho al agua, la misma comisión que impulsó el plebiscito de 2004 organizó la juntada de firmas para derogar la Ley de Riego, que habilita la distribución y el manejo del agua por privados. Esta lucha es parte de la agenda de derechos. Luchar por el derecho al agua implica no considerarla un bien mercantil. Esto significa expandir nuestros derechos y organizar nuestra sociedad en relación con criterios que van más allá de lo económico. Esta lucha distingue entre el uso del agua por los ciudadanos, que la utilizamos para vivir pagando por ello, del uso que hacen las compañías, que la utilizan para obtener ganancias sin pagar por su usufructo.
Estos procesos de movilización ciudadana no son siempre fáciles, ya que se obstaculiza la participación, limitando los espacios y el poder de decisión de la ciudadanía. La sociedad civil se cansa de hacer denuncias y propuestas sobre las que la mayoría de las veces no recibe respuesta. Un ejemplo de estas dificultades es el caso de los vecinos y vecinas organizados para cambiar el nuevo trazado del tren de carga para el proyecto de UPM por fuera de las zonas urbanas.3 Sus reclamos y esfuerzos por poder incidir sobre el diseño de este proyecto han sido ignorados. Este grupo de personas se informó sobre las leyes y normativas para dar la lucha en el territorio. Ese esfuerzo por interpelar a interlocutores del Estado para garantizar que se cumplan sus derechos a la participación y al ambiente no han sido escuchados. Hoy juntan firmas con el fin de tener una oportunidad de decidir sobre cómo habitar el territorio en el que viven, porque ningún representante político ha tomado su reclamo.
Podemos unir esfuerzos. Nuestro territorio, así como nuestros cuerpos, es destruido por este sistema; unir estas luchas puede conseguir algo para cambiarlo.
Hay núcleos de militantes que dan la batalla, pero no es fácil mantener estos esfuerzos en el tiempo. Sin embargo, a pesar de que sea difícil y desgastante, no podemos ceder estos espacios de disputa. Como sociedad civil organizada podemos incidir en el diseño de políticas públicas ambientales de carácter transversal que unifiquen y articulen acciones para proteger nuestros derechos y promover modelos alternativos de organización social y económica. Para conseguir justicia ambiental y justicia social necesitamos poner el foco en construir otro tipo de relaciones entre las personas y con nuestro ambiente.
En Uruguay, nuestras luchas por alternativas productivas son una expresión sociopolítica del proceso ecologista. Pero estas luchas también pueden integrar las disputas feministas por una sociedad en la que no exista la división sexual del trabajo y no se ejerza la violencia para dominar a las/os más vulnerables, ya que ese tipo de relación es similar a la que se establece con la naturaleza. Podemos unir esfuerzos. Nuestro territorio, así como nuestros cuerpos, es destruido por este sistema; unir estas luchas puede conseguir algo para cambiarlo.
La participación ciudadana es una estrategia para profundizar la democracia facilitando el involucramiento de la gente en asuntos públicos. Potenciar los espacios de participación social y la movilización es lo que va a transformar nuestra realidad, no una elección. Para alcanzar la justicia climática y social tenemos que articular la participación ciudadana con una política que escuche y mande obedeciendo. Organización, participación y acción social son lo que tenemos que promover para poder orientar la gestión y las políticas públicas hacia una transición hacia un sistema más justo.
Mariana Achugar es docente e investigadora de la Universidad de la República.