A lo largo de esta campaña, dos proposiciones de supuesto sentido común con ropaje politológico se han intentado instalar en la opinión pública. La primera refiere a la necesidad de propiciar una alternancia en el gobierno y, la segunda, a la disposición a negociar que exhibiría el sistema político si el partido que triunfa en las elecciones no tuviera mayorías parlamentarias propias.
Empiezo por la primera, de gran notoriedad en estas horas, por los dichos de Luis Lacalle Pou frente la comunidad israelita: “Si no hay alternancia, hay dictadura”. Lo expresó ante el Comité Central Israelita, sin reparar en que, entre el público que lo festejaba, seguramente, habría defensores de Benjamin Netanyhau, quien ha sido primer ministro de Israel diez años consecutivos, con una experiencia anterior de otros tres años. ¿Se festeja la alternancia aquí pero no allá? Angela Merkel ha gobernado casi 14 años seguidos en Alemania, Felipe González fue presidente del Gobierno de España durante más de 13 años ininterrumpidos, ¿pero acá sería un problema que el Frente Amplio (FA) fuera reelecto para un cuarto mandato?
¿Dónde y cuándo se festeja la alternancia? ¿Se festeja cuando el gobierno lo perderían los otros, en este caso, el progresismo, la izquierda o el “populismo”, al decir de Julio María Sanguinetti (quien debería tomar clases de ciencia política)? ¿Pero nada decimos sobre los 93 años que gobernó el Partido Colorado en Uruguay? Este país no construyó, precisamente, una democracia sólida y longeva sobre el predominio de la alternancia, sino sobre la predominancia de un partido sobre el otro, el cual aceptó cogobernar como socio menor.
Pero sí, la alternancia es buena. Es buena cuando es efectiva, cuando hay alternancia de bloques de poder en la política, cuando, a veces, ganan los otros (las mayorías olvidadas, los más pobres, ese pueblo que, según algunos privilegiados, todo lo tiñe de “populismo”). Porque una alternancia entre partidos que piensan lo mismo, que gobiernan de la misma manera y con el mismo programa, y que representan los mismos intereses, no es alternancia. Es apenas una mudanza de apariencia, un gatopardismo político.
La segunda proposición del sentido común que se ha buscado instalar es que las mayorías parlamentarias son malas. Pero, ¿acaso la democracia no es el gobierno de las mayorías? Sin duda, las mayorías son buenas. Entonces, ¿qué mayorías son malas?
¿Las del FA, pero no las que, en el pasado, construyeron blancos y colorados juntos? Porque estas fueron las que dominaron la historia del Uruguay del siglo XX. Por supuesto que blancos y colorados desean tener mayorías propias, y ya querrían tener la enorme capacidad de disciplina que tuvo el FA para impulsar su programa propio. No se trata de otra cosa. Tan es así, que el propio Lacalle Pou impulsaría una ley de urgente consideración de 500 artículos para el inicio de su eventual gobierno. Difícil imaginar algo más impositivo para comenzar una nueva administración.
Se necesitan mayorías para gobernar, esa es la verdad más simple. Y cuanto más consistentes sean programáticamente, mejor.
El FA jamás hizo eso. Votó cada ley, buscó negociarla y, en última instancia, la aprobó con sus propios votos. ¡Cuánto buscamos que la oposición nos acompañara en la ley de despenalización del aborto, en el presupuesto nacional para la salud pública, en la creación de la Universidad de la Educación o en la hechura de las políticas sociales! Lo buscamos más allá de la necesidad de sus votos. Nunca tuvimos su apoyo. Pero lo buscamos. Hoy, la oposición dice que, de ganar las elecciones, presentará una de las famosas leyes “totales” con las que nos imponían desde los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) hasta la regulación del juego de mosqueta. En caso de ganar, no solo usarán sus mayorías, sino que pretenderán ser, desde el principio, “una aplanadora”. Es su propia desconfianza de sostener una mayoría propia la que los llevaría a modos de aprobar leyes absolutamente reñidos con la ética y la cultura parlamentaria. Esto ya lo vivimos. No confían en sí mismos. Saben que sus acuerdos están pegados con alfileres. Y que se traicionarán los unos a los otros rápidamente.
Se necesitan mayorías para gobernar, esa es la verdad más simple. Y cuanto más consistentes sean programáticamente, mejor. Una mayoría construida con alfileres sólo se pondrá de acuerdo en lo más mínimo y, por consiguiente, no avanzará en nada bueno.
La alternancia es buena, qué duda cabe. La democracia es un régimen de gobierno en el que “a veces, ganan los otros” y en el que no nos dominan los mismos de siempre. Ese “a veces”, en Uruguay, fue la izquierda. Porque el largo siglo XX uruguayo fue dominando por los blancos y colorados. Nosotros fuimos y somos, aún, el gran intruso en la política. Ellos la dominaron casi siempre.
Estos años han sido nuestra oportunidad. Y no lo hemos hecho nada mal. Al final, eso es lo que se verá en octubre.
Constanza Moreira es senadora del Frente Amplio.