A la memoria de Elder Silva, con quien hablamos mil y una veces de estos temas, soñando un nuevo tiempo para la cultura del país.

En días pasados apareció un mensaje político del Partido Independiente en voz de un connotado mediático y respetable director teatral, titulado “Más Mozart y menos barras bravas”.1 Es una metáfora recurrente que apela al sentido común generado por una visión piramidal de la cultura respecto de la música y que desnuda una vez más el conflicto aún no resuelto en ese campo entre “lo culto” y “lo popular”. La virtud del mensaje es intentar promover el debate sobre la cultura en la campaña electoral, donde parece que la economía, la seguridad y la educación son los temas centrales. Salvo este mensaje y algunas exposiciones de Óscar Andrade, la cultura brilla por su ausencia en los proyectos de futuro. A riesgo de generar polémicas estériles, intentaré reflexionar a partir de mis años de trabajo comunitario con la música sobre los modelos culturales que ella sustenta y que, sin duda, son reflejos de diferentes posturas ideológicas.

El relato presentado esboza una crítica a las políticas de Frente Amplio (FA), aunque no muy certera, ya que si hiciera justicia debería aludir al programa Un Niño, Un Instrumento. Este programa dirigido a la infancia, basado en la misma visión cultural piramidal, se desarrolla desde el SODRE en todo el país, poniendo en juego a la cultura musical académica en la cancha de la inclusión social. O sea que el actual andamiaje institucional de Uruguay ya está “llevando la alta cultura” a “esos lugares” a los que alude el citado mensaje, pero las barras bravas todavía siguen por ahí campantes.

El planteo es representativo de la desidia generalizada en la política respecto de la cultura popular, un asunto en el que aparecen desde quienes plantean “domesticarla” hasta quienes todavía hoy creen que se sustenta con concursos y un choripán, o que el acceso a la cultura se logra sacando a pasear “un pueblo al Solís”. Pocos parecen haber leído a Lauro Ayestarán2 o a Coriún Aharonián,3 algo que debería ser uno de los necesarios puntos de partida para diagnosticar y proponer un diseño cultural serio en el país en esta materia.

Confieso que estoy de acuerdo en el planteo sobre que hay una “emergencia cultural”. En primer lugar, esa emergencia cultural abarca también al que emite el mensaje en cuestión si cree que el conflicto se arregla con más música clásica, lo que vale decir con más “alta cultura”. Pero esa emergencia también incluye a la clase política y a todos los que integramos la “diversa fauna” de la cultura, y, por supuesto, incluye también a la Universidad de la República y su magra inserción comunitaria si de música estamos hablando.

La emergencia cultural no está solamente en las barras bravas, también abarca a los artistas cada vez más individualistas que adoptan las directivas del mercado para sobrevivir; a los gestores culturales que piensan la cultura únicamente desde los modelos de negocios; a los productores que buscan rentabilidad; a los publicistas que instan a consumir objetos que no necesitamos, y hasta al público mismo, que piratea CD nacionales sin inmutarse mientras paga religiosamente su cuota de Netflix, empresa aliada de Antel que succiona millones de dólares del país para su propuesta cultural.

También es una emergencia cultural que muchas de nuestras maestras o muchas educadoras de los CAIF crean que todo lo que existe culturalmente para proponerle a la infancia está en Youtube. O que en un taller con familias de un CAIF en Barros Blancos, de 22 madres jóvenes participantes sólo una declare que le canta canciones de cuna a su hija para dormir, mientras que el resto dice que les ponen a los suyos el celular para que escuchen y juegen con Peppa Pig o el Sapo Pepe hasta dormirse. Mientras tanto, nuestras niñas y niños consumen descontroladamente reguetón en las ceibalitas, y multitudes de ciudadanos y ciudadanas desbordan los shoppings los días en que se descuenta el IVA. Los productores que usan impunemente glifosato también se suman a esa crisis cultural y quizás sean más peligrosos que las barras bravas. Invocar, en una cultura globalizada unidireccionalmente y consumista, a la “alta cultura” que supone Mozart para “domesticar” a las barras, en pos de una “nueva sensibilidad” que “solucione” la inseguridad –tal como siguiere el mensaje– es un gesto de desidia frente a la capacidad de la gente para crear y proponer.

Semióticamente hablando, respecto del consumo de “alta cultura”, después de que Leo Maslíah nos regaló su canción “El concierto”, el tema está laudado en lo que a mí respecta. Recomiendo escucharla atentamente antes de seguir promoviendo tales modelos de intervención estatal desde el Olimpo. Este planteo “colonizador” es una contundente muestra del efecto de un paradigma que ha sido nefasto para el desarrollo cultural de nuestros pueblos, no muy lejano del concepto de “civilización y barbarie” del argentino Domingo Faustino Sarmiento o de las recientes declaraciones del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, al decir que los indígenas son un estorbo para el desarrollo económico de su país.

Se replantea un conflicto que parte de un punto de vista ya muy trillado y hoy totalmente obsoleto. Después de los aportes al pensamiento cultural de un Jesualdo Sosa, un Julio Castro, un Coriún Aharonián o un Paulo Freire, hay cosas que ya no deberíamos seguir discutiendo.

Empecemos por reconocer que ese modelo oficial todavía impera en nuestra enseñanza pública y en el Estado. Y es ese modelo el que debería asumir con autocrítica que creó varias generaciones de uruguayas y uruguayos frustrados y con vergüenza de cantar individual y colectivamente hasta el himno en el estadio, a excepción de la parte de “tiranos temblad”, obviamente, pero eso es otra historia.

Así planteado, esto, a riesgo de una burda simplificación, resume una ideología que directamente ignora el valor cultural de la música popular como construcción de conocimiento. Podemos ejemplificar este modelo de esta manera: aun hoy Uruguay invierte proporcionalmente muchísimo en quien quiere tocar el violín o el chelo e infinitamente menos en quien quiere hacer murga o tocar percusión popular. Es decir, más allá de presupuestos, el Estado se siente en falta si no fomenta el estudio de la rica tradición musical europea, pero no se da por aludido cuando se le plantea que debería hacerse igualmente responsable de fomentar, en la misma medida, la difusión del arte del payador, el toque del candombe, el canto murguero, el cuarteto de guitarras, el rezongo del bandoneón o del acordeón al norte del río Negro, o de investigar qué cantan nuestros niños en sus espacios de juego.

Es marcadamente clasista y cuasi xenófobo pensar que voy a “colonizar” la “otredad brutal” de los desclasados inyectándoles “alta cultura”.

Emergencia cultural es tener al inspector nacional de música en primaria puesto por la dictadura en 1973 hasta 2005, sin que nadie se inmutara ni reaccionara por el daño profundo que hizo a nuestra infancia. Sin embargo, hoy nos rasgamos las vestiduras por la sensibilidad “brutal” de las barras bravas. También es justo decir que el sistema educativo da señales de otorgar espacios a proyectos que incluyen las lógicas de la cultura popular, como murgas jóvenes o las recientes experiencias de hip hop, que promueven el pensamiento crítico.4 Es una pena; ya no deberíamos estar discutiendo estos planteos que han causado mucho daño en el desarrollo cultural del país y de América Latina.

Sí, estoy de acuerdo en que hay una emergencia cultural. Pero no vamos a combatirla promoviendo un modelo cultural que lo que hace es poner a toda la población, y en este caso a la más vulnerable (y no me refiero sólo a lo económico) en el lugar de aquel que “no sabe” o aquel que “no tiene”.

Es marcadamente clasista y cuasi xenófobo pensar que voy a “colonizar” la “otredad brutal” de los desclasados inyectándoles “alta cultura”. Basta investigar en el país y la región para visualizar múltiples estrategias exitosas ya implementadas para trabajar con nuevas construcciones progresistas de la cultura en las comunidades, configurando nuevos paradigmas que son ciertamente más efectivos que combatir a las barras bravas con el genial Mozart. Para empezar, las barras bravas son una ínfima parte de la población que, si bien hace mucho ruido, son pocas nueces las que aportan a la cultura uruguaya. Y entre las barras bravas y la “alta cultura académica” hay un amplio espectro de genuinas expresiones culturales y artísticas que hacen al mejor patrimonio cultural de esta nación.

Pero es mucho más lo que está en juego, ya que este planteo enmascara un conflicto histórico liderado por las clases dominantes, que se sienten cuestionadas en sus valores por la capacidad imprevisible, creativa y cuestionadora de la cultura popular. Un proyecto cultural de país amplio, creativo y diverso debe partir de reconocer lo positivo y lo genuino de cada lado y concebir canales comunicantes entre ambos. Hay que promover la potenciación y no el antagonismo entre ambas formas de construir conocimiento, y eso también pasa por repensar la institucionalidad en lo cultural.

El FA logró innovar al respecto; ya desde la década de 1990 en Montevideo y en estos últimos 15 años introdujo novedades poderosas enmarcadas en la línea de la descentralización, como la de los Centros MEC, el Plan Ceibal, el programa Esquinas en Montevideo o Murga Joven (si lo vemos como modelo de participación social y cultural y no desde la estrecha lectura del concurso carnavalero). Ahora el desafío es profundizar en estos caminos que ponen a la ciudadanía como sujeto creador y actor de su propia cultura, y es un desafío poderoso y cautivante para el progresismo en un cuarto gobierno, ya que no parece que las otras alternativas que disputan el poder consideren transitarlos para –ojalá así fuera– generar políticas de Estado.

No me imagino que los jóvenes que hoy están haciendo hip hop, rap, rock, capoeira, plena, candombe, murga o samba en diferentes ámbitos geográficos y en diferentes estratos sociales cambien todo eso porque una política gubernamental les imponga Mozart. Así planteado, es una metáfora que no aporta al debate político profundo y serio que necesitamos. Abordar el tema así, tan burdamente, promueve muchas confusiones. Una de ellas es que da por hecho que lo popular es como un “sucio yuyo agreste” que nace salvajemente y que debe arreglárselas como pueda para desarrollarse, una postura que deja ese vital aspecto de la cultura del país, para al menos intentar sobrevivir, a merced de las reglas del mercado y la desigual globalización.

El Estado tiene que ser fiel de la balanza y actuar con políticas que promuevan el acceso y el desarrollo de los bienes culturales, en todas sus manifestaciones, de la forma más igualitaria y democrática posible. Debe promover el empoderamiento y la apropiación de los lenguajes artísticos en toda la población como forma de creación de éticas de convivencia y de nuevas sensibilidades.

En el espacio que existe entre las barras bravas y Mozart, Uruguay produce cosas maravillosas. Tenemos un alto nivel de originalidad y creatividad de música popular, que bien puede configurar una “marca país”. Y también grandes intérpretes de música académica. Hay que preguntarse qué es lo que precisa un pueblo en este ámbito: crear o consumir. Decía Lauro Ayestarán, ya hace mucho tiempo, que para poder crear tenés que consumir calidad y que la cultura de un país o una región se mide por “lo que produce, no por lo que consume”. Y ahí hay un gran problema, porque el mercado no promueve democráticamente el acceso a los bienes culturales, y el Estado tiene mucho por hacer para instalar la diversidad cultural como plataforma de nuevas construcciones de desarrollo social e identitarias de la población.

Resumiendo: la cultura no se lleva, la cultura se construye en colectivo y desde la diversidad, respetando, investigando y proponiendo en un tono de diálogo e intercambio, y eso es lo que necesita una sociedad para progresar vitalmente. Se construye generando inclusión, con iguales posibilidades de desarrollo para todas las formas de cultura que coexisten en un territorio, reconociendo y respetando que la cultura, en sentido antropológico y artístico, tiene otros tiempos y otras formas de desarrollo que los de la política o la educación, por lo que no alcanza con proponer un “derrame de alta cultura”. Decir “más Mozart y menos barras bravas” es como decir “¡Mirá lo que sos! Sos un desastre, pero yo te voy a proponer un modelo que te va a salvar. Sentate a mirar, a escuchar, a aplaudir y a esperar”. Lo que en cultura equivaldría a decir: vos estás muerto y no tenés nada que proponer.

Julio Brum es músico, activista cultural y docente especializado en música para la infancia.


  1. https://www.facebook.com/partidoindependiente/videos/p.448076452707082/448076452707082/?type=2&theater 

  2. Ayestarán, Lauro (2014). Textos breves. Compilación y prólogo de Coriún Aharonián. Montevideo: Ministerio de Educación y Cultura. 228 páginas. 

  3. Aharonián, Coriún (1992). Conversaciones sobre música, cultura e identidad. Montevideo: Ombú. Reeditado por Tacuabé en 2000, 2005 y 2012). Aharonián, Coriún (2004). Educación, arte, música. Montevideo: Tacuabé. Reeditado en 2013. 

  4. https://www.anep.edu.uy/destacada-1-noticias-dsie/talleres-hip-hop-para-j-venes-promueven-pensamiento-cr-tico?fbclid=IwAR0-DGVgV-ZZta2EfDujo5Es4qirMvFiZ_vEEm9OnbwcZKRRa--pNpe1huE