Con esta frase, William Shakespeare, en Hamlet, plantea una de las preguntas filosóficas esenciales y existenciales que nos interpelan. Ahondando un poco en ella, surge que ser trae consigo para qué, por qué y cómo ser; o sea, no sólo existir, sino los contenidos, objetivos y acciones de la propia existencia. También René Descartes disparaba un planteo desde otra perspectiva filosófica con su frase “Pienso, luego existo”; o sea, no sólo el hecho de existir, sino de existir con ideas, dignidad, felicidad, pensamiento, ser para algo y con contenido en la propia vida. Si venimos a épocas contemporáneas, en Las intermitencias de la muerte José Saramago nos plantea la valoración de todas las cuestiones de la vida y la sociedad, de pensamientos y experiencias, por la propia existencia de la muerte como parte de la mismísima vida, esencialmente como su final, o no final. Podríamos llegar luego de algunas de estas preguntas, que abren muchas otras preguntas, y según los sistemas de creencias personales, sociales y culturales, a que vale la pena vivir la vida con alegría, ideas, sustancia, dignidad, felicidad, sin sufrimiento, y a que también a la muerte vale la pena vivirla –valga el oxímoron– con los mismos atributos; la vida y su muerte, entonces, como derecho de las personas y no como una obligación sin sentido de ser.
Una muerte digna, resumiendo como dignidad un concepto y una valoración extremadamente personales, y por tanto subjetivas de cada persona, de acuerdo con su historia, sus valores, creencias y demás, debería ser pensada desde una perspectiva filosófica de forma liberal, o sea, decidida con libertad y sin imposiciones. Así las cosas, morir con dignidad y libremente debería considerarse un derecho de las personas. En una época en la que hemos avanzado legislativamente en la agenda de derechos, desde la interrupción voluntaria del embarazo hasta el matrimonio igualitario, la regulación del cannabis, la inclusión e integración de las personas transgénero y otros, muchas personas creemos que avanzar en un marco legislativo hacia una muerte digna, incluyendo cuidados paliativos, eutanasia y suicidio asistido, es no sólo una necesidad, sino un derecho que no tenemos y debemos conquistar.
Nuestra sociedad, con el bagaje cultural propio de una mezcla de unos pocos autóctonos y muchos inmigrantes, cultura mixturada, tiene una historia de “vanguardia” en esta temática. Si comenzamos en el siglo XIX existían despenadoras, que eran personas que acudían a quitar penas, sufrimientos y dolores o agonía cuando no existían más posibilidades de vida digna; figura histórica de una cultura que avanzó. Ya en el siglo XX, más precisamente en 1934, el Código Penal (de avanzada para la época) consolidó la figura del homicidio piadoso, eximiendo o atenuando las penas cuando se tratase de una muerte a solicitud expresa y reiterada de una persona por sufrimiento insoportable o “piedad”. Si seguimos avanzando en materia de derechos, ya con gobiernos de izquierda en este siglo, en 2008 se legisló sobre los derechos de los usuarios y se mejoró en lo referente a la autonomía de las personas para definir sobre sus propios procesos asistenciales, diagnósticos y terapéuticos. En 2009 se legisló sobre la voluntad anticipada para evitar procedimientos invasivos. A esto se sumó la avanzada agenda de derechos legislada en nuestro país en los últimos años, ya mencionada. A su vez, también hubo un desarrollo de los cuidados paliativos, como especialización sanitaria de acompañamiento y ayuda profesional y como técnica transdisciplinaria, con amplia cobertura y desarrollo, aunque reste un trecho por andar. Sin embargo, no todo es luz y progreso; existe también en el Código de Ética Médica (que tiene carácter de ley) la prohibición de la eutanasia y alguna mención negativa en la ley de voluntad anticipada.
Si analizamos el contexto internacional vemos que la regulación, despenalización o reglamentación de la eutanasia y el suicidio asistido se ha materializado esencialmente luego de los años 2000, ya sea en países de Europa (Suiza, Holanda, Bélgica, Luxemburgo), varios estados de Estados Unidos o en Colombia, mediante un fallo de la Corte Suprema de Justicia. También ya están los debates instalados en los parlamentos de Chile, Portugal y España. Vale mencionar que en algunos de estos países han intentado llevar la discusión a contraponer cuidados paliativos y eutanasia o suicidio asistido, cuando en realidad son procesos o posibilidades de muerte digna diferentes o complementarios pero no contrarios, ya que su objetivo central es la muerte con dignidad y sin sufrimiento ni dolor. Contraponer cuidados paliativos a otros procesos de muerte digna es sólo un artilugio del discurso de quienes intentan disfrazar de asesinos a quienes defienden los derechos de las personas a definir el final de su vida acorde con su juicio y con sus creencias, sin imposición social ni cultural de otros. Así, hay quienes pensamos que la eutanasia se trata en última instancia del mayor grado de empatía que puede tener un profesional médico con una persona, despojándose de todas sus mochilas, para realizar lo que ella considera lo mejor para el final de su vida; podría hasta considerarse un acto de amor.
La eutanasia, muerte provocada por un profesional a expresa voluntad certificada y verificada de una persona porque cree (o creyó, si lo consignó previamente como su voluntad) que el sufrimiento, dolor o padecimiento hace que su vida ya no sea digna de ser vivida, que la considera como un derecho y no como una obligación, que no quiere ser sobrecarga psicológica, material ni económica para su familia o para la sociedad, bien regulada, debe ser un derecho que tengamos las personas; debemos ampliar las libertades sin imposiciones, en un contexto de regulación y garantías. El suicidio asistido, como la muerte provocada por la propia persona pero asistida desde el punto de vista profesional para que suceda sin el sufrimiento, agonía o dolor que puede ser la asfixia de un ahorcamiento o la agonía de un balazo o de un ahogamiento, también debería ser un derecho de las personas.
Este tema, que trata de cómo vivimos el final de nuestras vidas, o sea la muerte, que la desenmascara y deja que hablemos de ella sin cucos ni miedos, debería ser parte de un debate que demos socialmente, porque nos daría mayores certezas de no sufrir ni que otros sufran por nosotros en los procesos de fin de la vida. Sobre el derecho de los profesionales que no quieran hacerlo, claro que podrán objetar conciencia, pero habrá que asegurarse de que otros sí realicen estos procedimientos, porque cuando se legisla se piensa en los derechos de la población en su conjunto. Por eso es que esto es un debate de todas y todos. Hace poco más de una década Uruguay se ubicaba con poco más de 60% de aprobación de la eutanasia en un estudio de Latinobarómetro, y es posible que si se debate el tema, esta cifra pueda ser aun mayor en la actualidad.
En un país laico hace más de 100 años, de progreso y vanguardia en muchos temas en los últimos 15 años, el debate sobre una eventual “ley integral para una muerte digna” que incluya la universalización y sistematización de los cuidados paliativos, la regulación de la eutanasia y la despenalización del suicidio asistido debería darse desde la sociedad organizada y hacer eco en el cuerpo de legisladores y legisladoras, para así ver a la muerte como un derecho. La muerte no debe escapar, como último suspiro material que dejamos en la tierra y en el aire, a vivirse con derecho y dignidad. Todo lo otro que somos seguirá siendo en los recuerdos, acciones y emociones de quienes fueron nuestra compañía en vida, hasta la muerte digna.
Federico Preve Cocco es médico neurólogo.