En general, todos tenemos un poco de esa haraganería mental que nos lleva a ver las cosas del mundo quietas. El movimiento incomoda. Es más fácil, más cómodo, fijar y recordar las fotografías que la película. Persiste en nosotros una tendencia, que nos viene del pasado de nuestra especie, a quedarnos con la visión cercana en el tiempo y en el espacio. Nos cuesta remontarnos a las causas más lejanas, más profundas, de los fenómenos y tendemos a olvidar los hechos que se relacionan con ellas. Aquel gran pensador que fue Goethe decía: “Tendemos a ver la causa cerca del efecto”.

Todo esto se junta cuando viene alguien a sugerir una propuesta de gobierno y entre los que lo oyen hay gente que no conoce los antecedentes y otros que han vivido experiencias anteriores, pero ya no las recuerdan. El caso de la propuesta referida a bajar el número de funcionarios públicos que viene por boca de Ernesto Talvi desde el Partido Colorado (PC) generó, naturalmente, respuestas negativas. Según los críticos, el proponente debería ser más claro en cuanto a qué sectores del Estado serían objeto de su recorte, debería compatibilizar esos puestos de trabajo perdidos con sus propuestas para generar otros, y algunas cosas más. Pero fuera del debate han quedado los antecedentes de la propuesta.

El PC ha llevado más de 100 años aumentando excesivamente el número de funcionarios públicos para mantener la clientela del partido. Fueron los tiempos de la tarjeta del club político que permitía al adherente no sólo hacer trámites preferenciales en la administración pública, sino también ingresar a ella como funcionario, sin concurso alguno. Tiempos en que el Partido Nacional se sumó al reparto, habilitado por el acuerdo del “tres y dos” en los órganos de gobierno. Los tiempos de los concursos recién vinieron con el Frente Amplio (FA). Hace poco, pero ya hay gente que lo ha olvidado.

Pues bien, aquel aumento excesivo del número de funcionarios era notorio para el público que entraba en cualquier dependencia del Estado a hacer un trámite. En la década de 1960, quien esto escribe vio cuatro personas apretadas detrás del mostrador de recepción de la Imprenta Nacional, donde resultaba evidente que con uno –generosamente dos– alcanzaba muy bien y que el espacio para cuatro era alarmantemente escaso.

Es evidente que este sistema de ingresos por clientela obligaba a los jefes administrativos a inventar tareas inútiles para ocupar a esa gente de más que les mandaban. Implicaba también un ritmo con cierta tendencia a la lentitud, que se hizo cultura. El aparato del Estado creció para bien en muchos aspectos, pero con el lastre de la discrecionalidad comprometida con la clientela partidaria. La eficiencia no era una aspiración. Es muy claro que no puede ser muy eficiente una empresa que contrata y organiza el personal de esa manera.

Años después, en las décadas de 1980 y de 1990, las potencias capitalistas requirieron nuevas áreas de la economía mundial para ubicar los capitales excedentes de las grandes corporaciones. Entonces pusieron de moda la privatización de las empresas de los estados en todo el mundo, en particular, en nuestro continente. Del Río Bravo al sur, la mayoría de los mandatarios confluían en un idéntico discurso: privatizar, flexibilizar, desregular.

Aquí la dictadura cívico-militar abrió el camino y los gobiernos blanquicolorados que la siguieron entraron por el mismo aro. Fue en ese momento que se les despertó la preocupación por la eficiencia. Descubrieron que las empresas estatales montadas sobre el sistema de clientela no eran eficientes. Había que venderlas, porque se supone que la empresa privada sí es eficiente. “Hay que vender lo que el Estado hace mal”, decía Luis Lacalle Herrera.

Cuando el FA asumió el gobierno de Montevideo, la IM tenía 13.200 funcionarios. Hoy, con un departamento que tiene una infraestructura largamente superior, tiene alrededor de 8.000.

Es así que se planteó la venta de varias empresas públicas, que podría haber sido mayor si no los hubiéramos parado con un referéndum. El costo económico y social de las privatizaciones, flexibilizaciones y desregulaciones se pudo ver pronto en todo el continente; fue tanto más grave cuanto más amplia fue la liberalización en cada país. A pesar de los fracasos notorios, la misma intención vuelve. El achique del Estado ahora es parte de la recurrente receta que pone al mercado como director de políticas.

Pero volvamos a los funcionarios. No hace falta remontarse al pasado para comparar políticas de ingreso y de gestión de personal. Las intendencias frenteamplistas gestionan de una manera, y las blancas y coloradas, de otra.

Cuando el FA asumió el gobierno de la capital, la Intendencia de Montevideo (IM) tenía 13.200 funcionarios. Hoy, después de 28 años de gestión frenteamplista, con un departamento que tiene una infraestructura largamente superior, tiene alrededor de 8.000. Montevideo es el departamento que tiene menos funcionarios en relación con la población: uno cada 156 habitantes en 2016. Ese año había departamentos con un funcionario para menos de 40 habitantes. Los cargos de confianza política siguen igual orientación: Montevideo tiene uno cada 30.000 habitantes, y Cerro Largo, uno cada 513 para la misma fecha. En Montevideo se provee por concurso 82% de los cargos; hay seis intendencias en las que no existe concurso alguno y en la de Artigas se ha concursado para 1% de los cargos. La IM ha tenido reestructuras importantes desde que gobierna el FA, y hoy cuenta con una sólida estructura de cargos, bien definidos en sus funciones y líneas claras de ascenso para el personal. En cambio, hay intendencias en las que, al cabo de más de un siglo, no se ha llegado a una estructura funcional medianamente racional. La discrecionalidad sigue siendo norma y la clientela no se extingue.

Para evaluar propuestas e intenciones, es necesario mirar hacia atrás y hacia el costado. Quien no lo haga apostará en una ruleta en la que hay muchas opciones y sólo una que sirve.

Américo Rocco es arquitecto y fue director de la División Saneamiento de la Intendencia de Montevideo.