El miércoles 15 de enero culminó otro Carnaval de las Promesas, esa fiesta popular invisible para un gran porcentaje de la población de Montevideo –más aun si lo pensamos a escala país–, pero muy fuerte, intensa y maravillosa para esos más de 1.100 niñas, niños y adolescentes, de entre cinco y 18, que tomaron posesión del Teatro de Verano y animaron las noches de diciembre y enero.

El Carnaval de las Promesas, para sorpresa de varios, tiene más de 30 años de existencia. Como muchas cosas buenas en este país, vino después de la dictadura, en los primeros años de democracia. Amateur de lo amateur, fue ganando terreno con los años, en una especie de doble rol: una función de política social y militancia barrial para algunos; una preparación para el carnaval mayor para otros.

Este carnaval al que me tocó volver como jurado es muy distinto del que conocí hace más de diez años. Es un carnaval más sano y auténtico, porque los propios gurises están más empoderados. Este año vi conjuntos que apostaron a sus componentes como los creadores del espectáculo; mediante talleres, o por el mecanismo que sea, aparecen como letristas, coreógrafos, arregladores corales, iluminadores, etcétera. Hablo de propuestas como las de la revista Dulcinea, la murga de Tala Chin Pum Fuera, la murga La Zafada y los parodistas Quijotes.

En renglón aparte se puede mencionar al espectáculo de Diablitos Verdes, cuyo director escénico, Gabriel Pereira, escribió los textos, pensó los arreglos y armó la puesta en escena. Eso le imprimió al espectáculo una autenticidad discursiva única. Estos y estas murguistas cantan lo que realmente le preocupa a su generación, con estrofas que resumen las concepciones de antes y de ahora sobre la niñez: “Cada vez hay menos picaditos en las calles, pero el Play está llenito de finales” (murga Diablitos Verdes, 2020). No en vano desde el jurado reconocimos a Pereira como uno de los artistas destacados, una nomenclatura más humana, sensible y amplia que la versión de máxima figura del Carnaval mayor; además, Diabitos Verdes fue reconocido como uno de los conjuntos más representativos del espíritu del Carnaval de las Promesas.

El otro carnaval, #Loqueseviene

La calidad de los espectáculos es muy diversa; como en toda competencia, hay competidores de distinto talante y rendimiento. Hay espectáculos que se han destacado por las voces, las coreografías y bailes, algunos por despliegues escénicos increíbles.

La presentación de los parodistas Quijotes está al nivel de la espectacularidad del Carnaval mayor, y quizás muchos desearían tener esa apertura de telón, con el virtuosismo que mostraron esos jóvenes para cantar, bailar, colgarse desde el techo del teatro, actuar arrodillados, etcétera. Reconocido como uno de los dos mejores elencos del Carnaval, las y los componentes de Quijotes bailan, cantan y actúan de manera formidable. Rompen, al igual que la mayoría de los parodistas de las promesas, con la regla de agrupar entre quienes actúan, bailan y cantan; esa tríada absurda que se repite cada febrero.

Quizás la categoría de parodistas del Carnaval mayor sea hoy día la categoría más conservadora y, por ende, la que menos cambios sustanciales ha sufrido. Un par de datos simples para ilustrar lo lento de los cambios: la mujer se incorpora a cuentagotas; ni siquiera podemos decir que está subrepresentada, porque su presencia es ínfima. Los parodistas mayores continúan apostando a grandilocuentes presentaciones o despedidas, a solistas con vibratos que cantan desde la platea, a historias melodramáticas llevadas al extremo, al humor jugado a dos o tres figuras, y al chiste. Al despliegue visual sobre el contenido.

Del otro lado del mundo, en el Carnaval de las Promesas las protagonistas han sido las mujeres. Se han visto elencos más que paritarios, en los que las niñas y jóvenes aparecen como la voz principal, la figura o la actriz. Pero además, han sido transgresores, y han creado una estética delicada en una categoría más bien grotesca.

En este Carnaval de las Promesas, por ejemplo, un conjunto nuevo trajo novedades interesantes: Los Celestinos. Hace 15 años, el reglamento de las Promesas prohibía el travestismo, amparado quizás en una buena intención de favorecer los papeles femeninos interpretados por mujeres. Eliminada esta prohibición, aparecieron propuestas como la de Los Celestinos, que llevan el cambio de género un paso más. Sin problemas, uno se encuentra viendo en el espectáculo a mujeres que hacen papeles de hombres, y hombres que hacen papeles de mujeres. En ningún caso se apela al ridículo, en ningún caso se hace para denostar o construir una visión grotesca desde el género opuesto, sino más bien como una circunstancia casual del reparto, como un juego, con naturalidad. En una coherencia estética difícil de encontrar en el Carnaval mayor, presentan su vestuario de despedida no sólo con la tónica del espectáculo navideño del Grinch, sino diseñados de forma tal que mezclan calzas polleras y colores, en una cuestión andrógina. No necesitaron hacer una sola mención a este tema en el espectáculo, no hicieron una canción lenta ni bajaron a la platea para hablar del género: sólo se subieron, se divirtieron y se bajaron.

A diferencia de lo que muchos pueden llegar a pensar desde el más básico prejuicio, el Carnaval de las Promesas puede dar muchas lecciones al mayor sobre cómo hacer bello un espectáculo desde lo más simple.

Otro ejemplo es el de la revista Dulcinea, que no sólo se destacó por su texto colectivo, auténtico y de un humor creativo. Lejos de los trucos y las coreografías arriesgadas con elementos extravagantes, lejos de los solos a cargo de los bailarines principales, Dulcinea regaló uno de los mejores momentos, con una simpleza inimaginada en esta categoría. La cantante se sentó en un costado del escenario, sin mirar al público, sino hacia una diagonal del teatro. Guitarra en mano, tocó y le cantó una canción de amor a la Luna (porque tenía que ver con su espectáculo), y los demás componentes simplemente empezaron a pararse. Es cierto, está leyendo bien: una revista se arriesgó a hacer una canción simple, con gente parada mirando para el costado, y una sola bailarina que se movía entre los demás de forma delicada. Todos y todas las componentes mirando hacia el mismo costado, lograron que realmente uno pudiera ver la Luna, sin efectos, sin artilugios, sólo con la voluntad de los componentes, que realmente creían en lo que estaban viendo.

Todo va a rodar al vertedero

El espectáculo de la murga La Zafada, a la postre ganadora del Carnaval de las Promesas 2020, tuvo a dos de sus componentes (Facundo Pérez y Lucas Bueno) participando en el armado de los textos y del espectáculo. Sitúan al espectador en un vertedero, y como todo se descarta y se tira, la murga también es tirada a la basura. Lejos de los trajes coloridos y grandes, lejos del lenguaje y los versos rimbombantes, lejos de todo código de una murga murga, están sucios, tirados en el escenario, con una propuesta estética de “porquería”.

Con el tema del reciclaje y la ecología de fondo, la murga aprovecha para ponerse política, en un discurso propio de las generaciones más jóvenes. La murga, en una especie de reinvención de un viejo formato, propone el cuplé “Los pañales”. Emulando aquellos cuplés ochentosos en los que un cupletero interpretaba a un colchón y contaba las penas de ese objeto inanimado, pusieron a los más pequeños de la murga –estamos hablando de niños de entre cinco y diez años– a hacer de pañales. En la primera parte el culpé es parecido a lo conocido, pero aprovechan para destilar dardos ideológicos: en un contexto en el que los políticos de las viejas generaciones quieren borrar la ideología, estos jóvenes componentes autores de su libreto cantan ideológicamente. Dicen en el estribillo del cuplé: “La sociedad, su suciedad / no es solamente tirar al tacho y nada más. / Hay suciedad que está acá [se tocan la cabeza], / es más difícil, lleva más tiempo para limpiar” (murga La Zafada, 2020).

El cuplé que nos sitúa desde la voz de los pañales usados y tirados en el vertedero pasa de lo aparentemente naïf al análisis crítico entre ecología y género. Los pequeños murguistas comienzan a cantar sobre cómo antes se contaminaba menos con los pañales de tela, que se podían volver a usar, a diferencia de los descartables que se usan en la actualidad. Mientras el espectador espera la reflexión ecológica obvia, estos pequeños murguistas intercalan la mirada de género sobre los roles de la sociedad, para poner en duda también “las bondades del mundo de antes”: “Pero la cosa no era tan simple, te contaré: / esos pañales llevaban horas para lavar, / “lógicamente” la que lavaba era la mujer / mientras el hombre tomaba mate mirándola” (murga La Zafada, 2020).

Más que lamentar que estos espectáculos pasen desapercibidos para una inmensa mayoría, quiero pensar que este es el carnaval que se viene.

El espectáculo de La Zafada es poesía. Poesía desde la basura, desde el fango del macadam; una poesía ideológica y política, acorde a la edad. Quién dice que un niño o un adolescente de 15 años no puede tener un posicionamiento o una postura política frente a la vida. Desde lo más escatológico de un pañal pasan a hablar de la “caca en la cabeza” y juegan, en la reflexión del cuplé, con la sonoridad de sociedad-suciedad.

Cuando esa murga en la basura se prepara para rematar el espectáculo, viene uno de los momentos textuales más bellos del carnaval en general. Como tantas veces lo han intentado hacer otros, estos jóvenes, estas niñas se proponen definir el significado de la palabra “murga”. Si esto hubiese ocurrido en febrero en alguna murga de las grandes, pronto sería un himno ineludible. No vale la pena que describa lo que ellos quisieron decir; es mejor transcribirlo para que lo lean, para que todos lo lean y se dejen llevar por las palabras. Basado en el tema “Patria”, de Rubén Blades: “No es una ciencia, es un arte. / No se razona, se siente. / Es su escenario la calle, / protagonista la gente. / La murga sólo se entiende / cuando se vive por ella, / cuando siento que en mis venas / llevo mi sangre murguera. / Es por esto que la murga, / murga, son todas cosas bellas” (murga La Zafada, 2020).

Ser feliz era esto

En un Carnaval mayor en el que los parodistas eligen parodias aún pensando en el despliegue visual que les puedan proporcionar, los parodistas Buby’s Bis optaron por una pequeña novela del argentino Eduardo Sacheri, Ser feliz era esto. Parece casi impensado que un dueño del Carnaval mayor opte por una novela urbana, actual y simple. Los Buby’s Bis pusieron por delante el discurso y el tema para hacer el espectáculo. Una novela sobre una adolescente de 14 años que busca a su padre que no conoce, tras la muerte repentina de la madre. Este espectáculo puso en escena tópicos y acciones que nunca pensé que iba a ver en las Promesas ni, por definición, en un parodista.

Hablaron del suicidio, de hijas que buscan a sus padres, de las relaciones increíblemente volubles de los padres con sus hijos, y de las problemáticas de las relaciones de pareja. La pregunta era cómo una novela de pocos personajes iba a ser representada por un elenco de más de 27 jóvenes. La solución creativa colocó el espectáculo en un nivel nuevo de construcción narrativa. Decidieron contarla como un conflicto de distintas compañías de teatro; no había sólo una Sofía que buscaba a su padre Lucas, había cinco Sofías: una Sofía dramática, otra clown, otra que actuaba en inglés, otra musical y, por supuesto, la neutra. En una batalla de compañías teatrales que se disputaban la historia, los distintos momentos se contaban desde los estilos de esas compañías que pugnaban en el escenario. Nunca había visto una parodia semejante.

En una categoría tan estridente, en la que los grandes conjuntos buscan llenar el espacio del teatro de Verano, en una especie de Diógenes escénico, de colores, trastos y actores, esta puesta en escena dejaba vacíos, porque esos personajes tenían vacíos existenciales. Y lograban momentos de intimidad increíblemente poéticos, tan sólo en un costado del escenario y con un seguidor. Cuando la transgresión a los códigos de la categoría ya parecía haberlos superado a todos, se animaron a lo imposible: una cantante, parada sobre una tarima, detrás de los actores, que estaban a un costado del escenario y en diagonal, canta e interpreta uno de los momentos más bellos que se haya visto en el Ramón Collazo. En un carnaval en el que a los cantantes se les suele indicar pararse delante, en el medio y en el proscenio, donde los bajan todo el tiempo del escenario, los Buby’s Bis los pusieron a un costado a recitar un poema. Dos bailarinas, luego todos, y luego una, quedaron interpretando, sin música, el recitado del poema. Jamás había pensado que un parodista pudiera detener el vértigo espectacular de una parodia para recitar un poema y para bailarlo. No fue necesaria una música de fondo melancólica, no se precisó un quiebre en la voz de una actriz, no hizo falta llorar para emocionar, para llenar todo de belleza.

Pero más que lamentar que estos espectáculos pasen desapercibidos para una inmensa mayoría, quiero pensar que este es el carnaval que se viene. Que las murgas, los parodistas, humoristas, revistas y lubolos tienen mucho más para decir y para hacer que las fórmulas de siempre. Que estas búsquedas artísticas son la previa de lo que en poco tiempo llegará a los tablados en febrero.

Invito a quienes puedan y quieran a pegarse una vuelta en los próximos diciembres o eneros por el Teatro de Verano y dejarse sorprender. A veces la belleza viene en envase pequeño.

“El mundo necesita sensibilidad, empatía. / No necesita un par de corbatas que te digan qué tan bien o mal viene la economía, / el mundo necesita que los niños sigan inocentes, / necesita muchos más jóvenes que griten y muchos menos presidentes. / Si tuviera la oportunidad de nacer de nuevo en este mundo, seguramente lo elegiría, / porque sé y pongo las manos de que, en este mundo, cada vez va a haber más... poesía” (parodistas Buby’s Bis, 2020).

Maximiliano Xicart fue jurado de textos del Carnaval de las Promesas, edición 2019-2020.