Durante los últimos años, las consecuencias negativas del capitalismo neoliberal se han vuelto imposibles de ignorar. Contribuyó a acontecimientos traumáticos tales como la crisis financiera de 2008, así como a otras tendencias destructivas a largo plazo tales como la inequidad creciente, un menor crecimiento, un monopsonio en aumento y mayores brechas sociales y geográficas. Además, su impacto no se ha limitado a la esfera económica: estos hechos y tendencias han tenido también una influencia nefasta en las sociedades y las democracias occidentales. Como resultado, han proliferado las críticas abrumadoras al capitalismo neoliberal por parte de académicos, políticos y analistas.

Sin embargo, si el propósito no es limar los bordes ásperos del neoliberalismo, sino transformarlo de manera fundamental en un sistema más equitativo, justo y productivo, se necesita algo más que un reconocimiento de sus imperfecciones y desventajas. Como dice el viejo refrán, “no se puede derrotar algo con nada”.

Un proceso de dos etapas

Para comprender lo que demandaría librarnos de las ideas y políticas neoliberales que han afectado negativamente las economías, las sociedades y las democracias occidentales durante décadas, necesitamos recordar cómo ocurren las transformaciones ideológicas. El ascenso y la caída de los paradigmas y las ideologías económicas se pueden conceptualizar como un proceso de dos etapas.

En la primera etapa crece la insatisfacción hacia una ideología dominante, o el reconocimiento de su inadecuación. Estas carencias percibidas crean el potencial –lo que los cientistas políticos llaman “espacio político”– para el cambio. Pero incluso una vez que ese espacio se abre, queda la pregunta de si otra ideología –y, de ser así, cuál– reemplazará a la antigua. Para que se derrumbe una ideología existente, las cosas deben progresar más allá de la etapa en que se la critica y ataca, a una segunda etapa en que una nueva ideología más plausible y atractiva emerge para reemplazarla.

Este proceso se refleja con claridad en el surgimiento del propio neoliberalismo.

Durante el período de posguerra, reinó en Europa occidental un consenso socialdemócrata. Se basaba en un compromiso: se mantenía el capitalismo, pero era un capitalismo muy diferente de su homólogo de principios del siglo XX. Después de 1945 los gobiernos de Europa occidental prometieron regular los mercados y proteger a los ciudadanos de las consecuencias más desestabilizantes y destructivas del capitalismo por medio de una variedad de programas sociales y servicios públicos.

Durante décadas, este orden funcionó bastante bien. Por cerca de 30 años luego de la Segunda Guerra Mundial, Europa occidental experimentó el crecimiento económico más acelerado de su historia y por primera vez la democracia liberal se convirtió en la norma en toda la región.

Sin embargo, a partir de la década de 1970, este orden comenzó a toparse con problemas, cuando una mala combinación de inflación creciente, aumento del desempleo y crecimiento lento –“estanflación”– se extendió por las economías de Europa occidental. Estos problemas crearon el potencial, una apertura política, para el cambio. Pero para que esto pudiera explotarse, era necesario un retador. Ese retador, por supuesto, fue el neoliberalismo.

Alternativa preparada

Durante las décadas de posguerra, una derecha neoliberal había estado reflexionando sobre lo que percibía como las desventajas del consenso socialdemócrata y sobre lo que debería reemplazarlo. Estos neoliberales ganaron poco terreno antes de la década de 1970, ya que el orden de posguerra estaba funcionando bien y, por lo tanto, había poca demanda de un cambio fundamental. Sin embargo, cuando aparecieron los problemas y el descontento, los neoliberales estaban preparados, y no sólo con críticas sino también con una alternativa.

Si el propósito no es limar los bordes ásperos del neoliberalismo sino transformarlo de manera fundamental en un sistema más equitativo, justo y productivo, se necesita algo más que un reconocimiento de sus imperfecciones.

Como lo planteó Milton Friedman, el padrino intelectual de este movimiento, “sólo una crisis –real o percibida– da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelva políticamente inevitable”. Que la izquierda, en ese momento, fuera incapaz de ofrecer explicaciones definidas o soluciones viables para los problemas que enfrentaba el orden socialdemócrata facilitó el triunfo del neoliberalismo.

Ese triunfo también fue facilitado y cimentado por un proceso deliberado de difusión ideológica. Los preceptos centrales del neoliberalismo se volvieron ampliamente aceptados entre los profesionales de la economía, y think tanks y programas educativos ayudaron a difundir ideas neoliberales en las comunidades encargadas de la elaboración de políticas, las comunidades del derecho y otras.

Este proceso de difusión fue tan generalizado y eficaz que arrasó también con los partidos de la izquierda. Stephanie Mudge mostró que, para fines del siglo XX, los economistas keynesianos que dominaban la elaboración de políticas económicas en la mayoría de los partidos de izquierda durante la posguerra habían sido reemplazados por “economistas orientados a las finanzas trasnacionales” y productos de los think tanks neoliberales, que se consideraban a sí mismos intérpretes de los mercados y percibían su misión en términos tecnocráticos y de eficiencia, lo que empujaba a la izquierda a adoptar la globalización, la desregulación, la retracción del Estado de bienestar y otras reformas.

En los años que condujeron a la crisis de 2008, las voces que se opusieron en forma enfática a la ideología neoliberal reinante fueron pocas y aisladas. Como lo plantearon Marion Fourcade y Sarah Babb, durante este período el triunfo del neoliberalismo “como una fuerza ideológica” era completo, “en el sentido de que ‘no había alternativas’ simplemente porque todos creían en y actuaban de acuerdo con creencias [neoliberales]”.

Oscilación pendular

La crisis financiera y el creciente reconocimiento de las consecuencias negativas a largo plazo del neoliberalismo han hecho que ahora el péndulo regrese a la posición original. Una apreciación amplia de que muchas ideas y políticas impulsadas por los neoliberales desde la década de 1970 son responsables de la confusión económica, política y social en que se encuentra Occidente ha abierto un espacio político para la transformación. Pero para que eso ocurra sería necesario que la izquierda estuviera lista con una alternativa, no sólo con críticas.

Es absolutamente posible que un número creciente de personas tome conciencia de los problemas de un orden existente, debilitándolo pero tal vez no causando aún su colapso y reemplazo. En verdad, esos períodos tienen un nombre: interregnos. Históricamente, los interregnos se ubicaron entre el reinado de un monarca y el siguiente; ante la falta de líderes fuertes y legítimos, a menudo estos períodos fueron inestables y violentos.

Desde una perspectiva contemporánea, un interregno es un período en el que un viejo orden se está derrumbando pero todavía no ha tomado su lugar uno nuevo. Como en el pasado, sin embargo, esos períodos tienden a ser desordenados y volátiles. O como lo expresó Antonio Gramsci en forma más poética –reflexionando en 1930 desde su celda sobre cómo el fascismo, y no la izquierda, había sido el beneficiario de la crisis del capitalismo en Italia–, durante los interregnos “aparece una gran variedad de síntomas morbosos”.

Que se puedan trascender los muchos “síntomas morbosos” –económicos, sociales y políticos– que caracterizan la era presente va a depender de si la izquierda es capaz o no de ir más allá del ataque al neoliberalismo. Tiene que inventar alternativas viables, atractivas y diferentes, y luego construir apoyo para ellas.

Sheri Berman es profesora de Ciencia Política en el Barnard College de Nueva York. Esta columna fue publicada originalmente en Social Europe, IPS Journal y Nueva Sociedad. Traducción: María Alejandra Cucchi.