El miércoles 7 de octubre, el ministro de Educación y Cultura, Pablo da Silveira, publicó una columna en la diaria respondiendo a una nota de opinión de mi autoría publicada en este medio el sábado 3. El punto de discordia es mi forma de recordar lo que él escribiera en el diario El País en diciembre de 2018. Mientras yo afirmé que el ministro decía que “los Centros MEC escondían comités de base disfrazados bajo el manto de la cultura”, Da Silveira me recuerda que él escribió que había centros que generaban reconocimiento local al tiempo que otros “son vistos como comités de base apenas disfrazados”. A continuación dice que esas valoraciones que otros hacen son discutibles, porque no hay evaluación de impacto del trabajo realizado por los Centros MEC.

Tiene razón el ministro. Conocí a Da Silveira en 1984, militando en el movimiento estudiantil. Merece el esfuerzo de mi mejor interpretación de sus palabras.

Pero tengo derecho a decir que su aclaración sobre un punto menor (si era su opinión o sólo recogía opiniones ajenas en ese texto) hace más estruendoso su silencio sobre otras cosas que afirmo en la nota.

En su respuesta, Da Silveira no dice qué va a pasar en las decenas de localidades en las que se cerró el Centro MEC en marzo y en las que no se prevé crear un “Centro Nacional”. No aclara qué va a pasar con cientos de trabajadores de la dirección que están sin tarea desde hace seis meses. Pero mucho más preocupante todavía es que no niegue la frase siguiente a la cuestionada: “Las palabras del ministro reflejaban el estado de ánimo en filas de algunos intendentes del Partido Nacional, que nunca habían aceptado la presencia en ‘su’ territorio de una institución estatal que no se regía ni por las tradiciones burocráticas ni por las tradiciones caudillistas”.

Da Silveira no discute esa frase porque sabe, tanto como yo, que el poder tradicional del Partido Nacional en los pequeños pueblos y en gran parte del país se basa en el reparto de los derechos de los ciudadanos como si fueran dádivas de los caudillos. La llegada de la electricidad, el espectáculo musical para el beneficio de la escuela o el pago de un ómnibus para transportar a los integrantes de un ballet folclórico hasta otro pueblo no eran derechos; eran concesiones del caudillo benévolo.

Los 15 años de gobiernos frenteamplistas intentaron romper esas lógicas, otorgando derechos de forma genérica, acercando la institucionalidad del Estado a todos los rincones, creando ciudadanía y no vasallaje.

Que el ministro no desmienta mis afirmaciones sobre la forma de articular poder de su partido me hace menos amargo el trago de reconocer que, sintácticamente, le asistió razón en lo que me criticó.

Roberto Elissalde es docente de la Facultad de la Cultura de la Universidad Claeh y dirigió los Centros MEC desde 2007 a 2015.