El discurso público pone en juego palabras que aluden a colectivos, “los estudiantes”, “los adolescentes”, como si un único vocablo pudiera dar cuenta de una variedad indisimulable de características de todo tipo que son connaturales a la persona humana, de biografías variadas, de presentes diversos contra los que lucharemos –al menos, algunos de nosotros– para que se forjen futuros distintos a los que parecen inexorablemente previstos.

¿Quiénes son los y las estudiantes, los y las adolescentes?

Muchos vienen de lejos, de mudanza en mudanza. Otros, de familias prestadas. Para ellos, ellas y otros tantos, el liceo es su espacio, su lugar.

En el imaginario de una buena parte de la sociedad, los liceos son sólo espacios donde se dicta clase de las asignaturas curriculares; sin embargo, los que habitamos los centros educativos en forma cotidiana sabemos que son mucho, muchísimo más que eso. Para un buen caudal de adolescentes el liceo es el espacio para olvidar lo que pasa en casa. Es el escenario de encuentro con otros adolescentes y también otros adultos que hablan otros lenguajes, que tienen otro modo de mirar la realidad, de abordar los conflictos, porque allí el suelo resbaladizo de barro se transforma en un sólido piso de baldosas. Por eso vienen desde tan lejos, aunque no les toque venir ese día y aunque en estos tiempos de coronavirus tengan clase sólo por un ratito. Vienen a descansar problemas. Porque es necesario que todos sepamos que algunos se saltean, sin desearlo, el desayuno, otros, el almuerzo, y es el dolor de cabeza o el de panza el que hace que los docentes nos demos cuenta de que es necesaria una taza de algo calentito con unos bizcochos o un alfajor.

En el liceo la pobreza se disimula, porque en esta sociedad que construimos cargamos el estigma de vivir la carencia material como una culpa, como un peso vergonzante, como si fuera responsabilidad de quienes la padecen en lugar de sostenerla como una injusticia. Sobran las historias de adolescentes que rechazan las becas en las cantinas porque aceptarlas los hace sentirse mendigos, aunque en el fondo se lamenten porque la vergüenza no llena la panza. Comer en la cantina en soledad mientras los demás están en clase es el modo en que algunos liceos resuelven estas cuestiones que circulan entre la vergüenza, el dolor y la necesidad. Por eso no es un capricho que deseemos tener comedores en los liceos, espacios a los que todos puedan concurrir sin distinciones a recibir el mismo alimento, que se consume a la misma vez y en el mismo espacio, con una conversación compartida entre jóvenes y en la que muchas veces interviene un adulto del liceo que disfruta junto con ellos ese instante único de comer y charlar. Allí hay mucho más que la nutrición en juego: aprendemos a reconocernos iguales a toda hora, a profundizar hábitos en una cotidianidad de igualdades compartidas.

Pongamos la mirada ahora, por un ratito, en los desplazamientos. Muchos adolescentes viven cerca de los liceos, y en estos tiempos de pandemia, de trabajo en subgrupos en el aula para cuidar el distanciamiento físico, de venir a clase un día sí y otro no, los vemos, sin embargo, siempre a la misma hora de la salida, todos los días, más allá del día específico que les toca venir. Es que no hay mucho más para hacer en el radio de diez cuadras de sus casas. Sin embargo, llevan en sus manos una tarjetita plástica magnética que tiene un potencial que les permitirá cruzar las fronteras de sus rutinas. En una de esas ocasiones, quizás, después del liceo, encuentran un cómplice para ir a pasear un rato y, por ejemplo, cruzar la calle Rivera al sur, en donde, ahí sí, pueden ver y aprender lo que es ser y no ser pobre. También es probable que ese carné con 50 boletos les sirva para ir a casa de otro compañero a estudiar y conocer otros modos de organización familiar tan distintos a las propios, o incluso encontrarse con otros fanáticos de su grupo musical favorito y quizás organizar un hashtag en Twitter para hacerles llegar a sus artistas noticias de su pequeño país. Y sólo para agregar un episodio frecuente, sirve para ir a esperar a la salida de otro liceo a ese chico o chica con el que sería lindo empezar a verse más seguido.

Clasificar las vidas distinguiendo entre quienes pueden pagar la comida diaria y quienes no, entre los que pueden contar con su boleto y los que no, es caminar en el sentido radicalmente opuesto al de la dignidad.

Lo que parece claro es que nadie, ningún adolescente estafa al Estado por usar 50 boletos. 50 boletos son posibilitadores de andar más allá de los pasos rutinarios del entorno, descubriendo el mundo y ejerciendo la autonomía. Son oportunidades para buscar otros cielos y aprender a mirar a través de otras perspectivas. Valdría preguntarse, ¿se puede ser de otro modo si uno siempre ve las mismas cuadras, los mismos rostros, los mismos gestos?

Al decir del francés François Dubet, la igualdad implica un imaginario de fraternidad y de solidaridad. El riesgo político radica en “la apelación a una fraternidad restringida y defensiva”. Lo cierto es que hoy los discursos no acompañan las decisiones, los intereses de unos no coinciden con los intereses de otros. “Los movimientos políticos que se remiten a la igualdad de unos y la exclusión de otros mediante la recomposición de un imaginario arcaico nos obligan a definir nuevas políticas de solidaridad”, sostiene Dubet. Y acaso sea, dice el filósofo, porque la “pasión por la igualdad”1 no es tan fuerte como algunos simulan sostener, y porque sembrar la desconfianza aludiendo a despilfarros siempre vinculados a las políticas sociales que atienden a pobres, niños, niñas, adolescentes y ancianos rinde como discurso para gestar imaginarios que se nutren con la idea del otro –el pobre, el migrante– como un enemigo fácilmente identificable.

Clasificar las vidas distinguiendo entre quienes pueden pagar la comida diaria y quienes no, entre los que pueden contar con su boleto y los que están impedidos de hacerlo, es caminar en el sentido radicalmente opuesto al de la dignidad que es la base que sostiene a la educación como un derecho humano.

Para los que habitamos en forma cotidiana los centros educativos, estos episodios que evocamos tienen rostro, tienen nombre, tienen vida. No son números en la planilla de cálculo del ordenador del gasto.

Celsa Puente es profesora de Literatura e integra el grupo Conversatorio sobre Educación. Fue directora del Consejo de Educación Secundaria.


  1. Dubet, Francois. ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario). Siglo XXI editores, 2019.