A juzgar por lo que se puede ver, queda claro que no siempre los cambios son positivos. Es bueno que cuando sucede un cambio de gobierno las diferencias se noten: eso parece fortalecer al sistema democrático. En los países donde no cambia nada, la democracia y la política tienden a desprestigiarse y a perder credibilidad. Chile es el ejemplo más potente del último tiempo en la región, pero también sucede en Estados Unidos. Si el mando del Estado está en manos de sus empleados de carrera o es demasiado influenciable por los empresarios y grupos de presión, la política pierde sentido (o al menos empieza a perder pie frente a posturas de sentido común prepolíticas y reaccionarias contra todo el sistema).
Ahora bien, el pueblo uruguayo eligió un cambio de orientación política y la coalición multicolor está procesándolo. La ley de urgente consideración (LUC) ya fue harto analizada, pero hoy está sobre la mesa la discusión de la asignación presupuestal, que en cierta medida es la política pública madre, porque es la que les da de comer a todas las demás.
Las políticas públicas son aquellos actos u omisiones que el Estado genera sobre un asunto puntual. Son las acciones y no acciones que los gobiernos definen. No es sensato pedirle a la coalición multicolor que aplique políticas públicas de izquierda. Primero, porque son la representación política de la derecha y segundo, porque ganaron prometiendo “un cambio” luego de 15 años de gobiernos progresistas. Desde el vamos era evidente que iba a haber una transformación.
¿Liberales o neoliberales?
Claramente la coalición de gobierno tiene consenso en materia de administración de la macroeconomía. Es un acuerdo que confluye en las propuestas del neoliberalismo: un Estado presente como garante del buen y próspero funcionamiento de los mercados y a la salvaguarda de los privados. El liberalismo clásico tuvo que reconvertirse a causa de la inestabilidad económica y social que la ausencia del Estado generaba. Esa es la evolución, una transformación que ya no está vigente.
Si bien las políticas de achique del gasto del Estado y la reducción de su intervención directa en la economía son propias de los gobiernos de derecha, las privatizaciones a mansalva pasaron de moda, están discontinuadas.
Las comunidades pobres tienen grandes dificultades para desarrollarse económicamente. Uruguay está muy lejos de ser un país rico. Por otro lado, las desigualdades extremas dificultan el funcionamiento de la democracia. Dentro de las ciencias sociales cada vez suena más fuerte la relación positiva entre desarrollo económico y democracia, una especie de círculo virtuoso.
El presupuesto uruguayo, el que se está votando en estos días, demuestra la mezquindad que existe en las altas esferas de poder conservador y el profundo rechazo que tiene la oligarquía nacional con el pueblo oriental. Este segundo factor, que condiciona al primero, es un mal endémico de América Latina; los ricos criollos no toleran la reducción de la brecha social, ni el desarrollo plural de la economía. Una oligarquía conservadora y celosa. No sólo en términos económicos: no soportan que los trabajadores y los empresarios de pequeño y mediano porte se acerquen o convivan con ellos, que sus hijos coincidan en centros educativos, que viajen a los mismos lugares, que veraneen en los mismos balnearios, tengan autos parecidos, o hasta sean afiliados de la misma mutualista, entre otros tantos ejemplos.
Esta cuestión que puede parecer superficial o accesoria es un elemento a tener en cuenta para entender por qué, luego del crecimiento económico que hubo en Uruguay, los sectores acomodados ejercieron toda la presión que pudieron para que el Frente Amplio (FA) perdiera. Crecimiento económico con enormes tasas de enriquecimiento y concentración de la riqueza, porque el FA no tocó considerablemente los impuestos al capital ni a la propiedad.
Es, o debería ser, motivo de celebración que una comunidad política discuta y actúe en términos ideológicos; es sensato y honesto intelectualmente. Y si bien es cierto que construir consensos y acuerdos es muy difícil, algunas cuestiones parecen estar en la tapa del libro, como por ejemplo, el crecimiento económico del país. ¿Quién no va a querer que el país sea más próspero? Aunque hay un debate profundo en cómo se debe llegar a esa prosperidad y cuáles deben ser las características de ella, la idea es ampliamente compartida. Desde aquí se entiende que el mundo debe ir hacia un nuevo equilibrio entre progreso y preservación para construir viabilidad a largo plazo del planeta, pero es una discusión para otra oportunidad.
Si muchos están de acuerdo en que hay que crecer y desde los centros del conocimiento se plantea que generar grandes brechas de desigualdad y tener grandes sectores de la población hundidos en la pobreza no ayuda, ¿cómo puede ser que un gobierno aplique una distribución presupuestal empobrecedora y desigualadora? Esa orientación viene dada desde una concepción filosófica que entiende natural y, por lo tanto, justa la coexistencia de ricos y pobres, que cada quien debe arreglarse solo y que las posiciones sociales están determinadas por el esfuerzo de los individuos.
Este gobierno no tiene un proyecto nacional, tiene un plan, y lo está aplicando para favorecer a la oligarquía y destruir el legado del batllismo. La clave común para atacar ambos elementos es la privatización, esta favorece a los sectores acomodados y erosiona la estructura universalista pública que construyó el batllismo y actualizó el FA.
Los bienes públicos son un tipo de bien que no genera exclusividad, que no se acaba si otro lo consume y no se puede restringir su uso: las playas, el aire, las plazas, la ruta, la vereda o el alumbrado público son bienes de este tipo. Los servicios básicos son elementos considerados elementales para garantizar la vida digna de las personas, por ejemplo, la energía eléctrica, el agua potable, el saneamiento, las comunicaciones. Los derechos humanos, como la educación, el trabajo, la salud y la vivienda, son garantías básicas que las sociedades han acordado para el desarrollo en plenitud de la vida humana. Las privatizaciones son el pasaje de un elemento que se encuentra en la órbita de lo público al ámbito privado, del control del Estado al control del mercado, con sus lógicas excluyentes y sus poderosas corporaciones.
La Ley de Presupuesto del gobierno propone el país del “arreglate como puedas”. Y es imposible olvidar las promesas de libertad de la campaña electoral.
¿Cómo se relacionan estos elementos con los objetivos del actual gobierno, plasmados en la propuesta presupuestal? Según los consensos internacionales y los criterios de la sensibilidad social, de la peor forma posible. Se plasma la voluntad, los intentos privatizadores sobre bienes públicos. Un ejemplo de estos días: el proyecto de privatizar las playas. Esto genera que algunos puedan ir y otros ya no; esas playas pasarán a ser controladas por el mercado. ¿Qué quiere decir? Que van a poder ir quienes puedan pagar.
En la ley de presupuesto y por fuera de ella, hay una búsqueda de privatizar servicios básicos o de parte de sus cadenas de valor. Otro ejemplo es el intento por privatizar la inversión de Antel en fibra óptica. Ahora se propone arrendar a privados la infraestructura instalada mediante la inversión pública, y que sea utilizada por empresas multinacionales para enriquecerse.
ANCAP tiene la capacidad de controlar los precios de los combustibles, estos se traducen en costos de producción y, por lo tanto, de consumo y de movilidad ciudadana, elementos básicos de la vida cotidiana de las personas. Aquí se prevé el debilitamiento de su monopolio; esto generará –aunque se sostenga lo contrario– un aumento del costo de vida de las personas, impulsado por la necesidad de hacer rentables negocios en un país con un mercado interno pequeño y de corta escala. En el mejor de los casos, los costos se mantendrán igual y lo que se habrá perdido serán puestos de empleos públicos que son más seguros y estables que los privados, y perderemos soberanía energética, seremos más dependientes del mundo y menos libres como nación.
Por el lado de los derechos humanos se privatiza por omisión, se gasta menos, se hace menos y se cede terreno al mercado. Así pasa con los planes de vivienda, con la educación y con la salud. Cada uno de estos rubros tiene significativos recortes presupuestales que deterioran su desempeño y a la vez se procesa la mercantilización de los derechos de las personas para acceder a una vida digna. Una vez más podrá resolver su situación quien pueda pagar.
La crítica a esta voluntad básica para el neoliberalismo, la privatización, no es sólo cuestión de diferencias de concepción de la justicia y la libertad. Es una crítica a la instalación de un modelo de desarrollo que no sólo está agotado sino que fracasó rotundamente. No fue capaz de generar crecimiento sostenido en los países en vías de desarrollo y no fue capaz de dar respuestas frente a la crisis de la burbuja inmobiliaria de 2008 sin recurrir a los dineros públicos. La teoría económica y política que supuestamente venía a superar al liberalismo no lo consiguió y erradicó los valores de justicia y libertad, construyendo un Estado violento y vulnerable.
En Uruguay hay, y es sano que haya, muchas formas de pensar. Lo que no debería ser tolerable es que se condene el futuro del país a costa de cuidar y privilegiar a unos pocos.
La Ley de Presupuesto del gobierno propone el país del “arreglate como puedas”. Y es imposible olvidar las promesas de libertad de la campaña electoral: el libre mercado dice qué es mejor, porque es allí donde la gente puede elegir y la competencia favorece al consumidor. Lo que no dicen es que sólo eligen los que pueden pagar.
La discusión se resume en estos términos: si el Estado es garante de las necesidades básicas de la población generando una base sólida sobre la cual crecer, o si el Estado desaparece y los únicos que crecen son los que, por herencia, ya tienen una base sólida sobre la cual pararse. Es la reinstalación del país de la oligarquía, donde los mismos apellidos, que ya se conocen, siguen siendo los dueños de la pelota y el partido se juega donde ellos quieren. En línea con la metáfora, cabe recordar que ahora a la selección uruguaya de fútbol sólo la pueden ver jugar quienes pagan el cable.
Políticas públicas universalistas, enriquecimiento y construcción de más y mejores bienes públicos, un amplio espectro de servicios básicos provistos por el Estado, y la desmercantilización de los derechos humanos son, en este tiempo, las únicas posibilidades de caminar a paso firme hacia la prosperidad, el crecimiento, el desarrollo, la justicia social y la libertad de los pueblos. Un Estado de punta dando batalla a lo privado de gran escala, y lo público triunfando sobre el mercado en los asuntos que atañen a la dignidad de la vida humana, tienen que ser el modelo de una izquierda nacional que se proponga volver a gobernar y hacerlo para el pueblo uruguayo en su conjunto.
Juan Andrés Erosa es militante de Rumbo de Izquierda y estudiante de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.