Todo hecho arquitectónico (arte-facto creado por los seres humanos) tiene la peculiaridad de hacernos pensar a los herederos de dicha acción cultural sobre nuestra sabiduría en interpretar y reelaborar lo preexistente, en valorarlo y ponerlo en el justo sitio que el hecho (artefacto) amerita. En este caso, hablamos de un no-objeto, de un área del territorio que con su actual materialidad nos invita a reflexionar sobre lo que fuimos, lo que somos y podemos ser, en la medida en que seamos sensibles a dicha herencia.
En 1743, en el Río de la Plata comenzó a acentuarse el ingreso continuo y masivo de personas esclavizadas trasladadas de África a las extensas planicies, cañaverales y minas en producción del continente americano. Las potencias de la época vieron en la trata de esclavos africanos la forma de mantener la expansión mercantilista, con trabajadores de muy bajo costo que fueron utilizados para incrementar sus nacientes empresas. Las coronas de España, Portugal e Inglaterra desarrollaron el tráfico de población africana esclavizada hacia el continente americano, en una cifra estimada de 12 millones de personas.
Cazadas en el continente africano y embarcadas en sus costas, estas personas eran transportadas en los llamados “barcos negreros” en cantidades de 400 y hasta 900 esclavos, sometidas a condiciones higiénicas deplorables, malos tratos, hambre, deshidratación y todo tipo de enfermedades, hasta el fallecimiento. Durante esta travesía, estimada en dos a tres meses de navegación, perecieron entre 15% y 33% de las personas y fueron arrojadas al mar. Los sobrevivientes, una vez desembarcados, eran alojados en cuarentena para su posterior venta a los pobladores de las colonias, individualmente o en grupos, e iniciaban allí su largo peregrinar para efectuar trabajos pesados en estancias, plantaciones y minas.
Montevideo, un puerto natural bien protegido por sus flancos, con una amplia rada, protegido de vientos y con agua fresca y lastre arenoso en sus costas, recibió durante la colonia una población esclava estimada en 70.000 personas que fueron vendidas en el virreinato. Hoy reconocemos a sus descendientes en Uruguay, Paraguay, Chile (Atacama), Argentina, Bolivia y Perú. Fueron traídos por la Compañía de Filipinas y desembarcados en el actual barrio Capurro, donde la cuchilla que soporta la avenida Capurro se adentra en la bahía, conformando la Punta de Piedras entre la desembocadura del Miguelete y extensos médanos y arenales.
Resulta difícil imaginarse dicho paisaje geográfico y humano. Por un lado, la ciudad amurallada al sur a kilómetros de distancia, tras lomadas y campos poco poblados, donde residía la población criolla e inmigrante, deseosa de mantenerse alejada de posibles enfermedades que pudieran traer los africanos. Por otro, el Caserío de Filipinas, recientemente descubierta su localización en la actual escuela Capurro, destinado a la cuarentena de los esclavos sobrevivientes, hacinados a la espera de su venta. Quienes no sobrevivieron fueron enterrados en los mismos arenales de la bahía.
La deuda de nuestra sociedad con la población esclavizada amerita el reconocimiento de un lugar de homenaje, recordación y evocación de quienes contribuyeron a nuestra historia y cultura.
Siglos más tarde, para ese mismo sitio, el directorio de ANCAP dispuso en 2006 la realización de estudios con el objeto de reutilizar la vieja Planta de Alcoholes de Capurro y realojar allí oficinas y empresas del ente. Esto suponía dar utilidad a una masa edilicia de 35.000 metros cuadrados, construidos a lo largo de décadas a partir de 1880 y distribuidos en aproximadamente 12 hectáreas de superficie. Tal esfuerzo convocó a técnicos y funcionarios. En la medida en que se profundizaba en el estudio del recinto industrial-patrimonial y sus complejidades, se debió coordinar con otras áreas del quehacer académico, territorial, social e institucional.
Al cabo de 12 años de trabajo, se desarrollaron intervenciones arquitectónicas sobre los edificios. Se encargó al Instituto de Historia de la Facultad de Arquitectura el estudio y la difusión del complejo patrimonial industrial existente, donde coexisten obras de Eladio Dieste (en trámite a ser catalogadas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO) y de Rafael Lorente Escudero. Para la dilucidación histórica de las construcciones del siglo XIX se convocó a la Facultad de Humanidades y Ciencias. Con las autoridades del Municipio C se coordinó la gestión conjunta de la resolución del Parque Lineal del Miguelete, que culminó en el anteproyecto de un parque deportivo para vecinos y en un espacio de canchas del Centro Atlético Fénix.
También se elaboró la propuesta de poner en valor los predios de ANCAP ubicados al sureste de la planta Capurro. En un marco ideal de gestión urbana, entendemos El Sitio de Desembarco y enterramiento de aquellos que no sobrevivieron a la travesía ni la cuarentena como un espacio urbano propositivo para la reflexión y evocación de los resistentes africanos, con la posibilidad de ser cogestionado por organizaciones vecinales, departamentales y ANCAP. Los antecedentes históricos citados y sus calidades paisajísticas sobre la bahía refuerzan su vínculo con la comunidad y continuidad patrimonial histórica, y su condición de única “ventana de la ciudad a la bahía”.
La deuda de nuestra sociedad con la población esclavizada amerita el reconocimiento de un lugar de homenaje, recordación y evocación de quienes contribuyeron a nuestra historia y cultura con su aporte de africanidad que hoy, como uruguayas y uruguayos, nos enorgullece y honra.
Desandando el camino que los llevó al Senzala, desandando la calle Capurro desde la escuela pública, podemos recordar y evocar este sitio de resistencia, donde el dolor podría dar paso al disfrute de un espacio colectivo de festejo e integración en el área pública existente y desarrollar un sitio de memoria de la cultura y el pueblo afro y un homenaje a la población afrodescendiente.
Edgardo Minteguiaga y Pablo Rodríguez Gustá son arquitectos.