El ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Chile, Andrés Allamand, un histórico dirigente de la derecha en la posdictadura, ha anunciado con bombos y platillos que Chile ya recuperó su normalidad perdida por la revuelta popular que, el fin de semana, cumplió un año desde que se desató en las calles chilenas.

El documento titulado “A un año de 18-O. El camino democrático e institucional de Chile”, difundido por la cancillería chilena, plantea que la crisis política habría sido encausada hacia un plebiscito donde se consultaría a la ciudadanía si aprueba o no el cambio de Constitución. Con esto, el secretario de Estado reduce el conflicto sólo a una crisis de la institucionalidad política y no considera la multidimensionalidad del despertar chileno.

Pero más allá de esto, cabe hacerse la pregunta: ¿Chile ha recuperado su normalidad, como dice la minuta oficial del ministro Allamand?

Hace unas semanas, los principales medios del mundo informaban que un funcionario de Carabineros, la policía chilena, había lanzado a un menor de 16 años desde un puente en el centro de la capital. La conmoción traspasó las fronteras, y organismos internacionales como Amnistía Internacional y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se pronunciaron exigiendo el cese de los abusos cometidos por parte de la policía.

Días después supimos, vía redes sociales, de la denuncia de un montaje contra un universitario de Concepción por parte de Carabineros. La semana pasada nos enteramos de que dos jóvenes de la norteña ciudad de Coquimbo tuvieron que pedir refugio a Canadá producto del seguimiento permanente, las amenazas de muerte y los sospechosos allanamientos que sufrieron en su hogar después de denunciar el abuso y los malos tratos durante su detención por funcionarios de la institución policial. También se denunció la infiltración a una organización popular por parte de un carabinero, quien habría incitado sin éxito a cometer actos delictivos. Así, suman y siguen las denuncias de abusos por parte de agentes del Estado en las últimas semanas.

A esto se agrega que, después de levantada la cuarentena en la capital chilena, han sido masivas las concentraciones en la plaza Dignidad. La respuesta del Estado nuevamente ha sido la represión desmedida y cuestionada por organizaciones de derechos humanos. La paz en las calles no ha llegado, y no son, como dice el documento del ministro derechista, los grupos violentistas responsables de ello, sino una institucionalidad y una clase política que no ha estado al nivel que requieren hoy las circunstancias.

La normalidad previa a la revuelta del 18 de octubre era, para muchos, angustiante y violenta. Esta revuelta no es más que reflejo de un doloroso agotamiento que ha estado gestándose por décadas.

El documento de Allamand no es más que el intento de alinear el discurso hacia el extranjero y hacer una especie de control de daños para contribuir a mejorar la imagen del actual gobierno de Chile, la que se ha visto fuertemente golpeada luego de cuatro informes lapidarios en materia de derechos humanos y de las críticas por los sucesivos abusos cometido por la policía chilena. El gobierno de Chile sabe que una mala imagen para el gobierno puede significar la huida de la, tan importante para ellos, inversión extranjera, que es un sostén para el sistema neoliberal chileno y que hoy, después de la revuelta de octubre, vive una profunda crisis.

Una normalidad que no se quiere

Desde el 18 de octubre hasta ahora, Chile es otro país. El corazón de la revuelta es profundo y complejo y requiere mucho más que una salida institucional, como lo es el plebiscito. Ni los empresarios pidiendo perdón, ni las ofertas de medidas sociales, ni la represión militar y policial, ni los cambios de gabinete han logrado apaciguar el descontento de los miles que han salido desde octubre a las calles.

La normalidad previa a la revuelta del 18 de octubre era, para muchos, angustiante y violenta. Esta revuelta no es más que reflejo de un doloroso agotamiento que ha estado gestándose por décadas, y que refiere al hecho mismo de la existencia dentro de un sistema intensamente deshumanizante, que ha dejado marcas profundas en las historias de una importante fracción de los chilenos. Es probablemente por lo transversal de este agotamiento que es amplio el repudio al regreso a esta normalidad.

La revuelta significó un encuentro de miles como hace mucho no ocurría. Fue un movimiento tan espontáneo, tan masivo, tan popular y, sobre todo, tan potente y furioso que fue capaz de proyectar un Chile distinto, sin abusos ni injusticias. Es la posibilidad de una nueva normalidad para los que habitan el país andino. Es la oportunidad de construir un país donde, como lo decía un lienzo en la laza Dignidad, valga la pena vivir.

Jordano Ignacio Morales es comunicador popular y diplomado en Derechos Humanos, Democracia y Ejercicio de la Ciudadanía. Vive en Concepción, Chile.