El 9 de julio de 2020 fue promulgada la Ley 19.889 (ley de urgente consideración, LUC). Culminó así un proceso legislativo anómalo. El gobierno presentó un proyecto de ley a través del procedimiento de urgente consideración previsto por el artículo 168.7º de la Constitución; se trata de un trámite excepcional, el Parlamento cuenta con plazos muy breves para el tratamiento del proyecto y cuando estos se vencen, la iniciativa se reputa como aprobada.

Se verificó una inconstitucionalidad por razón de forma, al tramitar por un procedimiento excepcional lo que debería haber sido objeto de múltiples proyectos de ley, así como por razón de contenido, en tanto resultaba imposible predicar la urgencia respecto de cada uno de los temas contenidos. Por ende, es también una violación del principio de separación de poderes, en tanto el Poder Ejecutivo impone al Poder Legislativo tal procedimiento anómalo.

Para peor, la tramitación legislativa se produjo durante una situación excepcional: la pandemia de covid-19. Resulta evidente la manifiesta inconveniencia de utilizar dicho procedimiento legislativo durante una epidemia sin precedentes en los últimos 100 años.

Es incontrovertible que la Constitución ha de cumplirse de buena fe. No fue así en el proceso de sanción de esta ley. Si bien no se produjo la aprobación ficta en las cámaras y los legisladores recibieron informes y comparecencias de diversas instituciones y colectivos, el caudal de información fue tan grande, teniendo en cuenta la enorme profusión de temas, que resultaba evidente que no había espacio razonable para el análisis de los diversos aportes, la reflexión, el intercambio abierto y la ponderación de las propuestas frente a sus críticas y alternativas, así como respecto de las soluciones preexistentes, muchas de ellas de alta complejidad e impacto, en sesiones maratónicas con plazos exiguos.

Urgencia y populismo punitivo

El proyecto remitido en abril para su consideración parlamentaria contenía cerca de 500 artículos. En ellos se plasmaba buena parte del programa del gobierno electo, con importante énfasis en la “seguridad pública”, incluyendo la modificación de numerosas disposiciones penales y procesales en sentido represivo, así como otorgando nuevas potestades a la Policía, varias de ellas flagrantemente inconstitucionales.

Los analistas sociales coinciden en que Uruguay es un país que cuenta con un bajo índice de violencia en el contexto regional, y sin embargo su población en las encuestas reiteradamente suele manifestarse insegura. Paradójicamente, a su vez, esta “sensación térmica” de inseguridad florece al mismo tiempo que el país es promocionado en el extranjero como destino caracterizado por su tranquilidad y seguridad.

De acuerdo con el “Informe sobre desarrollo humano 2019” del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Uruguay se encuentra dentro de los tres países de América Latina catalogados como de desarrollo humano muy alto. Conforme el Global Peace Index de 2019, Uruguay es el país más seguro de Latinoamérica, lugar que mantiene en el informe 2020. Sin embargo, la exposición de motivos del proyecto de la LUC afirmaba que el país se encontraba en una situación de inseguridad casi apocalíptica, visión que constituyó un argumento central de la campaña electoral de la coalición conformada para los comicios de 2019.

La asunción del discurso punitivista, con la facilidad de su difusión por los medios de comunicación masiva y la banalización de la complejidad social que implica respecto de las situaciones problemáticas que reduce, permea las democracias de Occidente. El énfasis viene puesto en los delitos contra la propiedad o cometidos mediante violencia, característicos de los sectores sociales desfavorecidos, ya que en ningún caso el reclamo punitivista alcanza a la delincuencia económica ni empresarial. Ello ratifica que este discurso continúa históricamente centrado en los delitos que cometen los mismos sectores sociales de la población.

No se trata de una problemática exclusiva de Uruguay; diversos analistas contemporáneos asocian estos procesos con la crisis del Estado benefactor y el entronizamiento de la sociedad de consumo propio de la posmodernidad. En tal sentido, Robert Castel señalaría que, al menos en los países desarrollados, se vive en las sociedades más seguras que jamás hayan existido; no obstante, aun en estas sociedades atravesadas por todo tipo de protecciones las preocupaciones por la seguridad permanecen omnipresentes. O como diría Zygmunt Bauman, la generación tecnológicamente mejor equipada de la historia es la más acuciada por sentimientos como la inseguridad y la impotencia; así, contra toda “evidencia objetiva”, las personas más mimadas y consentidas de todos los tiempos son las que se sienten más amenazadas, inseguras y asustadas.

Investigaciones contemporáneas señalan que no existe una linealidad entre la probabilidad “objetiva” de victimización en determinado contexto y la sensación mayor o menor de inseguridad –como percepción individual de riesgo– en la población de un mismo lugar; así, puede afirmarse que no existe una relación directa entre las alteraciones en las tasas de criminalidad y la percepción subjetiva de inseguridad, siendo esta el producto de una construcción social compleja dentro de la cual el riesgo real de victimización, sea cual fuere, ocupa un lugar relativamente marginal.

El procedimiento empleado con la LUC constituyó un fraude a la Constitución, a través del abuso de un instituto excepcional.

Ni el incremento de las penas de los delitos ni el otorgamiento de mayores potestades a la Policía soluciona problema alguno de seguridad pública: confunde deliberadamente seguridad con represión y reitera fórmulas fracasadas en el mundo, dejando de lado en forma demagógica los complejos procesos sociales que se encuentran detrás de la violencia, con lo que la retroalimenta, tal como si se pretendiera apagar el fuego echando combustible.

Balance

La Ley 19.889 contiene normas de dudosa constitucionalidad y otras de inconstitucionalidad flagrante. Por otra parte, su aprobación contó con dos graves déficits democráticos: a) la utilización del procedimiento de urgente consideración para su tratamiento legislativo, previsto constitucionalmente para situaciones puntuales que requieran soluciones inmediatas, que en este caso se desnaturalizó al tramitar un proyecto de ley sobre casi todos los temas del quehacer nacional; b) se llevó a cabo en medio de la mayor pandemia que ha experimentado la humanidad en los últimos 100 años, en la que la ciudadanía se encontraba sujeta a lógicas medidas sanitarias de control pero que limitaron el derecho de reunión, la libre comunicación del pensamiento, así como las manifestaciones públicas de disidencia, discrepancia o protesta ante las propuestas legislativas.

Si bien no se produjo la sanción ficta de la ley por el vencimiento de los plazos previstos constitucionalmente y el proyecto experimentó varias modificaciones durante su discusión, la labor parlamentaria se vio severamente alterada, lo que imposibilitó el tratamiento ponderado y reflexivo que imponía el enorme conjunto de temas a consideración y su singular trascendencia. El procedimiento empleado constituyó un fraude a la Constitución, a través del abuso de un instituto excepcional.

De esta forma, no sólo fue limitada ilegítimamente la labor de los representantes del pueblo, constreñidos a considerar en plazos exiguos una desmesura de temas de los que difícilmente pudiera predicarse en algunos casos la urgencia requerida por la Carta, sino que tampoco la ciudadanía contó con el pleno ejercicio de sus libertades para manifestarse libremente expresando tanto su apoyo como su descontento, ya que este trámite se llevó a cabo en el momento álgido de la pandemia.

Esta fractura del Estado de derecho no puede dejar de señalarse enfáticamente, no sólo para demandar una profunda reflexión de las fuerzas democráticas, sino además para que no sea luego utilizada como legitimador precedente.

Por otra parte, la banalización de las garantías constitucionales en la embestida represiva que ha representado la LUC significa no sólo un retroceso en materia de libertades y la apertura de nuevos espacios a la discrecionalidad policial, sino que también debilita al sistema democrático, particularmente desamparando la cotidianeidad de los más vulnerables, siempre más expuestos a los abusos del poder.

Cualquiera sea el problema que se trate de enfrentar, el Estado social y democrático de derecho garantizado por la Constitución no permite que el fin justifique los medios. Los derechos fundamentales y sus garantías son innegociables. Se trata ni más ni menos que de garantizar el legado de siglos de esforzada construcción libertaria, igualitaria y democrática, que constituye el núcleo central de la Carta Fundamental uruguaya.

Diego Silva Forné es profesor agregado de Derecho Penal de la Universidad de la República e integrante del Sistema Nacional de Investigadores.