Esta historia comienza en 2004 con una iniciativa del Instituto de Derecho Internacional Privado (DIP) de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de la República, dirigido por el doctor Didier Opertti. El loable propósito explicitado inicialmente fue actualizar nuestras normas de DIP insertas en el Apéndice del Código Civil (Ley 10.084 de 3-XII-41) legislando sobre nuevas y modernas hipótesis. Pero, a poco que se profundiza su análisis, en especial para quienes tenemos experiencia práctica en la materia, aparece una sorpresa mayúscula. Un cambio sustancial de la filosofía y fines de nuestro orden normativo vigente está escondido, no explícito, no fundado.

El orden público interno, vigente en nuestro país desde la “Ley Vargas” de 1941, pretende ser cambiado por la “moderna” autonomía de la voluntad de las partes. El proyecto aludido –curiosamente– no tuvo prensa ni discusión pública. Y sin embargo fue presentado en todas las legislaturas desde 2005 sin convertirse en ley. En la administración actual aparece nuevamente, ya obtuvo aprobación en el Senado y está en este momento a consideración de la Cámara de Diputados.

El orden público interno versus la autonomía de la voluntad de las partes

El “orden público interno”, consagrado en el artículo 2.403 del Apéndice del Código Civil, determina que las partes no pueden pactar legislación o jurisdicción extranjera y obligar a nuestros compatriotas o empresas nacionales a litigar en tribunales en el exterior, con ley ajena a la uruguaya, lo que implica costos extremadamente altos para defender sus derechos. Esta disposición, de pacífica y conteste aplicación por la jurisprudencia nacional, establece: “Artículo 2.403. Las reglas de competencia legislativa y judicial determinadas en este Título no pueden ser modificadas por la voluntad de las partes. Esta sólo podrá actuar dentro del margen que le confiera la ley competente”.

Esto significa que el Estado uruguayo, a través de una ley, restringe la autonomía o libertad contractual de las partes en materia internacional (una es uruguaya, no las demás) y hace imperativo, en ciertos casos, la aplicación del derecho uruguayo y la competencia de los tribunales uruguayos, todo dentro del margen que confiere la ley competente. Se trata de una típica norma de protección al interés de las personas físicas y jurídicas uruguayas o residentes en nuestro territorio, que impide a las partes en ciertas hipótesis pactar derecho extranjero o pactar jurisdicciones extranjeras, evitando de esta forma la imposición por contratantes internacionales poderosos de su legislación y jurisdicción nacionales.

El sistema ha funcionado bien desde 1940 (más de 80 años) para nacionales y extranjeros, sin ningún tipo de cuestionamientos. Dicho sistema da certidumbre jurídica: antes de cualquier contrato o acto, las partes saben qué derecho se va a aplicar y qué jueces van a conocer (no hay sorpresas).

La elección de una legislación extranjera o de jueces extranjeros, en general, es un artilugio para no responder, para ser impune.

Y fundamentalmente, asegura el acceso a la Justicia, pues en la mayoría de los casos nuestros compatriotas no pueden litigar en el exterior. Es muy caro y sólo un caso multimillonario lo justificaría; la mayoría de los casos son comunes y para ello no se puede viajar y/o nombrar letrados en el exterior, con costos muy elevados.

La elección de una legislación extranjera o de jueces extranjeros, en general, es un artilugio para no responder, para ser impune.

Lo que se propone, la autonomía de la voluntad de las partes, no tiene ninguna conveniencia para el interés nacional y siempre favorece a la parte más fuerte de la negociación, del contrato o de la relación. Es una categoría vinculada a las ideas ultraliberales (nada de regulación, libertad irrestricta, el Estado no debe intervenir).

El proyecto incluye otra cosa, el “orden público internacional”, que es compartible y complementario con el orden público interno, pero excluye a este último.

Por lo que no se encuentra razón alguna para derogar el citado artículo 2.403 del Código Civil, y mucho menos hacerlo sin mencionarlo y sin fundamentos.

Decimos esto último pues el documento del Instituto de Derecho Privado (R/3.044, del 11 de setiembre de 2013) en que se sustenta e inicia este proyecto de ley en sus “Apreciaciones generales” no fundamenta esta derogación y cambio de filosofía jurídica, y por el contrario, afirma que todo sigue igual (textualmente se expresa: “Cabe señalar que este proyecto no significa en la práctica una modificación radical de las soluciones vigentes [...] que la jurisprudencia ya maneja con solvencia”), lo que no se ajusta al texto que se propone.

La norma vigente responde al mismo principio, consagrado en los Tratados de Montevideo de 1940, que rigen hoy con Argentina y Paraguay (artículo 5º del Protocolo Adicional). Este expresa: “Art. 5°.- La jurisdicción y la ley aplicable según los respectivos tratados no pueden ser modificadas por voluntad de las partes, salvo en la medida en que lo autorice dicha ley”.

Asimismo, el Mercosur recoge el mismo principio en el Protocolo de Buenos Aires, de 2002, sobre legislación y jurisdicción competente en materia de transporte de cargas, que en su artículo 4º dispone el “Carácter imperativo y de orden público” (Uruguay ha ratificado este acuerdo en fecha reciente).

Y más cercanamente, el 15 de agosto de 2014, el Parlamento aprobó la Ley 19.246 de Derecho Comercial Marítimo, que en su artículo 7º se remite –en materia de derecho internacional privado– al Tratado de Montevideo de 1940, y por ende, al orden público de sus normas.

Estas piezas jurídicas, todas coherentes y de aplicación pacífica, han sido objeto del elogio doctrinario en su momento, y distinguen a Uruguay por la protección a su soberanía parlamentaria y jurisdiccional.

En conclusión

El cambio propuesto del régimen actual se basa en la idea ultraliberal de que la autonomía de la voluntad de las partes contratantes no debe ser restringida, y al mismo tiempo, en el concepto de la existencia de una igualdad jurídica formal de las partes contratantes. Conceptos que se muestran como aparentemente inocentes e inocuos, pero que no se corresponden con la realidad social, económica y política. Además, de aprobarse tales modificaciones, tendrán un serio y grave impacto en la sociedad uruguaya y la harán aún más dependiente en sus relaciones externas, en este caso, a cambio de ninguna otra contraprestación.

En efecto, la autonomía de la voluntad de las partes no es necesariamente real. En toda negociación internacional, incluso las comerciales, hay una parte que tiene una condición o situación dominante que le permite establecer desde el inicio del acuerdo condiciones más favorables en general, y en especial, para el caso de un eventual conflicto. Es la parte más fuerte la que establecerá, por sí y ante sí, la ley aplicable y también la jurisdicción competente.

Existe una firme esperanza de que la Cámara de Diputados –que define el tema– analice con profundidad esta propuesta y rectifique el rumbo. Existe, incluso, la posibilidad de combinar los aspectos positivos del proyecto (las hipótesis y casuística incluida) con los principios generales del sistema vigente (Ley Vargas), texto que existe y puede solicitarse, con lo cual la legislación sería de una enorme riqueza. Uruguay, a partir de la Ley Vargas, tiene un dique jurídico que protege el interés nacional, y no hay razones válidas para cambiarlo.

Julio Vidal Amodeo es doctor en Derecho y Ciencias Sociales.