El fin de semana, con la obtención de votos en uno de los llamados swing states, Pensilvania, se supo que el ex vicepresidente, varias veces senador y candidato presidencial del mainstream demócrata Joe Biden será quien ocupe, al parecer, el salón oval de la Casa Blanca en los próximos cuatro años. Se inicia de esta manera, según lo mandata la Constitución, el período de transición que irá hasta el 20 de enero, día de celebración de la ceremonia de investidura presidencial. El final del cronograma electoral estadounidense no será nada fácil, y la fórmula Biden-Harris deberá hacer frente a las acusaciones intermitentes sobre fraude e impugnación judicial de los resultados electorales por parte del todavía presidente y candidato a la reelección del Partido Republicano, Donald Trump. Al aumento de números de casos de covid-19 y los embates económicos que atraviesa “el gigante americano” se le suman ahora posibles problemas de gobernabilidad y de obstrucción institucional con el escenario legislativo –y judicial– de mayoría republicana y conservadora que comienza a dibujarse con el final del recuento de votos.

El balance de la actuación del gobierno saliente permitirá establecer las prioridades del nuevo gobierno. La administración Trump inició su mandato con una propuesta identificada con una meta: America First, expresión que aparentemente incluía a todos los sectores que integran la nación llamada “Estados Unidos de América”. Sin embargo, en un análisis crítico de la propuesta política de Trump, el economista Aaron James (2016) anotaba signos alarmantes de crisis, entre los cuales destacaba “el debilitamiento de nuestro contrato social”, y advertía que “la desigualdad está creciendo en forma espectacular” con efectos como la erosión de la clase media, la desindustrialización y “la financiarización de una economía en la que el ganador se lo lleva todo”. Por otra parte, el problema de la desigualdad no se explica únicamente por las condiciones de la economía sino que incluye otras dimensiones, como la discriminación socio-racial, de género, el acceso a la educación y el reconocimiento de la diversidad cultural. El enfrentamiento del presidente con las organizaciones feministas, por ejemplo, se manifestó en el ámbito discursivo, cuando Trump respondió al periodista británico Piers Morgan: “No, I wouldn’t say I’m a feminist” (No, yo no diría que soy feminista) y agregó que por esa razón no apoyaba la igualdad de género. En este sentido, semanas antes de las elecciones, Trump designó a la jueza Amy Coney Barrett como magistrada de la Corte Suprema luego del fallecimiento de la jueza Ruth Bader Ginsburg. Barrett es profesora de Derecho en la Universidad de Notre Dame, conocida por su postura antiabortista y por su vinculación al grupo cristiano conservador People of Praise.

La administración Trump encontró un ámbito de coincidencia asociada con el avance de las iglesias pentecostales. Por otra parte, el resurgimiento de la violencia racista involucró lateralmente a integrantes de su equipo de gobierno. Un signo de esa tendencia hacia la intolerancia fue el regreso al activismo violento de organizaciones racistas y supremacistas blancas que la mayoría creía disueltas o inactivas, como el Ku Klux Klan y otros grupos supremacistas blancos. Si bien Trump denunció a esas organizaciones como extremistas y las comparó con los neonazis, la vinculación del presidente con grupos afines a este activismo se hizo visible con la designación de algunos de sus miembros como integrantes de su equipo de asesores en la Casa Blanca –el caso más controversial fue el de Stephen Bannon–. El Southern Poverty Law Center atribuye el incremento del extremismo blanco al miedo al cambio demográfico en Estados Unidos que resultaría del crecimiento de la población negra. El caso emblemático de violencia racial con mayor impacto internacional, y que provocó protestas masivas en todo el país y a nivel global con el movimiento Black Lives Matter, fue el asesinato por asfixia del afrodescendiente George Floyd, a manos de un policía blanco en Minneapolis, el 31 de mayo de 2020.

Claramente la inclusión social no era la seña de identidad de America First, y el estado de la economía distaba mucho de la recuperación prometida al inicio del mandato de Trump. Entendida como la meta de prioridad absoluta de los intereses de Estados Unidos en las políticas públicas, America First estuvo lejos de concretarse en políticas de recuperación de los niveles de bienestar social del pasado, y la política exterior estuvo marcada por confrontaciones con líderes y potencias integrantes de una coalición globalista, defensores del viejo orden internacional multilateral y del comercio organizado a través de cadenas globales de suministro, y por coincidencias con una derecha global, conducida por líderes populistas y conservadores, como Boris Johnson en Reino Unido, Jair Bolsonaro en Brasil, Viktor Orbán en Hungría y Recep Tayyip Erdoğan en Turquía, entre otros. Esta política –y las políticas– de lo extremo, fiel a su base electoral más radical, contribuyó al escenario de polarización política y al aumento de la fractura social en Estados Unidos, pero también legitimó al capital político de fuerzas nacionalistas y de la extrema derecha, hija de la crisis de la globalización tras el colapso financiero internacional de 2008.

Claramente la inclusión social no era la seña de identidad de America First y el estado de la economía distaba mucho de la recuperación prometida al inicio del mandato de Trump.

Trump concentró el accionar exterior de los últimos años en la disputa comercial entre Washington y Pekín, por la competencia y dominio del mercado mundial de la tecnología de la información y la inteligencia artificial. America First resultó ser, además, el principio disruptivo con la política internacional de la era Obama. Impugnó el orden del libre comercio al retirarse del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por su sigla en inglés) e incentivó una política de reshoring a las empresas, bajo promesas de incentivos fiscales y proteccionismo. Vapuleó al debilitado sistema multilateral, al retirarse del Acuerdo de París por el cambio climático, del Pacto Mundial de la ONU sobre Migración y Refugiados, del Acuerdo Nuclear con Irán, y logró romper con una tradición de 60 años de presidentes latinoamericanos tras la elección del presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, Mauricio Claver Carone. Además, ordenó el retiro de tropas de Libia, Siria y Afganistán, no por motivos humanitarios sino por razones de “equilibrio presupuestal”.

El fracaso en la lucha contra el coronavirus estuvo enmarcado en una retórica de confrontación dirigida contra “el gran culpable”, China, contra la Organización Mundial de la Salud (acusada de complicidad con el gobierno chino) y en la opción por productos de la industria farmacéutica independientemente de su validación científica. La percepción crítica de la sociedad sobre la conducción de la crisis sanitaria por la presidencia se tradujo, al parecer, en un voto castigo.

En sus primeras horas como presidente electo, Biden anunció dos grandes medidas que están definiendo el interregno estadounidense. Por un lado, el nombramiento de un comité de expertos para diseñar una estrategia nacional contra la crisis sanitaria de la covid-19. Además, decidió llevar adelante una transición económica sostenible con la decisión de hacer regresar a Estados Unidos al Acuerdo de París, con un plan de generación eléctrica 100% libre de emisiones a 2035, que financiará, al parecer, la instalación de medio millón de estaciones de carga eléctrica y realizará pagos a los agricultores que adopten prácticas sostenibles. El interregno estadounidense presenta, además, una doble paradoja que deberá resolver la fórmula presidencial electa. La primera, que signó la campaña demócrata, basada en la defensa de la democracia y de avance de una agenda de justicia social sobre el America Last que el trumpismo estigmatizó y excluyó estos años. La segunda surge del resultado de las elecciones. Los demócratas lograron recuperar estados del “cinturón industrial” (Wisconsin, Pensilvania y Michigan) que habían perdido en 2016, además de ganar en bastiones de tradición republicana (como Nevada y Arizona). Esto implicará definir de manera minuciosa su estrategia de “retorno al mundo” y su viejo rol de “sheriff global” ya que una importante proporción de estos votantes fueron aquellos olvidados por la globalización que Trump y la derecha global supieron capitalizar.

Isabel Clemente y Damián Rodríguez son académicos del Programa de Estudios Internacionales, Universidad de la República.