El proyecto de ley presentado por el diputado Ope Pasquet sobre eutanasia y suicidio asistido ha generado un debate sobre un evento ineludible en todo ser vivo: la muerte. En pocas palabras, el proyecto y los argumentos del diputado apuntan a garantizar la libertad individual del paciente que, ante situaciones terminales, elija quitarse la vida con la ayuda de un médico que le suministre un fármaco, y que este hecho no sea un delito, como actualmente lo es. El proyecto ha generado la reacción de quienes argumentan que de legalizarse la eutanasia aumentarían los casos de muertes en estas circunstancias, que el valor máximo es la vida y que esta, incluso en condiciones de sufrimiento y dolor que el o la paciente no estén dispuestos a tolerar, debe ser mantenida, acudiendo para esto a los cuidados paliativos. El debate ha tomado carácter público y mediático, conducido principalmente por los diputados Ope Pasquet y Rodrigo Goñi, y pone en escena posiciones claras de los sectores que cada uno de ellos representa. El intercambio se enmarca en las históricas tensiones entre ideologías, moralidades y creencias religiosas que han forjado y sustentan la convivencia de posiciones diferentes, en el marco de nuestra (a veces exageradamente autopercibida) nación moderna, democrática, laica y secular.
Por un lado, la discusión eutanasia sí, eutanasia no –o algunas de las expresiones públicas que ha tomado el debate– parecen enfrentar en forma innecesaria los cuidados paliativos y la idea de poder decidir no seguir viviendo. Desde una perspectiva científica, podríamos preguntarnos si ambas opciones no podrían acaso complementarse. Por otro lado, ambas opciones parecen no profundizar lo suficiente en otros aspectos humanos sumamente relevantes, relacionados con la aceptación y el sentido otorgado tanto a la vida como al proceso de morir, aspectos íntimamente relacionados con la salud de quienes atraviesan estos procesos.
Es quizás en esta área donde las sustancias psicodélicas podrían realizar un aporte interesante, teniendo en cuenta los resultados de investigaciones recientes llevadas a cabo en la Universidad John Hopkins y la Universidad de Nueva York en pacientes diagnosticados con enfermedades terminales. ¿Qué son estas sustancias? ¿Pueden ser consideradas potenciales herramientas terapéuticas para tratar la ansiedad y la angustia que provocan la aceptación de ciertas enfermedades terminales?
El término “psicodélico” (de etimología griega: psyche se refiere a la mente o el alma, y delein es manifestar, mostrar) fue propuesto por el psiquiatra Humphry Osmond en 1957 para referirse a aquellas sustancias que tienen la capacidad de “manifestar la mente” o “el alma”. Ejemplos de estas son la mescalina (principio activo del cactus peyote), la LSD (dietilamida del ácido lisérgico) y la psilocibina (principio activo de los llamados hongos mágicos). Las sustancias psicodélicas producen estados alterados de conciencia que pueden mostrarnos aspectos profundos de la existencia. Su efecto subjetivo depende del contenido mental del individuo (carácter, historia personal, creencias psicoespirituales) y del entorno en el que son utilizadas (lo que se denomina en la literatura set & setting).
Las décadas de 1950 y 1960 fueron ricas en investigación científica en torno a los potenciales efectos terapéuticos de estas sustancias, y se produjeron muchos resultados promisorios para su aplicación en diversas afecciones mentales. Sin embargo, la “guerra a las drogas” impulsada por Richard Nixon acabó incorporando a la lista 1 de la Convención de 1971 sustancias como LSD, mescalina y psiclocibina, lo que provocó que la agenda de investigación mundial en torno a los psicodélicos se detuviera casi completamente y se generara un gran tabú a su alrededor.
Una excepción importante fueron las investigaciones antropológicas, de carácter etnográfico, a las que el prohibicionismo no pudo frenar, ya que este tipo de investigación consiste en la observación directa y la participación y el aprendizaje de los modos de vida y saberes vinculados a los usos tradicionales de estas sustancias (plantas, hongos, preparados). Ejemplo de esto fueron las pioneras investigaciones de Marlene Dobkin de Ríos con la ayahuasca (decocción amazónica ampliamente utilizada por comunidades indígenas) y sus usos médicos tradicionales en contextos urbanos amazónicos en Perú.
A partir de la década de 1990 se observa un retorno de las investigaciones científicas con psicodélicos. Al mismo tiempo, también se observa un considerable aumento de sus usos en contextos psicoespirituales y religiosos, a través de ceremonias y rituales de diversos tipos. En el caso de las investigaciones clínicas existe un panorama optimista que avanza en la identificación de potenciales beneficios para el tratamiento de ansiedad, depresión, adicciones y el trastorno de estrés postraumático. Un caso importante son las investigaciones clínicas utilizando MDMA (popularizado en el mercado ilegal como componente del “éxtasis”) para el tratamiento del estrés postraumático. En Estados Unidos, la psicoterapia asistida con MDMA se encuentra actualmente en fase III, etapa de investigación que, de concluir exitosamente, permitirá el uso del fármaco en un contexto psicoterapéutico.
El uso de un psicodélico en una situación terminal podría, en ciertos casos, contribuir a una mejor calidad de vida en términos de salud mental y aceptación del proceso de muerte.
Otro ejemplo es el de la psilocibina, con la cual se están llevando a cabo investigaciones en fase II para su uso en pacientes con depresión resistente a fármacos (y que recientemente en el estado de Oregón obtuvo estatus de legalidad para su uso médico). Es con esta última sustancia que también se han encontrado interesantes resultados para el tratamiento de la ansiedad que conlleva un diagnóstico de enfermedad terminal. Importantes centros de investigación en universidades de Estados Unidos como Johns Hopkins o la Universidad de Nueva York vienen avanzando a paso firme en estas direcciones. En estos estudios se observa que las sesiones psicoterapéuticas asistidas con psilocibina pueden ayudar a disminuir los aspectos más negativos frente a la inminencia de la muerte –ansiedad, depresión, soledad, desesperanza, pérdida de sentido frente a la vida e ideaciones suicidas–. A su vez, su uso parece contribuir a un mayor sentido de conexión con la vida, y a una aceptación y una vivencia más satisfactorias del momento y de las circunstancias en las que se encuentran el paciente y su familia. Los resultados de estos estudios pueden verse en el documental A New Understanding: The Science of Psilocybin, en el que se recogen testimonios de algunos de los participantes del estudio. A su vez algunos médicos, como el oncólogo Anthony L Back, de la Universidad de Washington, han experimentado consigo mismo el efecto de la psilocibina. En su artículo “What Psilocybin Taught me about dying?”, publicado en el Journal of Palliative Medicine, el doctor Back reporta interesantes y significativos aprendizajes sobre los procesos internos que transitan sus pacientes, así como sobre la vida y la muerte en general.
En Uruguay, la investigación de estas sustancias también existe. Investigadores de la Universidad de la República (Udelar) y del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable venimos trabajando en conjunto de forma sostenida hace algunos años, lo que llevó a la creación de un grupo de investigación interdisciplinaria (arche.ei.udelar.edu.uy). Actualmente nuestro proyecto integra y pone en diálogo una variedad de disciplinas (biología, medicina, química, antropología, psicología) y métodos (experimentales, preclínicos, psicométricos, etnográficos). Nuestro interés es avanzar no sólo en el conocimiento científico de estas sustancias, sino poder entenderlas mejor en sus distintos usos actuales, presentes en nuestro país. El creciente uso de psicodélicos en contextos religiosos, espirituales y psiconáuticos hace necesario que se continúe profundizando en su investigación, entre otras cosas, para contribuir a la elaboración de políticas que minimicen riesgos y garanticen derechos.
A pesar de los interesantes hallazgos y las promisorias aplicaciones clínicas mencionadas, también es necesario aclarar que los psicodélicos no son sustancias libres de riesgos. Todas las investigaciones clínicas que se llevan a cabo tienen un criterio estricto de exclusión de personas con historial o riesgo de trastornos psicóticos, ya que podrían exacerbar dichas patologías. El mismo tipo de cuidados es deseable en los ámbitos psicoespirituales y religiosos en los que se utilizan estas sustancias. A su vez, las personas deben prepararse para la experiencia, la cual es llevada a cabo en un entorno cuidado y contenido, y luego existe una posterior elaboración de esta en las llamadas sesiones de “integración”. Este cuidado y esta preparación antes, durante y después de la experiencia con la sustancia permiten minimizar riesgos, así como ayudar a las personas a transitar los fuertes estados que estas puedan provocar.
El uso de un psicodélico en una situación terminal no va a revertir el proceso de enfermedad y muerte, pero sí podría, en ciertos casos, contribuir a una mejor calidad de vida en términos de salud mental y aceptación del proceso de muerte. Las investigaciones descritas sobre estas sustancias ponen el foco en el factor humano de quien atraviesa un proceso de muerte inminente, y ayudan a transitar ese camino para poder tomar decisiones con un mayor grado de libertad. Continuar favoreciendo la investigación científica de estas sustancias puede aportar a la discusión en nuestra sociedad sobre un aspecto crítico de la vida como es la muerte.
Ismael Apud es doctor en Antropología, Ignacio Carrera es doctor en Química y Juan Scuro es doctor en Antropología Social. Los tres son docentes de la Udelar y coordinadores de Arché, Grupo Interdisciplinario de Estudios sobre Psicodélicos de la Udelar.