Quizás algunos transeúntes montevideanos se hayan sorprendido por la reciente inauguración de la plaza Italia, especialmente porque esta ya existía, aunque muy ínfima, en la intersección de las avenidas Italia, Centenario y Garibaldi. Sin embargo, ahora hay una nueva plaza homónima muy diferente de la original, principalmente porque es mucho más grande, pero sobre todo porque no es pública. La contradicción en los términos resulta obvia: si no es pública, no puede ser una plaza. ¿O sí?
Plaza Italia es nada más ni nada menos que el primer shopping-outlet de Uruguay. Se ubica en la manzana delimitada por Avenida Italia y las calles Santana, Samuel Blixen y Mariscala, y es llevado a cabo por el estudio Lecueder, con una inversión de 40 millones de dólares. Forma parte de una pieza urbana de mayor escala, integrada por un conjunto residencial de tres edificios (Distrito M) y el centro comercial, que promete ser “una nueva experiencia en compras”. Según el sitio web del estudio arquitectónico Gómez Platero, encargado del proyecto, “el emprendimiento busca aunar los esfuerzos de la gestión pública y privada tendiente a desarrollos en beneficio de la comunidad, y contribuir a la reconfiguración y consolidación de la imagen urbana de este sector en transformación, respetando la morfología existente”.
Reflexionaremos, a partir de este caso, sobre los procesos que permiten que un espacio hiperprivatizado como un shopping center adquiera la denominación típica del espacio comunitario por excelencia que es la plaza. Porque lo cierto es que este caso particular debe entenderse como expresión de un modelo de producción de ciudad que se ha acelerado vertiginosamente a nivel global en las últimas décadas profundizando la segregación urbana: hablamos de la gentrificación.
¿Qué es esa cosa llamada gentrificación?
Gentrificación es la transliteración de la palabra inglesa gentrification, que a su vez proviene de gentry, una clase social de alto estatus muy cercano a la nobleza. Ha sido traducida, luego, como elitización o aburguesamiento barrial.
Se trata de un fenómeno típico de urbes masificadas e implica una abrupta y radical transformación sociocultural y del paisaje urbano. En el proceso de elitización barrial se dan cita diversos fenómenos que varían en cada caso, pero principalmente podría indicarse a la política de planificación urbana y al mercado inmobiliario como los principales agentes.
Partiendo de que el crecimiento de la población mundial, los éxodos rural-urbanos producto del agronegocio, la especulación y las guerras han generado una mayor demanda de ciudad, puede entenderse que haya aumentado el interés por la vivienda urbana y que se hayan disparado sus precios. Continuando por el hecho de que el suelo se presenta en cantidades limitadas y que su propiedad ya ha sido repartida, puede decirse que la propiedad privada sobre la tierra es un monopolio y que, ya que la propiedad de esta es la propiedad del derecho de sacarle una renta, por lo tanto, la propiedad privada sobre la tierra significa que los propietarios cobran una cuota por el derecho a vivir en el planeta. En otras palabras, la clase rentista no lucra con el territorio en sí, sino con el derecho de su uso (el derecho a una porción de las ganancias a futuro producidas en esa tierra). Por lo tanto, la tierra es también un producto de valor simbólico, puesto que su valor de uso está atado a un conglomerado de variables de tipo sociocultural. Estas reglas configuran un escenario de juego donde el capital ficticio-financiero pulula fermentalmente a raíz de la especulación imaginada en torno al uso que se le dará y del futuro de la zona, la ciudad, la economía, o el mundo en que se ubica.
En efecto, sucede que, como todo negocio, el inmobiliario está sujeto a los vaivenes del mercado. Así puede entenderse que ciertas zonas tengan períodos de desarrollo o retraimiento en función del interés que haya en ellos, y que por ende sus precios aumenten o decaigan.
Dado que el desarrollo de infraestructura urbana es caro, en lugar de construir barrios desde cero, la industria de la construcción de viviendas prefiere invertir en barrios ya existentes, y dejar a los Estados la tarea más pesada (vialidad, saneamiento, etcétera).
Es aquí donde habría que hablar de la especulación inmobiliaria que, a través de la generación de ciclos de abandono-estigmatización-inversión-encarecimiento-expulsión-comercialización de los barrios, produce valor para los poseedores del suelo, hecho esencialmente demostrado por el aumento del precio de alquiler y compraventa de los inmuebles. Con la promesa de que generarán cuantiosos puestos de trabajo directos e indirectos, estos megaemprendimientos inmobiliarios fragmentan violentamente los territorios donde se instalan, pues generan mayores perjuicios para los sectores socioeconómicos más vulnerados que, incapaces de afrontar el aumento de precios, son obligados a desplazarse a otros lugares, mientras que se producen cuantiosos beneficios para los sectores más empoderados.
La responsabilidad del Estado y el mercado en los procesos de gentrificación ha sido debidamente estudiada en la academia. Para el caso particular del primero, este interviene a través de la promoción de la inversión privada, la cual se hace básicamente por la regulación normativa y por la inversión directa y mixta. A su vez, la promoción de actividades socioculturales que pone de moda determinados barrios, algunas veces incentivada por políticas públicas, también juega un rol destacado en producir valor e interés por determinadas zonas. Es el caso, por ejemplo, del estatus que ha adquirido el arte callejero en las ciudades contemporáneas, donde ha pasado de ser una actividad juvenil perseguida (por “vandálica”) a ser financiada por las autoridades municipales con el fin de embellecer la ciudad y hacerla más atractiva para sus habitantes y el turismo.
Precisamente se ha identificado también al turismo (turistificación) como un importante factor de transformación de la urbe, al consolidar una oferta de servicios para satisfacer el consumo del turista. Esta presión gentrificadora del turismo se ha acrecentado en la última década con el auge del capitalismo de plataformas como Airbnb. El caso del barrio madrileño Lavapiés es icónico al respecto.
Por otra parte, algunas investigaciones han señalado también al estudiantado universitario como un factor de aburguesamiento barrial (estudiantificación).
Otra fuerza gentrificadora es la boutiquización, es decir, la reconversión de una zona en estado de abandono, por lo general antaño residencial, o con baja rentabilidad del suelo por haber sido depósito, taller o zona industrial devenida a miseria, a comercial, de ocio y de consumo elitizado. En estos casos se puede observar, por ejemplo, cómo el sector gastronómico se gourmetiza: ya no se venden galletas y café, sino cookies and coffee. Un caso paradigmático de boutiquización es el centro comercial Nuevocentro Shopping, ubicado donde antes estaban los talleres de la compañía de ómnibus de CUTCSA. Asimismo, es principalmente dentro de esta dimensión que puede pensarse la instalación de Plaza Italia.
¿Por qué es un problema?
Aunque los promotores inmobiliarios afirmen, amplificados por técnicas de marketing y los medios masivos de comunicación, que sus iniciativas presentan ventajas para todos los habitantes, la verdad es que esto no es así.
En primer lugar, hay que señalar el impacto arquitectónico que implican estos proyectos. Orientados por el afán de extraer el máximo de lucro posible a cada metro cuadrado, estas construcciones suelen establecer fuertes contrastes en el paisaje urbano, afeándolo. De este modo puede observarse, por ejemplo, cómo actualmente conviven construcciones de estilo art decó con otros recientes que estética y funcionalmente distan mucho de los más antiguos. Estos nuevos edificios suelen tener ciclos de vida cortos y condiciones habitacionales de mala calidad (escasos metros cuadrados, materiales de poca durabilidad, escaso aislamiento acústico y térmico, etcétera).
Cuando las viejas construcciones en diferentes estados de abandono no logran resistir los embates de los inversionistas inmobiliarios, directamente son demolidas, devaluando así el patrimonio arquitectónico. El caso de la destrucción de la magnífica ex fábrica de alfombras Assimakos, para ser sustituida por una insulsa sucursal de Tiendas Montevideo, es muy representativo de esta tendencia.
Aunque hagan falta estudios que avalen la cuestión, es evidente, ante una simple constatación del paisaje urbano, cómo varios barrios montevideanos han transitado y transitan un proceso gentrificador.
Puede pensarse entonces, y desde un punto de vista arquitectónico, que las construcciones que prevalecen en el modelo gentrificador son la exacerbación de la “máquina de habitar” ideada por el arquitecto Le Corbusier, cuyas principales características eran la racionalización, la industrialización y la prefabricación. Pero no sería correcto: no hay racionalidad que sostenga las consecuencias que trae esta escuela típica de finales de siglo XX. El modelo corbusierano implica un elevado impacto ambiental en su proceso de construcción, caracterizado por la alta emisión de gases de efecto invernadero, el gasto de agua y la contaminación acústica propios de la construcción con acero, cemento y sintéticos. Su construcción, además, requiere un mantenimiento y estilo de vida peligrosamente energívoros y supone severos desafíos, como es el caso de la gestión de residuos producidos tan densamente.
Pero además hay que tener muy en cuenta los impactos socioculturales implicados en estos procesos de reestructuración urbana. A fin de cuentas, no fue ni será, la de 2008, la única crisis desatada por la explosión de burbujas financieras creadas a partir de la especulación inmobiliaria.
Desde un punto de vista sociológico, el aburguesamiento barrial aumenta el individualismo, la desigualdad y la privatización de los espacios públicos, con nefastas consecuencias. La consideración de esta perspectiva nos muestra que una consecuencia inmediata se constata en la ruptura del ya escaso y débil tejido social barrial, fundamentalmente al expulsar hacia las periferias metropolitanas a los residentes que ya no pueden afrontar el alza de los costos residenciales, de impuestos y bienes de consumo, e inducir una alta movilidad de gente, produciendo así un incremento en la percepción de inseguridad y eventualmente mayores delitos, tal como prueba la teoría criminológica de la eficacia colectiva.
Además, en lo que atañe a la cuestión para nada intrascendente del cotidiano, hay que señalar que el verticalismo de estas edificaciones desalienta las relaciones interpersonales solidarias y genera mayores problemas de convivencia, así como sentimientos de desconfianza y antipatía.
De este modo, la ciudad se va segmentando cada vez más, cosa que puede apreciarse en los guetos autocreados (barrios privados) y confinados (cantegriles). Así las cosas, la guetización en la que se confinan los sectores socioeconómicos más pudientes consolida sentimientos de inseguridad y xenofobia, mientras que la guetización a la que son sometidos los sectores más vulnerados consolida sentimientos de exclusión e inferioridad, alimentando así una espiral de desigualdad y violencia. El miedo es, pues, el resorte psicosocial con el que se construye el gueto, la obra más acabada del urbanismo fascista.
En algunas ciudades la gentrificación es un severo problema que ha entrado en la agenda de la planificación urbana, con la instauración de medidas como instrumentos legales para contrarrestar sus efectos negativos, tal como acontece en París. Con todo, cabe aclarar que estas medidas reformistas no son más que paliativas y que las comunidades afectadas poco pueden esperar de estos remedios. En cambio, otros casos, basados en la acción directa y la autoorganización horizontal de barrios como Exarchia, en Atenas, han demostrado ser más eficaces, no sólo para combatir la gentrificación, sino también al narcotráfico, y para incluir a los inmigrantes.
¿Por casa qué sucede?
Sistemas de videovigilancia policial en algunos barrios; nuevas luminarias en “la principal avenida”; edificios de viviendas que se alzan viralmente en varias zonas; “revitalización”, “reciclaje” y “restauración” de espacios “deprimidos”, “degradados” u “olvidados”; desalojos de comerciantes informales y ocupantes ilegales... Son algunas de las postales del proceso actual de elitización barrial que está viviendo Montevideo.
Aunque hagan falta estudios que avalen la cuestión, es evidente, ante una simple constatación del paisaje urbano, cómo varios barrios montevideanos han transitado y transitan un proceso gentrificador. Claros ejemplos serían Ciudad Vieja, Barrio Sur, Palermo y Cordón. Y muy probablemente pueda afirmarse, para el caso en cuestión, que algunas zonas de Malvín, incluyendo el Norte, están transitando paulatinamente el mismo camino.
Más allá de la particularidad de cada caso, el panorama general de acceso a la vivienda digna en Uruguay no es nada alentador, a pesar de que la sacrosanta Constitución de la República enuncie, en su artículo 45, que “todo habitante de la República tiene derecho a gozar de vivienda decorosa [y que] la ley propenderá a asegurar la vivienda higiénica y económica, facilitando su adquisición y estimulando la inversión de capitales privados para ese fin”. Lo que sucede en los hechos es que, según datos del censo realizado por el Ministerio de Desarrollo Social en 2020, existen 2.553 personas en situación de calle (1.668 en refugios y 885 a la intemperie). Además, según datos del Censo de 2011, 165.271 personas viven en asentamientos. Mientras tanto, la misma fuente identificó 252.400 viviendas desocupadas en todo el país.
Fue así que, con el fin de contribuir a paliar este estado de situación, en 2011 se promulgó la Ley 18.795 –de “Acceso a la vivienda de interés social”–, cuyo texto pretende “facilitar el acceso a la vivienda de los sectores socioeconómicos bajos, medios bajos y medios de la población” (Art. 3, lit. B).
Esta ley fue el impulso más importante a la inversión inmobiliaria en décadas, ya que otorgó a los proyectos promovidos como de “interés social” una serie de importantes concesiones en forma de beneficios tributarios, como ser la exoneración y deducción del impuesto a la renta, al patrimonio de los inmuebles, al valor agregado y a las transmisiones patrimoniales.
Es interesante constatar que esta ley también se propone “contribuir a la integración social y al mejor aprovechamiento de los servicios de infraestructura ya instalados” (Art. 3, lit. C). Aquí es menester detenerse y plantear, primeramente, que la determinación del alcance de dicha integración social es un objetivo de difícil evaluación y cuyo fundamento y desarrollo no está explicitado. Por otro lado, el objetivo de aprovechar la infraestructura ya existente presenta una clara convergencia con discursos defendidos desde el mercado inmobiliario: reciclar, rehabilitar, recuperar, etcétera. La paradoja resultante es que, las más de las veces, los proyectos promovidos consistieron en demoler antiguas casonas en estados diversos de abandono para erigir en su lugar altos edificios de apartamentos mayormente monoambientes y a precios para nada accesibles en función del salario medio y del acceso al crédito para vivienda.
No le digan plaza a un espacio de compras
Para cerrar, recapitulemos: el capitalismo mundial integrado ha generado un nuevo tipo de urbe, caracterizada por la presencia del sentimiento generalizado de inseguridad, la segregación urbana (guetización), la contaminación, y dificultades de acceso y movimiento, por destacar sus rasgos más importantes. El concepto de gentrificación remite a las dinámicas contemporáneas de cambio urbano, caracterizadas por la reestructuración profunda de espacios públicos y privados y un recambio poblacional orientado a satisfacer nuevas demandas y funcionalidades sociopolíticas. En efecto, controlar e invisibilizar al pobre es una intención latente de las políticas gentrificadoras, pues hacer de determinadas zonas de la ciudad un objeto de consumo implica expulsar de ellas a la imagen más acabada del fracaso del capitalismo: el sujeto excluido que arruina la fiesta del ocio y el consumo, esa fiesta que propone la nueva Plaza Italia: un outlet-shopping, un refinado eufemismo de la lengua neoliberal para referirse a la mercadería defectuosa.
A poco más de un mes de realizada la marcha por el Día Mundial del Hábitat y los Sin Techo, habitamos una ciudad que ahora suma su sexto shopping pero en la cual, como gritan sus paredes, continúa habiendo “tanta gente sin casa y tanta casa sin gente”.
Gustavo Medina y Sebastián Sansone son sociólogos.