Las derechas suelen invocar el interés superior de La Patria, siempre y para todo. Su defensa a ultranza de lo que llaman “interés nacional” mal disimula las verdaderas intenciones de políticas que sólo se desvelan por los intereses del capital. No comulgan con la cooperación en el seno de la sociedad y promueven la competencia. Creen, como dijo Margaret Thatcher, que “no existe eso de la sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias”. Para descalificar todo intento de solidaridad que trascienda fronteras recurren a un viejo mantra: “Los países no tienen amigos permanentes, sino intereses permanentes”.

Las izquierdas entienden que el bien común es esencial para defender los derechos de todos y cada uno. Aspiran a la solidaridad, a promover la lógica de la cooperación como alternativa a la de la competencia egoísta instalada por el sistema capitalista, jerarquizado y patriarcal. Un sistema que naturaliza la existencia de esas jerarquías a las que suele llamar “diferencias”.

Izquierdas y derechas tienen una relación no siempre explícita y/o consciente entre ellas y con “los bienes materiales del hombre”. En especial con eso que llamamos la propiedad privada. Porque los bienes y servicios que cada uno demande para cubrir alguna necesidad básica o algún deseo personal son de uso privado. “Hacerse el gusto” es parte de la vida y hasta un derecho. Un derecho al que no todos tenemos acceso de la misma forma y medida.

En la realidad, cada uno concurre al mercado con sus demandas –necesidades y/o caprichos– que serán satisfechos si y sólo si tenemos los recursos materiales para pagar por lo que queremos. Para disfrutar, deberemos comprar. Que de eso se tratan los mercados. No hay piedad ni justicia en esta lógica. De su riqueza depende, en gran medida, los ingresos que tendrá cada uno.

Las clases altas suelen ser propietarias de lo que se llaman medios de producción: tierras, fábricas, bancos, empresas importantes. Esa es la propiedad privada origen de conflicto. Las clases altas atesoran bienes materiales de diverso tipo: inmuebles, por ejemplo. Esa riqueza concentrada explica el grueso de las diferencias en los ingresos. Según la BBC, “las ocho personas más ricas del mundo, todos hombres, acumulan en sus carteras más riqueza que la mitad de la población del mundo más pobre, unos 3.600 millones de personas”. Simplemente: las izquierdas están a favor de esos miles de millones de seres humanos, marginados por el sistema, a quienes se quiere responsabilizar por su situación.

Entre los súper ricos y los extremadamente pobres hay un amplio abanico de capas medias. Desde esa clase media-baja que incluye a quienes están en riesgo permanente de caer en la pobreza a las clases medias-altas, para quienes la aspiración de subir en la escala de consumo parece sustituir todo “valor”.

Las medidas que se usan para calibrar la apropiación de ingresos y riquezas son promedios estadísticos. Entelequias matemáticas para intentar medir la complejidad social en fríos números. Quizá las oligarquías, burguesías, clases medias y proletarias estén definidas, además de por los ingresos y la riqueza, por un tema de “culturas”. Las subjetividades, tan presentes en las manifestaciones culturales, terminan de complejizar el panorama.

El progresismo de ayer puede ser la izquierda de mañana si se superan las muchas confusiones y vacilaciones de este hoy tan complejo.

La compleja trama de las relaciones sociales, más allá del grado de conciencia de cada uno y de cada estamento, se expresa –en el intento de perpetuarse– en eso que constituye la institucionalidad del poder organizado. Eso que en algunos países se llama “la democracia y el Estado de derecho”. No siempre funcionales a los intereses que dicen representar.

En sus orígenes el Frente Amplio (FA) era popular, progresista, democrático, antioligárquico y antiimperialista. En la realidad de 15 años de gobierno el progresismo embebió, succionó todo. La izquierda se hizo progresista, se corrió al centro, renunció a los cambios si estos afectaban el sistema... Las raíces de los árboles salieron incólumes del período.

Para los diferentes grupos y personas que lo integran, el FA podría ser cosas bien diferentes. Visto como “movimiento”, es producto de la lucha de clases y reflejo de las realidades sociales, de sus conflictos sin resolver. No hay límites porque no hay tabúes y la política es el arte de hacer posible lo que parecía imposible.

Pero para los partidos que integran el gran acuerdo político (la unidad sin exclusiones), el FA puede ser considerado un frente de masas más, para un proyecto político que se plantea generar un poder propio. Focos y aparatos, vanguardias y cuadros impulsan o copan estructuras, imponen culturas… La fraternidad en el debate interno de las izquierdas se oxida, resquebraja y difumina en el marco de la lucha por una hegemonía que nace estéril cuando no aborta temprano. Digo esto porque más de 30 grupos parecen reflejar la dispersión de proyectos personales o intereses sectarios, difícilmente la existencia de ideas políticas diferentes que los justifiquen.

El FA es muchas cosas, incluso es la izquierda que las organizaciones sociales y sus militantes eligieron fortalecer por sobre otras izquierdas. Jugar sobre la raya puede ser una virtud. Puede ser innovar, desafiar lo masivo y aceptado. Pero quedar al margen suele ser un problema, y por eso las izquierdas extra Frente pesan tan poco.

Creo que el problema no es la izquierda que intenta mejorar lo horrible (ley de urgente consideración, presupuesto, ley de medios). Es el progresismo que suele aceptar lo inaceptable. La realidad es dura, como difícil reducir daños porque los votos están. La negociación cordial se contrapone a la oposición frontal y el progresismo de ayer puede ser la izquierda de mañana si se superan las muchas confusiones y vacilaciones de este hoy tan complejo.

David Rabinovich es periodista de San José.