La semana pasada se cumplió un año del asesinato de Felipe Cabral, más conocido como Plef en el ambiente del grafiti montevideano. El homicidio sigue sin ser aclarado.
Cuando se produjo este lamentable hecho se suscitó una fuerte polémica sobre la cultura del miedo que se venía instalando en la sociedad uruguaya y que, a esta altura, se encuentra fuertemente consolidada.
El 13 de junio de 1968, el gobierno de Jorge Pacheco decretó medidas prontas de seguridad, es decir, un estado de excepción que habilita al Poder Ejecutivo, con la anuencia de la Asamblea General, a suspender ciertas garantías constitucionales que tiene cualquier ciudadano en países democráticos. Por meses se extendió la vigencia de ese estado de excepción, lo que provocó una intensa movilización de estudiantes y trabajadores organizados.
El 9 de agosto, el ministro del Interior, Eduardo Jiménez de Aréchaga, por orden de Pacheco, ordenó el allanamiento de la Universidad de la República y de las facultades de Arquitectura, Agronomía, Psicología, Medicina y la Escuela Nacional de Bellas Artes. Esta medida provocó una indignación generalizada en el movimiento estudiantil, que comenzó a movilizarse y a convocar a la resistencia de tales atropellos.
El 12 de agosto de 1968, estudiantes de Odontología, Medicina, Enfermería y Veterinaria convocaron a una movilización desde la Facultad de Veterinaria; en el trayecto de la marcha fueron interceptados por un móvil policial que disparó contra los estudiantes, hiriendo de gravedad al estudiante de Odontología Líber Arce, quien falleció el 14 de agosto de 1968.
Líber Arce fue velado en la Universidad de la República, con una concentración multitudinaria que se calculó en casi 300.000 personas; muchos comercios cerraron sus puertas en señal de duelo, el transporte público decretó un paro general y varias iglesias hicieron sonar sus campanas al paso del cortejo que lo condujo al cementerio del Buceo.
Varios estudiantes fueron asesinados posteriormente, al igual que sindicalistas y dirigentes políticos, pero Líber Arce se convirtió en un símbolo de las luchas populares. Probablemente porque significó un hito que marcó que un Uruguay se terminaba: el Uruguay democrático, liberal e igualitario que el batllismo había impulsado. Ya asomaba con claridad el país neoliberal y autoritario que se terminaría de configurar con el golpe de Estado de 1973. Ese país proclive al autoritarismo y a la barbarie había estado latente en amplios sectores de la sociedad hasta que encontró los canales políticos y los sectores sociales que permitieron que se expresara en toda su horripilante dimensión.
En estos 15 años de gobierno frenteamplista intentamos desandar las trágicas consecuencias que este proceso provocó en nuestra sociedad. Se intentó recomponer una democracia de calidad por medio de un conjunto de políticas públicas que generaron más inclusión, más igualdad. Pero en el plano de la batalla cultural los procesos son más lentos y necesitan de claridad ideológica y decisión política, algo que sin duda nos faltó. Mientras tanto, ese Uruguay conservador se mantenía agazapado esperando a ser nuevamente representado por sectores políticos y sociales que lo interpretaran; esto les ha permitido perder todo pudor y expresar hasta con orgullo su barbarie.
La izquierda que sigue sosteniendo un pensamiento revolucionario –no como suceso violento, sino como transformación radical de esta sociedad capitalista neoliberal– discute sobre cuál o cuáles serían en esta nueva realidad el sujeto o los sujetos revolucionarios. Slavoj Žižek, en su libro Pedir lo imposible, sostiene que no habrá nuevamente un sujeto revolucionario, sino que hay que pensar en la gente que por diversas razones se encuentra en lo que denomina “posición proletaria”, a la que se le sustraen todas las condiciones objetivas para su desarrollo.
Se detiene en particular en la relación con las zonas hiperdegradadas de las grandes ciudades; donde se concentran más de 1.000 millones de personas en todo el mundo. La exclusión ya no se relaciona con la tradicional división entre obreros y capitalistas, sino simplemente con no permitir que alguna gente sea parte del “común” que participe en la vida pública.
Plef es o debería ser todo un símbolo de algo que se viene quebrando en el país, y que aquellos que soñamos con otra cosa deberíamos resistir.
El poder dominante actúa sobre estos territorios, donde abundan los niños y los jóvenes, mediante la represión y la despolitización. La religión, las drogas y hasta la meditación budista se convierten en los instrumentos para dicha despolitización. Žižek propone, por tanto, que la principal tarea de las organizaciones de izquierda es la politización de estas zonas hiperdegradadas.
Sin duda que Plef es una víctima de la política del miedo impulsada en estos últimos años en Uruguay.
Manuel Castells, en Ruptura: la crisis de la democracia liberal, sostiene que el miedo es la más potente de las emociones humanas, y que sus efectos sobre la política son profundos, porque allí donde hay miedo surge la política del miedo. Y paulatinamente, lo que son excepciones por motivos de seguridad se va convirtiendo en la regla que rige nuestras vidas.
La década de 1960 fue un momento de quiebre en Uruguay y en el mundo. El capitalismo se reestructuraba en su versión neoliberal, y las políticas promotoras de igualdad se desarticulaban. Para contrarrestar la resistencia popular se desplegó el autoritarismo de la mano de la doctrina de la seguridad nacional, culminando con las dictaduras que asolaron el continente.
En esa coyuntura, el asesinato de un joven estudiante se convirtió en un símbolo de la resistencia que llega cada vez más tenuemente hasta nuestros días.
Nuestro tiempo es muy diferente, ya no hay teorías revolucionarias que sostengan que el cambio está a la vuelta de la esquina. Campea un pensamiento único que obnubila con un mundo y un bienestar al alcance de la mano. El consumismo es la norma, y la formación académica resulta un instrumento cada vez más idóneo para sentirse parte de las supuestas oportunidades que el sistema nos ofrece.
El ser parte nos conmina a transar, a sentirnos incluidos, a convencernos de que a esa fiesta estamos invitados y a que no nos importe demasiado si hay muchos otros que no lo están.
La política del miedo redobla su apuesta y criminaliza no sólo al pobre, sino también al que con sus opciones de vida decide no transar y denuncia la exclusión. A aquellos que en los muros denuncian con su arte y resisten, a los que con su música rapera nos cuentan lo que sienten; en definitiva, a todos aquellos que para los nuevas normas que se quiere consolidar en nuestro país tienen apariencia delictiva.
En esas zonas hiperdegradadas de nuestro país, la respuesta no son más comisarios, sino más cultura y más oportunidades.
En esta dimensión, Plef es o debería ser todo un símbolo de algo que se viene quebrando en el país, y que aquellos que soñamos con otra cosa deberíamos resistir.
Marcos Otheguy es dirigente de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.