En 2014, y por iniciativa de Guido Manini Ríos, entonces director nacional de Sanidad Militar, se crea una repartición dentro del Ejército llamada Departamento de Asuntos Religiosos, que tiene como objeto “coordinar y regular las actividades religiosas en el ámbito de la Sanidad Militar, asegurando la asistencia espiritual a quienes así lo requieran”, según la resolución citada por el semanario Brecha.1 Una iniciativa que desde el funcionariado del Estado transgrede la abstención que este debe tener en asuntos religiosos e incluso, sin el atenuante que podría haber sido al menos considerar la diversidad religiosa de las personas que integran la institución estatal. Aunque, de todas maneras, la asistencia espiritual de las personas no le corresponde al Estado.

El 23 de setiembre de 2015, con la presencia de los comandantes de las tres fuerzas militares y de la primera dama María Auxiliadora Delgado, el cardenal Daniel Sturla bendijo la capilla del Hospital Militar, cuya construcción había comenzado el año anterior, cuando Manini Ríos era el director nacional de Sanidad. El hecho no sólo ignoró la laicidad de la institución estatal, sino que además, con el amueblamiento y bendición mencionada, parcializó el local a la sola denominación católico-romana, como en el caso anterior.2

El 18 de mayo de 2016, conmemorando el aniversario del Ejército Nacional, un grupo de oficiales de las Fuerzas Armadas, encabezados por los entonces comandantes en jefe del Ejército y de la Fuerza Aérea, Manini Ríos y el general Alberto Zanelli, respectivamente, participaron en una misa en la Iglesia Matriz, presidida por el arzobispo Daniel Sturla.3 Para la invitación, dichas jerarquías militares habían utilizado sus sistemas institucionales de mensajería y concurrieron con sus respectivos uniformes de gala, entregando al cardenal Sturla un obsequio “en nombre del Ejército Nacional”, en clara transgresión al respeto y la abstención que las instituciones estatales deben tener en relación a cualquier credo o expresión religiosa.

El lunes 17 de febrero de 2020 se realizó una misa de acción de gracias a la que se invitó a legisladores, funcionarios del Palacio Legislativo y a todo el pueblo a celebrar la eucaristía en el templo de la Aguada, dado que allí, a fines de 1828 y comienzos de 1829, funcionó la Asamblea General Constituyente y Legislativa del Estado Oriental del Uruguay.4 Concurrieron el cardenal Sturla y muy pocos legisladores, entre ellos Manini Ríos, pero ahora como novel senador de Cabildo Abierto.5 Si bien dicho evento no debe considerarse contrario a la laicidad del Estado, sí es una señal –al decir del sociólogo Néstor da Costa en la entrevista que sobre el tema brindara en radio Sarandí6– que repetida, según mi opinión, da lugar a una tendencia que supone una concepción y principios que sí son contrarios a ella y que según los tiempos y las oportunidades, en mayor o en menor medida, se manifiestan.

Se trata de una relación muy especial de lo religioso con el Estado y viceversa, donde desde lo jerárquico se establece una identificación entre ambos.[^7] Al estilo del cuius regio, eius religio, frase latina del siglo XVI que significaba que la confesión religiosa del príncipe (es decir, del superior y patriarca) se aplicaba a todos sus súbditos del territorio, en este caso ignorando la diversidad eclesiológica, principio empleado en el Sacro Imperio Romano Germánico entre luteranos y católicos para terminar con los enfrentamientos, bastante antes de la Revolución Francesa y del surgimiento de las repúblicas y de la conformación de las democracias como hoy las conocemos.

Lo que aquí se expresa es la necesidad de respeto y cuidado hacia las instituciones estatales. Instituciones que están al servicio de toda la población.

Nadie pone en tela de juicio que cualquier persona pueda profesar o no una religión. Y más aun, aunque ocupe un cargo en la cámara alta o la cámara baja, o sea presidente de la República u ocupe cargos públicos en cualquiera de las áreas del Estado y sus correspondientes dependencias, que por cierto son muchas, está plenamente aceptado que tiene todo el derecho de practicar su religión, su filosofía o su espiritualidad. Al menos siempre y cuando sepa distinguir los ámbitos donde se mueve y reconocer límites, no sólo por respeto a un ordenamiento jurídico republicano que así lo establece, sino y sobre todo porque allí está el fundamento mismo de la vida democrática en una sociedad conformada por personas diversas. Las reglas y las leyes se establecen por acuerdos y pactos en los que todas las funciones son elegidas y elegibles por la ciudadanía, procurando que la autoridad no esté en quienes tienen o quieren imponer el poder y por miedo son obedecidos, sino en quienes el reconocimiento les viene dado y por el cual luego se les escucha y respeta, tengan o no tengan investiduras o cargos ajenos o externos a ese ordenamiento. Como dice el evangelista Marcos de Jesús: “Y se admiraban de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”. (Marcos 1,22)

Más allá del pensamiento, ideas y concepciones que tanto la Iglesia Católica Romana como Cabildo Abierto o cualquier otro partido político pueda tener sobre el modelo de país, de sociedad y de ser humano, lo que aquí se expresa es la necesidad de respeto y cuidado hacia las instituciones estatales. Instituciones que están al servicio de toda la población, porque en la práctica y el quehacer cotidiano de las personas y la sociedad, ese respeto y cuidado hacia las instituciones estatales son la garantía de la convivencia pacífica en el país y del país en el concierto de las naciones. Y esto no significa restar importancia a las instituciones religiosas ni al papel histórico que han desarrollado y estén desarrollando, sino todo lo contrario, es más bien permitirles el espacio y las distinciones necesarias para que con mayor libertad ejerzan su tarea, al menos si de las enseñanzas de Jesús y los profetas bíblicos entienden que se trata.

Hugo Armand Pilón es pastor valdense.