En un esfuerzo por ver el bosque de la ley de urgente consideración (LUC), disimulado por el frondoso e impactante articulado de la peculiar herramienta jurídica elegida, parece importante remitirse en primer lugar a los antecedentes de la reforma constitucional de 1967 que incorpora ese instituto. Ojalá se produzca una corrida a las bibliotecas para rescatar la profusa producción jurídica a que dio lugar esa reforma, que el ciclo de la historia nos vuelve a traer para apreciar en todas sus dimensiones.

El pronunciamiento de los constitucionalistas, expertos en el tema, permitiría acceder a la indispensable mirada abarcativa que inscriba a la LUC en el marco de la Constitución. No es por falta de ellos, ni de una tradición de juristas destacados en ese campo, que se produce ese silencio.

La primera pregunta que surge es cómo hace un Parlamento para considerar en un plazo de tres meses como máximo una ley de casi 500 (457) artículos que contiene cambios radicales en una cantidad de temas fundamentales para la vida del país. Para apreciar la dimensión de lo que se le presenta a la sociedad con este proyecto basta con atender el trabajo de meses o años de las comisiones y de los plenarios de cada cámara para el tratamiento de leyes que incluyeron reformas en los temas más importantes incluidos en este paquete legislativo.

Concebir una ley que contiene reformas importantes y hasta radicales tanto en los derechos fundamentales como en la institucionalidad y la regulación de la economía implica una verdadera revolución de nuestras prácticas legislativas y de gobierno. No es sólo la cantidad de artículos y de temas tratados ni su importancia, sino la profundidad de los cambios que se pretende realizar en ellos.

La LUC puede compararse con varios de los institutos contenidos en la Constitución de 1967, cuya finalidad era un Ejecutivo fuerte que predominara sobre el Parlamento. Se anotan tres.

Primero, las Medidas Prontas de Seguridad (artículo 168, numeral 17), de las que abusaron los gobiernos autoritarios de finales de la década de 1960. Sin embargo, esas medidas están previstas con carácter transitorio, el Parlamento podía levantarlas por mayoría simple, y tampoco incluyeron reformas comparables en cantidad e importancia con las contenidas en este proyecto de LUC.

El segundo es la iniciativa privativa (artículo 86), por la que sólo el Ejecutivo puede proponer leyes sobre temas que suponen aumentos de gastos, como la creación de empleos o servicios públicos y beneficios jubilatorios. Se trata de temas bien delimitados que tienen que ver con el manejo de la economía (¿antecedente de la Regla Fiscal?). Pero, luego de presentado el proyecto, el Parlamento queda libre para considerarlo sin plazos que lo acorralen.

Y el tercero, el derecho de veto del Ejecutivo (artículo 145) a una norma previamente aprobada por el Parlamento, sobre un tema concreto, y tomándose el tiempo necesario. En el caso de las leyes de urgencia, es el Ejecutivo el que propone una iniciativa, en este caso un gran paquete, que el Parlamento desconoce y no ha podido considerar en profundidad.

El texto del artículo 168, numeral 7 de la Carta parece no fijarle límites al Ejecutivo en cuanto a la extensión, los contenidos y las situaciones en las que puede recurrir al procedimiento de urgente consideración para lograr la aprobación expeditiva de un proyecto. Sin embargo, como toda norma jurídica, es necesario proceder a su interpretación de acuerdo con los criterios que ella misma establece.

La interpretación de la Constitución sigue en lo fundamental esos criterios por los que se interpretan las leyes, a la vez que posee características especiales propias, en razón de su rango superior y el contenido fundante de sus disposiciones. Esas reglas están recogidas en el artículo 332, que establece que se debe considerar al conjunto de disposiciones como un todo, que los vacíos se deben llenar acudiendo a disposiciones similares, a opiniones de expertos, a pronunciamientos de la Justicia y a un cúmulo de principios denominado “reglas generales del derecho”. Toda esa construcción jurídica de procedencia europea establece no sólo que las normas deben ser coherentes entre sí en su contenido, sino, mucho más importante, que deben comulgar con los principios y valores que ella misma consagra.

En esa mirada de la totalidad, lo primero que se observa es que casi todas las leyes con iniciativa del Ejecutivo se tramitan por el procedimiento general de aprobación de leyes, que no establece plazos para su consideración (artículos 133 a 146). Al respecto, cabe remitirse al estudio de Daniel Chasquetti publicado en la diaria el 24 de enero.

Si luego se compara el régimen de las leyes de urgencia con otro procedimiento legislativo especial, como el de las leyes de Presupuesto y Rendición de Cuentas, se aprecia que la Constitución también les dedica una extensa y cuidadosa reglamentación, que incluye contralores para su ejecución (artículo 228) y limitaciones en su contenido (artículo 229). También se fijan plazos para aprobarlas, aunque significativamente más largos que los fijados para las leyes de urgencia.

A diferencia de las presupuestales, que cuentan con una reglamentación detallada en cuanto a contenido, oportunidad y procedimiento, las leyes de urgencia incorporadas a nuestra Constitución no sólo se caracterizan por los plazos exiguos para su tratamiento, sino que no poseen limitaciones en cuanto a su contenido y oportunidad para tratarlas.

Una característica crucial de las leyes de urgencia es que su no aprobación o rechazo en los plazos previstos lleva a que se considere aprobada la norma. Ese incumplimiento temporal acarrea una consecuencia de singular importancia, y, por lo tanto, excepcional. En el caso de normas presupuestarias, en cambio, el vencimiento del plazo posee el efecto contrario: la norma se considera no aprobada, lo que es grave, dado que el gobierno se queda sin una herramienta crucial de gestión y debe seguir recurriendo al presupuesto anterior (artículo 228, inciso segundo). Pero la gran diferencia consiste en que en este caso el que queda embretado es el Ejecutivo.

Las comparaciones realizadas llevan a la conclusión de que, más allá de lo que dice el texto de la norma, no resulta lícito acudir al mecanismo de las leyes de urgencia para iniciativas de cualquier extensión, contenido y en cualquier circunstancia.

Como mecanismo de excepción y de consecuencias graves, lo razonable sería recurrir a él sólo en casos especiales, en los que existan probadas razones de urgencia que lo ameriten. Ello supone, a su vez, que el tema a considerar en la iniciativa debe ser concreto y delimitado, ya que las situaciones excepcionales se dan ante un acontecimiento determinado. Sólo ese tipo de situaciones graves ameritan que el Ejecutivo limite la facultad legislativa del Parlamento. De otra forma, como ocurre en este caso, se caería en un uso de las formas, de las normas constitucionales para un fin distinto del que fueron concebidas, lo que restaría legitimidad constitucional a la iniciativa. Es lo que se conoce como “abuso del derecho”, en este caso mediante el abuso de las “vías procesales”.

Al no haberse dado razones válidas que justifiquen la urgencia o urgencias de introducir cambios importantes en esa vasta cantidad de normas, que en muchos casos están en la base de la institucionalidad vigente, se cae también en la arbitrariedad. Y en la medida en que se usa un instituto para un fin distinto del que fue concebido, al presentar el proyecto el Ejecutivo cometería una desviación de poder.

La iniciativa restringe garantías y derechos individuales fundamentales, como la libertad y el derecho de huelga, recorta autonomías, abole monopolios en sectores clave de la economía, deja sin efecto controles.

El abuso del derecho, la arbitrariedad y la desviación de poder son categorías construidas a partir de esos “principios generales del derecho” que se desprenden del conjunto del sistema jurídico, con amplia recepción entre los expertos en el tema (doctrina) y los jueces (jurisprudencia), principios que, como hemos dicho, el artículo 332 incluye entre los criterios para la interpretación de la Carta.

Atendiendo al contenido anunciado, la iniciativa restringe garantías y derechos individuales fundamentales, como la libertad y el derecho de huelga, recorta autonomías, abole monopolios en sectores clave de la economía, deja sin efecto controles, centraliza en el Poder Ejecutivo las decisiones en materias importantes, limita la participación de los sectores interesados, habilita la concentración de la actividad privada en sectores clave, y remata con la recepción del llamado “derecho al olvido”, además de un largo etcétera. No parece razonable que propuestas de tal magnitud puedan lícitamente ser tratadas en conjunto por el mecanismo de la urgente consideración. Así como tampoco lo es que ellas puedan considerarse urgentes. El desquicio es tan flagrante que cualquier ciudadano de a pie es capaz de llegar a estas conclusiones sin gran esfuerzo.

Lo anterior implica que la propuesta no condice con otro principio fundamental del derecho y de la actuación del gobierno, que es la razonabilidad. Esta tiene que ver con la coherencia entre los fundamentos y la selección del medio elegido, así como su adaptación a los criterios de normalidad más aceptados por la sociedad en una época definida de acuerdo con su historia, cultura, etcétera. ¿Quién podría considerar razonable esta iniciativa legal urgente, según nuestra cultura y tradición democrático-republicana?

La gravedad de la transgresión cualitativa a la Carta enervada en la LUC puede además percibirse cuantitativamente, si se compara la variedad, extensión e importancia de su contenido con la de las demás leyes vigentes, e incluso con la otra enciclopedia legislativa de las leyes de Presupuesto y Rendición de Cuentas.

Durante los gobiernos democráticos posteriores a la entrada en vigor de la Constitución del 1967, Chasquetti, en el artículo citado, lista 13 entre 1985 y 2019, de los cuales cuatro fueron rechazados. Sólo dos, presentados y aprobados durante el gobierno de Jorge Batlle, tienen la característica de contener distintos temas, de ser “leyes ómnibus”. Ahora bien, si se recorre su articulado (leyes 17.243 y 17.292), ellas presentan diferencias tanto en la cantidad de artículos (89 y 91, respectivamente) como en el número de temas que tratan, y en especial en la entidad y repercusión de las modificaciones que contienen. Son antecedentes que coinciden en demostrar el desborde y la ruptura que supone el actual proyecto.

Hay más. En cuanto a los motivos que llevaron a la inclusión de las leyes de urgencia consideración en la Constitución del 1967, Chasquetti recuerda que su objetivo era presionar a un Legislativo dividido, en el que era difícil conseguir las mayorías para aprobar leyes, por lo que, al contar con mayorías parlamentarias, no tendría objeto que el Ejecutivo electo recurriera a ese medio.

Esas mayorías parlamentarias vuelven, por otra parte, improbable que se consiga el voto de los tres quintos de los integrantes de cada cámara para levantar la declaratoria de urgencia (literal c). Es decir que se propicia esta iniciativa abusando también de las mayorías parlamentarias con que se cuenta. Es también un principio democrático-republicano que las mayorías no pueden ser usadas de cualquier forma.

Se ha dicho que el proyecto de urgente consideración pretende realizar un cambio radical en la línea seguida por los gobiernos del Frente Amplio. Sin embargo, va mucho más allá, porque una buena cantidad de las leyes que se pretende modificar atropellan los principios y las reglas de juego aceptadas y seguidas por los gobiernos anteriores y posteriores a la dictadura y que forman parte de las tradiciones y de la forma de democracia y república que caracteriza la vida política de nuestro país.

Vale la pena al respecto transcribir el artículo 82 de la Constitución, porque da cuenta de otro aspecto “constitucionalicida” del proyecto: “Artículo 82.- La Nación adopta para su Gobierno la forma democrática republicana. Su soberanía será ejercida directamente por el Cuerpo Electoral en los casos de elección, iniciativa y referéndum, e indirectamente por los poderes representativos que establece esta Constitución; todo conforme a las reglas expresadas en la misma”. Si la soberanía es ejercida indirectamente por los poderes que la propia Constitución define y regula, el planteamiento de una reforma de la magnitud propuesta por medio de un procedimiento como una ley de urgente consideración desconoce la voluntad del “Cuerpo Electoral”. La ciudadanía eligió gobernantes para que actúen dentro de las reglas de juego establecidas en la Carta, y no para que el Ejecutivo las rompa con el fin de avasallar al órgano más representativo de la voluntad ciudadana.

Todo el engendro urgente ha sido redactado con cuidado para esquivar la inconstitucionalidad, flagrante o formal. Pero, como han enseñado maestros constitucionalistas, el contenido y los valores de la Carta no están en sus formas, sino en los principios y conceptos en ellos contenidos.

Los atajos a las normas de la Carta llegan a lo ridículo. Una de las limitaciones a la presentación de leyes de urgente consideración consiste en que no se puede presentar más de una simultáneamente, o una nueva mientras haya otra en tratamiento (artículo 168, numeral 7, literal a). La solución fue fácil: juntarlas todas en un mismo proyecto.

Cabe realizar una distinción entre los conceptos de democracia y de Estado de derecho. El primero se relaciona, para decirlo en forma gruesa, más bien con las formas, en especial con la existencia de un sistema en el que los gobernantes se eligen por el voto popular. El segundo, con la serie de derechos y garantías fundamentales, individuales y colectivos consagrados en la Constitución, los que están obligados a cumplir en forma efectiva los tres poderes del Estado, en especial el Ejecutivo. Por lo que un gobierno podría considerarse “democrático”, pero si en él no rige el Estado de derecho, cae la República.

En conclusión: asignarle el carácter de urgente consideración a ese megaproyecto que contiene cambios radicales en una amplia variedad de temas de enorme importancia, cuando se cuenta además con mayorías parlamentarias, resulta inconstitucional y supone el quiebre del Estado de derecho, así como de la historia legislativa y de las relaciones entre el Ejecutivo y el Parlamento. Se recurre al uso abusivo de previsiones constitucionales, concebidas por su naturaleza y características sólo para determinados casos de excepción.

Asumir las consecuencias derivadas de lo anterior por parte de la oposición entrante supone sin dudas desafíos políticos de magnitud, pero ese es otro cantar.

José Antonio Villamil es abogado, y fue encargado del área de Patentes de la Dirección Nacional de Propiedad Industrial del Ministerio de Industria, Energía y Minería entre 1998 y 2015.