“No estamos haciendo política, [...] estamos gobernando”, y eso es “una responsabilidad superior”, afirmó el presidente Luis Lacalle Pou el lunes 23. Sin embargo, él y los integrantes de su Consejo de Ministros hacen política intensamente, todos los días y de varias formas. No tiene nada de malo por sí mismo, ni podría ser de otra manera. Lo malo es negarlo.

Las autoridades nacionales transmiten la idea de que sus decisiones tienen como único objetivo el indiscutible bien de todos, de modo que cuestionarlas es una impertinencia o –peor aun– una repudiable falta de patriotismo. Esta pretensión de estar en un pedestal se ve facilitada por la escasa actividad parlamentaria, las actuales restricciones a la participación ciudadana, y la escasa disposición de Lacalle Pou a intercambiar opiniones fuera de su círculo más cercano. El Frente Amplio le solicitó ayer una reunión, y lo recibirá recién el viernes de la semana próxima; el PIT-CNT le hizo llegar propuestas hace más de una semana, y todavía no le ha respondido.

Se insiste en que hay disposición al diálogo, y en que “todas las propuestas son bienvenidas” y “van a ser analizadas”, pero no hay un verdadero diálogo. El Poder Ejecutivo no abre el juego, decide solo y luego anuncia lo que hará (o anuncia que en algún momento anunciará algo). Esta es, por supuesto, una de las maneras en que está haciendo política, un día sí y el otro también.

Hay otras. Por ejemplo, están cargados de ideología los criterios para elegir a quiénes se obligará a aportar para el “fondo coronavirus”. El proyecto de ley que elabora trabajosamente el Ejecutivo se apoya, claramente, en una larga tradición de hostilidad y prejuicios hacia los funcionarios públicos (y hacia buena parte del Estado). A la inversa, abstenerse de reclamarle al sector privado algún porcentaje de contribución, con impuestos a los ingresos y patrimonios más elevados, es un elocuente manifiesto político, en línea con los relatos sobre un “país productivo” al que parasita la estructura estatal.

Alegar que los privados ya están sufriendo, y esgrimir como prueba el aumento del seguro de desempleo, es un error grave o una falacia: no todo el sector privado está en problemas, y lo que se propone no es agravar la situación de los castigados, sino quitarles un poco a otros, que en algunos casos han medrado con la crisis. Escudar a estos detrás de los trabajadores desempleados es política, y no de la alta.

Quizá el presidente y sus colaboradores piensan que, con esta manera de actuar, consolidan su posición ante gran parte de la ciudadanía, que en estos tiempos busca seguridad en los liderazgos “fuertes”, se somete a la autoridad sin chistar y se incomoda, se asusta o se indigna cuando alguien expresa discrepancias. Quizá creen que así allanan el camino para concretar su programa económico y social (que, en algunas áreas, ya comienzan a aplicar, con la Covid-19 como coartada).

Sea como fuere, al proclamarse como únicos agentes de la salvación nacional están, también, sembrando cizaña. Fomentan la percepción de una sociedad dividida entre leales y traidores, y sobre eso no puede crecer nada bueno.