Jafar Panahi se las ingenió y nos dio una pista valiosa para ocupar creativamente el tiempo en este confinamiento hogareño a que muchos estamos constreñidos o exhortados. En “Esto no es una película”, de 2011, realiza un ejercicio semi documental filmándose durante un lapso del arresto domiciliario que padeció por imposición del gobierno iraní, material que pudo sacarse en un dispositivo USB escondido en una torta de cumpleaños para luego ser exhibido en el festival de Cannes de ese año.

La similitud de la situación de reclusión con nuestro caso no se limita solamente al aislamiento forzado y al consiguiente apartamiento de los afectos, sino que alcanza también a un aspecto más sombrío que padece Panahi: la incomunicación y ruptura de los canales para la expresión del pensamiento.

El riesgo sanitario, la perplejidad generada por la indefinición temporal del retiro domiciliario y la disminución de los ingresos de buena parte de la población pueden generar un cóctel de insatisfacción y malestar explosivo si no se valoran los carriles de diálogo y los aportes que provengan de los colectivos sociales que se ven más amenazados por los efectos sociales y económicos de la pandemia.

El diario_ El País_, luego de una pausa de quince años, ha retomado con fuerza su tradición oficialista secular, calificando en un editorial del 25 de marzo a las posiciones del PIT CNT y la intersectorial como una manera de “medrar miserablemente” con la pandemia. Plantea ramplonamente y de forma maniquea la disyuntiva “patria o cacerola”, aduciendo que toda crítica al gobierno nacional es “darle la espalda al país” por constituir “un ejercicio absurdo de militancia en tiempos en que los esfuerzos deberían estar concentrados en salvar vidas”. Un burdo paralogismo de falsa oposición, diría Vaz Ferreira. El mismo presidente Lacalle, en una intervención desafortunada, ha utilizado peyorativamente el término hacer “política” para referirse a las acciones de quienes atisban alguna crítica de sus decisiones.

El problema está en que la política y la crítica son esenciales a la democracia y al progreso en todos los órdenes, bien lo sabemos todos los que sufrimos las épocas en las que se conculcaban.

Lo que cualquier posición de la derecha política no comprende, por las propias limitaciones que tiene su marco ideológico, es la importancia vital que reviste para el funcionamiento democrático la existencia de canales para la manifestación de las sensibilidades y puntos de vista distintos que portan y tratan de hacer valer las organizaciones representativas actuantes en una sociedad pluralista.

Toda la construcción democrática moderna descansa justamente en el reconocimiento de “organizaciones intermedias” entre el Estado y el individuo, que representen genuinamente los intereses sectoriales (del trabajo, el género, la religión, las ideologías, los estudiantes, etc) y que eviten la verticalidad deshumanizante de los aparatos burocráticos respecto de la persona, la que Franz Kafka retrató admirable y definitivamente. La frenética catarata normativa que el gobierno comunica casi diariamente revela no solamente una reconocible preocupación por la situación que genera la pandemia, sino también, en su conjunto, un rumbo que es necesario comprender y apreciar para contraponer a otras iniciativas provenientes de los propios interesados, de modo de generar deliberativamente los consensos necesarios.

Las manifestaciones de opiniones y propuestas distintas no constituyen una patología ni un aprovechamiento desleal y antipatriótico, sino una conducta funcional que permite el ejercicio de la libertad individual y colectiva y libera una energía que, comprimida, se traduce en una lesividad del derecho a la expresión del pensamiento y otros derechos fundamentales, cuando no un riesgo de otras dimensiones.

La preocupación del gobierno debería ser, contrariamente, promover el diálogo y las vías de “escape” de esa tensión contenida por la incomunicación de quedarse en casa y de no escuchar lo distinto.

Por eso es que, muy sabiamente, la Organización Internacional del Trabajo en un documento reciente -“El COVID-19 y el mundo del trabajo: repercusiones y respuestas”- afirma que “el diálogo social tripartito entre los gobiernos y las organizaciones de trabajadores y empleadores es un instrumento fundamental para elaborar y aplicar medidas reparadoras sostenibles, a escalas comunitaria y mundial. Ello requiere organizaciones de interlocutores sociales sólidas, independientes y democráticas”. Recuerda la OIT una experiencia histórica cuando dice que “varias crisis, entre ellas la Gran Depresión, han puesto de manifiesto que sólo podemos evitar el riesgo de que se produzca un círculo vicioso a la baja mediante la aplicación de medidas políticas coordinadas y eficaces a gran escala”.

Con más claridad, agrega: “Los gobiernos no pueden abordar las causas y las consecuencias de las crisis ni garantizar la estabilidad social o la recuperación sobre la base de medidas unilaterales. El diálogo social constituye un instrumento indispensable para gestionar las crisis de forma armonizada y eficaz y facilitar la recuperación, y es un método de gobernanza primordial para llevar a cabo cambios. El establecimiento de canales de comunicación eficaces y el diálogo ininterrumpido con los gobiernos son fundamentales para que las organizaciones de trabajadores y de empleadores puedan gestionar la reestructuración empresarial de manera sostenible y conservar el empleo”.

Una práctica virtuosa de reconocimiento de la importancia de la voz de los colectivos de interesados resulta por otra parte vital para “el día después”, o sea, la reconstrucción productiva y del tejido social posterior a la crisis, para lo cual esboza el documento un programa tendiente a la protección de los trabajadores en el lugar de trabajo, el fomento de la actividad económica y de la demanda de mano de obra y el apoyo al empleo y al mantenimiento de los ingresos.

Si la obra de Panahi no es una película, ni la pipa de Magritte una pipa, ojalá que de la actitud del gobierno podamos decir “esto no es un monólogo”.