Frente a la expansión del coronavirus, la ciencia está o debería estar preparada. La ciencia hoy se aborda desde el paradigma de la complejidad; se ha quebrado con los paradigmas que decretaban la necesidad de un abordaje determinista, positivista, que previera un conocimiento y control total de los datos para tomar decisiones en consecuencia. Desde hace por lo menos medio siglo estas teorías han dado paso a una mirada que considera la incerteza, la incertidumbre y, como parte de sus discursos más avanzados, la adaptabilidad y la resiliencia frente a fenómenos imprevistos como este. Sabemos que para problemas complejos no sirven respuestas simples que provengan de una sola disciplina, y sabemos también que lo que estamos viviendo hoy con el coronavirus no toma de sorpresa a la mayor parte de los investigadores contemporáneos, como tampoco a una gran parte de la política y de las poblaciones que saben haber “tirado” demasiado de la cuerda del sistema económico y social en el que vivimos, con terribles impactos ambientales que se reflejan en la salud humana.

Entonces creemos que la Universidad, en estos momentos, necesitaría detenerse un poco más. Detener la máquina universitaria para saber qué pensamos de lo que está sucediendo. Quiénes somos y cómo podemos responder.

Está claro que querer perseguir la normalidad de restaurar en modalidad online las clases y que no se pierda ni una semana del semestre es un gesto de solidaridad; la Universidad de la República (Udelar), por su carácter público y autónomo, es realmente uno de los pilares cívicos de la sociedad uruguaya.

Sin embargo, sólo se les está solicitando a las ciencias médicas y biológicas que pongan en práctica sus conocimientos, y aquellas asociadas a estas, como Enfermería y Psicología, han creado comités de emergencia. El resto se ha abocado a garantizar la continuidad de las clases. Vivimos un momento que tensiona el tiempo y el espacio natural de las investigaciones, y anticipa la necesidad de concentrarnos en qué está sucediendo y cómo colocarnos en este escenario. Claro que ya hay otras emergencias y devastaciones en curso por mano del modelo económico de explotación capitalista. No sólo el tan conocido cambio climático, sino también la muerte progresiva y extinción de varias especies y el crecimiento exponencial de los seres humanos en los últimos 150 años, llegando hoy en día a los 7.000 millones, con un aumento significativo también de la población en condición de vulnerabilidad, miseria y explotación.

La investigación, como decía Kurt Lewin, fundador en 1946 del Centro de Dinámicas de Grupo en el MIT, uno de los padres de la psicología social, necesita momentos de calma para indagar en los orígenes, las causas y el estado actual de determinados fenómenos. Pero también momentos de inter-acción, en los que no se puedan eludir los desafíos en tiempo real, sino que estos nos interpelen y tengamos que hacer y demostrar hipótesis aventuradas por la exigencia de las circunstancias. Estos momentos pueden desencadenar aceleraciones en los procesos de construcción de conocimiento que llevábamos lentamente, son ventanas en las que las condiciones disruptivas pueden generar un cambio de rumbo hacia nuevos horizontes.

Hay varias cuestiones que hoy hacen que la respuesta espontánea de los investigadores y de los estudiantes no vea esa oportunidad o tenga esa rapidez que esperamos en estas circunstancias. Por un lado, Donna Haraway, profesora emérita de la Universidad de Santa Cruz en California, nos dice que la universidad se está reduciendo a un lugar en donde prima el derrotismo en torno a la idea de que no podemos cambiar los grandes modelos y sistemas en los que vivimos. El haber estudiado demasiado el estado del arte catastrófico en el que nos encontramos y no ver respuestas acordes de los políticos y gobiernos para encontrar alternativas drásticas hace que los científicos más motivados prefieran intentar que algunas cosas, las de sus áreas específicas, funcionen bien o un poco mejor. Esto hace perder de vista la necesidad de compartir y multiplicar las intersecciones del conocimiento, para buscar respuestas complejas a un problema complejo como el que tenemos. Ella asevera que esto está contagiando también a los estudiantes.

Por otro lado, nos encontramos con la falta de capacidad y tiempo que muchos de estos grupos de investigación tienen para comunicar el conocimiento de manera comprensible a la población, que ignora gran parte de estas alertas, o participar en un proceso de cocreación de este, ayudando a la sociedad a adquirir más herramientas. Esto en gran parte se debe a los sistemas de evaluación trazados por métricas internacionales de producción y escritura de artículos científicos, que obligan a encierros en carreras académicas casi individuales o con pequeños grupos a muchos investigadores, lo que deja poco tiempo y nulo reconocimiento a las tareas antes mencionadas.

El título de este artículo es provocador: mientras escribo estas líneas sé de muchos docentes de la Udelar preocupados, colegas excelentes que están colaborando desde su lugar, así como proyectos de extensión que recibirán demandas concretas de los territorios, también sé de la solidaridad de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU) en la escritura de una plataforma de medidas destinadas a poblaciones vulneradas. Yo misma participo en un grupo de docentes de tres carreras distintas, voluntarios de la sociedad civil, gobiernos locales y otras instituciones, que estamos activos 12 horas al día desde que se lanzó la emergencia, para construir una plataforma que organice las iniciativas ciudadanas para apoyar la mitigación de los impactos sociales, económicos, territoriales, y muchos otros que tendrá el coronavirus en nuestro país.

Pero me gustaría que fuéramos muchos más discutiendo los cambios radicales que necesita nuestro accionar sobre el ambiente y las alternativas al sistema capitalista de explotación económica y social. Que para los estudiantes, este año, no sea un año cualquiera en su formación, sino tal vez el año que marque el porqué y el para qué utilizarán lo que están aprendiendo, y nos ayuden a adaptar nuestro conocimiento a sus desafíos generacionales reales. El año en que comprendan las injusticias sociales y ambientales que vivimos, que ayuden a organizar una recolección de alimentos para quienes no tendrán ingresos en las próximas semanas y tal vez meses, manteniendo así la esperanza encendida. Que organicen foros de estudio y debate sobre las crisis que vivimos, en ambiente, epidemias, carestías, migraciones forzadas, guerras, pero sobre todo para poner sobre la mesa las prácticas alternativas que nos cuidan y que debemos ensamblar y articular en colaboraciones posibles hacia futuros distintos.

Si bien será muy difícil restaurar los daños que hemos causado al planeta, como docentes tenemos que salir del “derrotismo” que implicaría seguir sólo dando clases online y continuar con nuestras investigaciones sectoriales. Por una actitud que cree reflexión y acción para dar una señal a los más jóvenes y a la sociedad de que estamos a tiempo de parar todo y comenzar un cambio impostergable.

Adriana Goñi Mazzitelli es antropóloga, doctora en Urbanismo, profesora adjunta de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo y del Centro Universitario Regional Este, Udelar.