La reclusión en nuestros hogares, para aquellos que tenemos una casa, es un tema común hoy ante la covid-19. Un tema que queremos volver a pensar desde la escritura, poner en nuevas palabras o, quizás, en palabras repetidas. De cierta manera, en estos apuntes buscamos sistematizar mínimamente este tema desde una perspectiva de la complejidad y la crítica. Es así que nos preguntamos: ¿qué produce y cuáles son las afectaciones subjetivas y comunitarias de este encierro voluntario? Sentimos la necesidad de hablarlo otra vez, narrarlo en su heterogeneidad. Desde lo que Foucault denominó “el gran encierro” (1967) sabemos que, además, hay otros encierros que hoy se configuran en microencierros plurales, diversos.

La pandemia del coronavirus ha significado un quiebre abrupto en la vida cotidiana de los sujetos, de muchos. No de todos. Ha implicado un pasaje al aislamiento físico, un corte de los vínculos cotidianos, de los contactos cara a cara. Vínculos y contactos que se han reconfigurado a través de la virtualidad para quienes cuentan con soportes y herramientas comunicacionales (internet, celulares, computadoras). Para otros, además de aislamiento, ha implicado despido laboral, seguro de paro, privación del sustento económico cotidiano, ruptura de vínculos laborales. Para unos, la muerte. Otros, desde lugares invisibles siguen la rutina cotidiana, no pueden parar, quedarse en sus casas. Trabajan, nos dan la luz, el agua, internet, transporte, limpian la ciudad. Si bien la pandemia nos atraviesa a todos, la vivimos de manera diferente y desigual según nuestras edades, según nuestras condiciones de vida, la clase social, la pertenencia a espacios de privilegio o de exclusión social, la geocultura que habitamos, la situación laboral, la identidad de género, la composición familiar, los estigmas depositados en unos y otros sujetos sociales.

El miedo presente en todos se diversifica con relación al contagio y la muerte, a la soledad en un hogar o a la “multitud” de un hogar, a la congoja por el otro (padre y madre, hijos/as, hermanos/as, abuelos/as, la internación de un pariente, amigos/as, vecinos/as, extraños o lejanos), a vivir el hambre anclado en historias sociales y familiares (huella transmitida histórica e intergeneracionalmente), al desempleo, a estar en contacto permanente con desconocidos (trabajadores de la salud, de supermercado, de farmacias, independientes, choferes, repartidores, feriantes, personal de limpieza de los hospitales, etcétera), a la vida en la calle, en la cárcel, en hogares del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, en la privación de libertad adolescente, en el asilo o el manicomio. El miedo, del mismo modo, recupera la memoria de tiempos pasados, en tanto huella más inmediata de momentos de la vida y de la historia, tanto individual como colectiva, que recuerda situaciones similares. Se actualizan así memorias de dictadura, de los presos políticos y sus familiares, de aquellos que vivieron el inxilio en dictadura o de los que se iban y no podían volver. Historias de otras ollas populares y de redes solidarias. Historias recientes, historias vivas.

El encierro, en la historia moderna, se ha incluido como imagen social del castigo. Castigo que ha significado aislamiento físico, “estar perdido de la sociedad”, como dijera un adolescente privado de libertad, la “muerte social” u “ostracismo urbano”. Encierro que muchas veces también es abandono, como el caso de los asilos o las instituciones monovalentes. Fundamentalmente, esta práctica sistemática ha implicado la aplicación de sufrimiento, el castigo dentro del castigo, procesos de dessubjetivación/subjetivación (Fassin, 2018; Silva, Ruiz Barbot y otros, 2019). En el encierro-castigo (cárcel), dice Fassin (2018), “el sufrimiento ocupa un lugar crucial”, se hace sufrir y, a la vez, se debe aceptar sufrir. Hay que asumirlo y enmudecerlo, ocultarlo, silenciarlo. Tristeza, confusión, angustia, soledad, desamparo, depresión, insomnio, desconfianza hacia todos, miedo a enloquecer y a las pérdidas (a más pérdidas), a las malas noticias que vengan de afuera, son sentimientos de quienes viven medidas de privación de libertad como forma de “rehabilitarse” o “curarse”. Pensar “a mil” y todo el tiempo (pensamientos invasivos, brutales, abrumadores, suicidas), estar sin hacer nada, sin actividad, caminar en el mismo y reducido espacio de una sala o una celda con poca ventilación, las más de las veces con poca luz, escuchar el sufrimiento de todos los que están allí, los gritos de los otros, ser depositario del desprecio social y sentirse resto social son algunos de los malestares y las afectaciones vividas en el encierro. Malestares que no se pueden expresar en ese espacio siniestro. Hablar de los sentimientos está vedado, máximamente entre varones (marca del sistema patriarcal). El castigo dentro del castigo, las sanciones profundizan el sufrimiento, enseñan la violencia. Encierro que, actualmente, se complejiza con la amenaza invisible del coronarivus. En algún establecimiento no hay visitas ni llegan noticias de fuera, el relacionamiento con el exterior y los afectos está clausurado. ¿Se agrava la situación de reclusión? Los afectos del sujeto desaparecen, será el Estado quien provea “lo necesario” (canasta), lo cual no es lo vincular. ¿Aquellos sentimientos y malestares se ahondan ante el encierro voluntario? ¿Emergen otros malestares? ¿Cuáles?

Hoy, ante el encierro voluntario, esa imagen de sufrimiento parecería que se ha significado, en principio, como aburrimiento. Aburrimiento en una cultura hedonista, una cultura que valora el goce.

Esta imagen del encierro en tanto sufrimiento está incorporada en cada uno de nosotros y en la comunidad. Por ejemplo, en Facebook y Whatsapp aparece una frase como “¿Qué le voy a hacer? Yo no tengo la culpa... tampoco voy a vivir como los presos”, y otra que, ante el encierro, define subir a la azotea de un edificio como una “búsqueda de salidas de los calabozos”–y justifica la salida de la casa en cuarentena–. Hoy, ante el encierro voluntario, esa imagen de sufrimiento parecería que se ha significado, en principio, como aburrimiento. Aburrimiento en una cultura hedonista, una cultura que valora el goce. Aburrimiento que se enlaza con sufrimiento y no así con la posibilidad de desplegar la imaginación y la creación, como señala Benjamin1 (Oyarzun, 2010). Nos preguntamos si los sentimientos de tristeza, miedo, confusión, soledad o el barullo apabullante, la angustia que vivimos todos ante la reclusión en nuestras casas dada por la pandemia se ponen en palabras. Si damos lugar a una conversación sobre lo que sentimos, sobre nuestros pensamientos o si, por el contrario, la exigencia internalizada de disfrute o felicidad como marca a fuego hace que se silencie. El aburrimiento, en algunos y luego de unos días, ha dado paso a la construcción de redes de solidaridad barriales y virtuales (ollas populares, cantos en balcones, acciones terapéuticas, etcétera. ¿El encierro voluntario posibilita una “nueva emergencia” de acciones colectivas?

El encierro en la pobreza extrema, hegemónicamente, ha sido invisibilizado. Encierro que confina al sujeto en el sufrimiento social. Sufrimiento que contiene no sólo necesidades materiales, sino que menoscaba la dignidad propia y de los otros cercanos ante el no reconocimiento de sus códigos culturales, ante el desprecio social del cual se es objeto. La expulsión del sujeto a un mundo aislado, el desempleo, el hambre, la vida en la calle y en el “cante”, violencias humillantes atraviesan la cotidianeidad de quienes viven en situación de pobreza extrema. Decimos mundo aislado porque el sujeto no vive experiencias sociales compartidas con otras personas en diferentes situaciones de clase. Y este mundo social aislado se naturaliza. No se visualiza que se vive en un mundo atravesado por procesos de asociación diferencial, que la gente con la que se está y se siente cercana es similar en términos de desigualdad (Saravi, 2015). Así, en la pobreza extrema, como mundo aislado, la inestabilidad estable es lo permanente y lo inesperado atraviesa la existencia cada día. La pandemia incluirá un acontecimiento más a dicha inestabilidad, una emergencia sanitaria más que se liga a varias otras emergencias. Pensar el día a día, ver cómo cuidar a un familiar enfermo, ver que no se venga abajo una pared o un techo de chapa, ver cómo proveer de alimento al hogar u hoy, si la olla popular funciona ese día, si se tiene abrigo y si es posible pegar la suela de los zapatos para salir o conseguir dinero para el boleto, sintiendo dolor de muelas o estando con parásitos y más, son hechos cotidianos e inciertos a resolver. El estar fuera de la casa, además, configura el día a día en este mundo social. Lo doméstico es un lugar público, la casa significa “aglomeración”: un espacio pequeño donde se aglomera una familia numerosa y no se puede mantener la distancia de un metro entre personas (Cano, 2020; De Souza Santos, 2020). Junto a ello se viven violencias humillantes, como la represión, la explotación, la discriminación, la indiferencia, que son parte también del día a día (De Gaulejac, 2008). La humillación es parte de ese “quedate en casa” que se le propone al sujeto desde una distancia social que no escucha ni la vida ni el sufrimiento en la pobreza extrema. “Lavate las manos” y “muchas veces al día”, en un territorio al que no llega el agua o en que hay una sola canilla para diez ranchos. Y podríamos continuar: “sacate los zapatos antes de entrar”, pero son los únicos, a los que se les pegó la suela en la mañana; “quitate la ropa, ponela en una bolsa y luego, lavala”, pero no hay otra ropa de abrigo, no hay agua, no hay lavarropas. De esta forma, se niega al sujeto como semejante, ciudadano, humano. La humillación produce el encierro-destierro subjetivo y comunitario de nuestros semejantes. Un sujeto dice “somos pobres, pero somos personas”, refiriéndose a la cuarentena en un asentamiento, a las limitaciones de sus “changas” y a la ausencia del Estado ante sus emergencias. Da cuenta del abandono del Estado, de la evasión de sus responsabilidades mientras “protege” al capital.

Asimismo, el encierro hasta ahora ha sido una práctica y un consumo cotidiano: alambres de púa, rejas “cuidando” las casas, puertas blindadas, temporizadores eléctricos, sistemas de alarma, de videovigilancia, cámaras de seguridad en las calles. El grito (reclamo) social de seguridad ya componía la reclusión en los hogares, generando otros mundos aislados (otras clases sociales, “integrados”, “excluidos”). Ese encierro, hoy invisibilizado, ¿hace que estemos presos de nosotros mismos? El encierro, desde este discurso, está incluyendo la militarización de la vida, de la ciudad, de las carreteras; policías y militares vigilan y controlan el espacio público. Junto a la covid-19, la amenaza y la represión policial-militar están reconfigurando la vida en sociedad, ¿la vida democrática?

Las fronteras se han ido reduciendo al hogar, al cuerpo. Estamos confinados en nuestros hogares. Nuestro cuerpo es la frontera. Cada vez nos fuimos alejando más del otro, del extranjero, del desconocido. Hoy la frontera abarca el contacto y el tacto. No podemos tocarnos, palparnos, sentirnos al lado de alguien; quien sea, tiene que estar a un metro de distancia o más. No “toleramos” su proximidad. Usamos tapabocas, guantes, nos lavamos las manos compulsiva y frenéticamente. Lavamos todo objeto que traemos a nuestras casas. Nos quitamos todo resquicio o marca de esos forasteros que, hoy, somos todos, unos de otros, cualesquiera. El otro contagia. Encarnamos el miedo “arbitrario”, “absoluto” a ese otro. Ese extraño puede ser portador de “mi” muerte. Y al mismo tiempo, lloramos por no poder abrazar a otros. La paradoja se encarna en nuestros cuerpos.

La pandemia paró nuestra marcha veloz, nuestra vida en la aceleración, en el rendimiento. Nos paralizó. Frenó nuestra vida productiva en un primer momento, nos encerró un poco más. Nos aisló físicamente cuando ya estábamos fragmentados socialmente; en tanto, participamos en un proceso de formación de fronteras sociales y disminución de las interacciones entre las distintas clases sociales. Sin embargo, enseguida nos avasalla la comunicación continua y caótica de Whatsapp. Irrumpen masivamente el videotrabajo, la enseñanza virtual, la propaganda y programas sobre la covid-19 en los medios, el Estado como voz en la pantalla y el sometimiento que estas esferas buscan conllevar. La casa se transformó en un espacio de intromisión o invasión de las instituciones de la sociedad, y dejó de ser un espacio de intimidad. Se ha vuelto un espacio de atención sanitaria, psicoterapeútica, consumista; espacio de trabajo, de enseñanza, de deporte, arte, comunicación; espacio de entrada de la alocución estatal, del discurso gubernamental en su opacidad. ¿Espacio de goce o de sufrimiento?

Parar nuestra marcha, y la aceleración neoliberal, nos han posibilitado pensar, encontrarnos con nosotros mismos, como sujetos reflexivos, y de allí con el sujeto colectivo. ¿Este corte de nuestra rutina nos ha dejado en el vacío, en el sinsentido de nuestras vidas y la vida en sociedad? ¿Nos permitirá pensar en otra forma de organización social? Sin saber cuál será. Simplemente construyéndola desde lo incierto, inesperado e inestable, desde nuestra propia fragilidad y finitud. No creo que sea momento de aventurar nada. No sabemos hacia dónde vamos ni si vamos. La incertidumbre compone, hoy, nuestro día a día. ¿Aprenderemos a vivir en la incertidumbre y cada tanto, naufragar en una isla de certeza?

Lo que sí sabemos es que de a poco, ante este acontecimiento inédito a nivel mundial, comunitario, relacional y subjetivo, comenzamos a pensar, a interrogarnos sobre qué está sucediendo (¿sin encontrar respuestas?), qué está significando el virus en nuestras vidas, vidas diferentes y desiguales. A escuchar cuáles son nuestros sentires, padeceres, miradas en este mundo de “perversas desigualdades”.

Lo que sí sabemos es que resguardando, construyendo y reconstruyendo vínculos sociales iremos pensando y desplegando nuevas formas de vida posibles. Quizás lo más plausible sea pensar que la pandemia nos devolverá al mundo relacional, aquel del cara a cara, del contacto corporal, siendo otros.

Mabela Ruiz Barbot es doctora en Ciencias Sociales. Este texto, si bien fue escrito por mí, fue iniciativa e invitación así como lectura con escrituras complementarias de la Magíster en Psicología y Educación Cecilia Baroni, e incluyó otros comentarios de la Magíster en Psicología y Educación Virginia Fachinetti.

Referencias bibliográficas

Cano, M. V. (2020). Cuando la frase “quedate en casa” no es igual para todos los sectores sociales. Rosario, Argentina. Recuperado en: www.elciudadanoweb.com.

De Gaulejac, V. (2008). Las fuentes de la vergüenza. Buenos Aires: Marmol-Izquierdo.

De Souza Santos, B. (2020). Al Sur de la cuarentena. La Red21. Montevideo, Uruguay.

Fassin, D. (2018). Castigar. Una pasión contemporánea. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.

Foucault, M. (1967). Historia de la locura en la época clásica. Tomo I. Buenos Aires: FCE.

Oyarzun, P. (2010). Walter Benjamín. El narrador. Introducción, traducción, notas e índices de Pablo Oyarzun R. Santiago de Chile: Ediciones Metales Pesados.

Saraví, R. (2015). Juventudes fragmentadas. Socialización, clase y cultura en la construcción de la desigualdad. FLACSO-México: CIESAS.

Silva, D. y Ruiz Barbot, M. (2019). Te pesa la cana. Afectaciones subjetivas del encierro adolescente. Montevideo: Isadora Ediciones.


  1. “El aburrimiento es el pájaro de sueño que empolla el huevo de la experiencia”.