Nuestra vida social está mediada por imágenes, por representaciones que hacemos del mundo, de las relaciones que entablamos con otros, de las circunstancias que nos rodean, de cómo estas nos afectan y de las expectativas que tenemos acerca del comportamiento de los otros. Estas imágenes determinan el ejercicio de nuestra imaginación, nos brindan el marco a partir del cual podemos representarnos cómo podría llegar a ser nuestra vida en relación con los demás, establecen el mapa de aquello a lo que podemos aspirar y cómo lograrlo, cuáles deberían ser las normas que nos regulen, al igual que los límites y las restricciones a nuestros fines o la forma de gobierno que nos damos; es decir, delimitan el ejercicio de la imaginación al decirnos qué es lo que puede ser y cómo puede ser.
La conformación de tales imágenes y del ejercicio de imaginación que posibilitan es alimentada por la tradición, la historia, las narraciones compartidas y también las formulaciones teóricas que explican y proyectan cómo debería ser esa vida social compartida. Estas verdaderas “narrativas de justificación”1 son las que determinan, entonces, los límites de nuestro mundo social, cómo lo representamos y cómo creemos que podría transformarse. Sin embargo, hay un problema asociado a ellas: estas imágenes pueden capturarnos y apresarnos, confinándonos exclusivamente al territorio que ellas demarcan y evitando que podamos acceder a otras que nos permitirían percibir en forma diferente nuestra realidad social. Estas imágenes que nos atrapan o nos tienen cautivos pueden llevar a que comprendamos la realidad social en forma parcial, unilateral o distorsionada, por lo que en la delimitación del mundo social y en el ejercicio de la imaginación tendríamos una brújula rota o un mapa incorrecto. El diálogo, las exigencias de justificación y la crítica son las herramientas que suelen corregir los mapas y reparar las brújulas.
Tengo la sensación de que el actual gobierno se encuentra atrapado por algunas imágenes que han articulado sus narrativas de justificación durante la campaña electoral y de que eso lo lleva a ver en forma unilateral o parcial las circunstancias que nos afectan y a comprometerse con medidas que no son las mejores o simplemente están directamente reñidas con la justicia. Veamos dos de ellas ante la reciente crisis sanitaria y económica que estamos atravesando.
La primera puede entreverse una vez que se considera la necesidad alimentaria que el gobierno, por medio del Ministerio de Desarrollo Social (Mides), atenderá con canastas de alimentos, que se otorgarán a los trabajadores informales sin cobertura social y a los hogares beneficiarios de las Asignaciones Familiares y el Plan de Equidad con mayor vulnerabilidad económica. Con esto se aspira a atender un problema social inminente y acuciante, pero la pregunta que surge es por qué no utilizar mecanismos ya implementados por el Mides que se encuentran probados e institucionalizados y que serían mucho más eficientes que esta medida, que requiere hacer todo de cero. Por ejemplo, la Tarjeta Uruguay Social consiste en una transferencia de dinero a los hogares más vulnerables para que estos la gasten en alimentos y artículos de primera necesidad. Esta Tarjeta trabaja con una red de comercios en todo el país y tiene el beneficio del IVA. Creo que todo hubiese sido mucho más simple y eficiente si, en lugar de hacer una licitación para determinar a quiénes se les compran las canastas que distribuirá el gobierno, se hubiese extendido la Tarjeta Uruguay Social a la población que se pretende beneficiar por los dos meses que el gobierno propone, o, si es necesario, más. ¿Cuál es la imagen o la narrativa que apresa al gobierno y no lo deja optar por la solución más eficiente? La imagen o narrativa es que la mejor forma de intervenir no es con transferencias de dinero, porque estas desestimulan la “voluntad de trabajo” o “pueden ser utilizadas para comprar bienes no básicos”. Esto lo hemos escuchado infinidad de veces, hasta que, al final, se impuso esa imagen que les atribuye la condición de “truhanes”, al decir de Julian Le Grand,2 a los potenciales receptores, imagen que es estrictamente consistente con lo afirmado en la campaña electoral, cuando se daba a entender que el Mides financiaba a gente que no quería trabajar. No es nada nuevo en el mundo concebir de esta forma a los más vulnerables, pero estas creencias también tienen el efecto de atrapar a quienes las promueven y, por lo tanto, dejan fuera de su horizonte de posibilidades la Tarjeta de Uruguay Social, que no sólo es mucho más eficiente que las canastas, sino que también exorciza todos los temores posibles, ya que solamente puede ser utilizada en alimentos y artículos de primera necesidad.
El actual gobierno se encuentra atrapado por imágenes que han articulado sus narrativas de justificación durante la campaña electoral y eso lo lleva a ver en forma unilateral o parcial las circunstancias que nos afectan.
Una segunda imagen que atrapa al gobierno en sus medidas es la de “no aumentar los impuestos”. Al igual que en el caso anterior, esta afirmación bordó la campaña electoral y ha terminado apresándolo. En consecuencia, el camino por el que se opta para financiar el Fondo Coronavirus es el de rebajar los salarios públicos, atentando contra cualquier intuición mínima de justicia, ya que no hay justificación razonable para no incluir en la medida a los trabajadores privados. En la última situación de crisis que tuvo el país, la de 2002, la decisión de incrementar el impuesto a los sueldos afectó tanto a públicos como a privados, lo que deja a Jorge Batlle como un paladín de la justicia distributiva frente al gobierno de Lacalle Pou. Para defender tal posición se ha argumentado que los trabajadores privados corren un mayor riesgo de perder su trabajo, lo que es cierto, pero ¿qué pasa con los que no lo pierden? ¿Y por qué no expandir la medida a, por ejemplo, las rentas del capital y la tierra y a las grandes exportaciones? Ya hemos visto, por la generosa contribución que los sectores rurales están dispuestos a hacer, su capacidad contributiva. Entonces, ¿por qué quedarnos con la caridad, al decir de John Rawls,3 y no pasar a la obligación que impone la justicia? Es justamente esta última la que asegura que la democracia sea un “sistema equitativo de cooperación entre ciudadanos libres e iguales”.4 Todo esto pauta que, desde una perspectiva de justicia, la medida es indefendible. Pero probablemente lo más significativo es que verse atrapado en esa imagen de “no aumentar los impuestos” le ha impedido al gobierno, al igual que en el caso anterior, utilizar la estructura tributaria vigente y trabajar a partir de ella. Las medidas que la crisis demanda podrían perfectamente haberse instrumentado dentro de las franjas del Impuesto a la Renta de las Personas Físicas. Sin embargo, el quedarse apresado en la narrativa de no aumentar los impuestos lleva al gobierno a rebajar los salarios, lo que es mucho peor.
El gobierno, como es su obligación, intenta transmitir la idea de que lo orienta el objetivo de garantizar el bien de todos; a eso se refiere el presidente cuando habla de “una responsabilidad superior”. Lamentablemente, el estar atrapados en sus propias narrativas les impide al presidente y al gobierno cumplir de la mejor forma con tal responsabilidad. Es necesario tener la grandeza de los mejores estadistas para aceptar esto y trabajar con todos los uruguayos por el bien de todos. En eso consiste la verdadera “responsabilidad superior”.
Gustavo Pereira es profesor titular de Ética y Filosofía Política en la Universidad de la República.
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Rainer Forst, Normativity and Power, Oxford, Oxford University Press, 2017. ↩
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Julian Le Grand, Motivation, Agency, and Public Policy: Of Knights and Knaves, Pawns and Queens, Oxford, Oxford University Press, 2003. ↩
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John Rawls, La justicia como equidad. Una reformulación, Barcelona, Paidós, 2002, p. 190. ↩
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Ibid., p. 186. ↩