Se ha parado el mundo. Por primera vez en nuestras vidas vemos un planeta detenido. No hay vuelos entre Estados Unidos y Europa, las dos zonas más influyentes desde hace décadas. China cerró sus fronteras al exterior e inmovilizó 1.200 millones de personas. El gigante asiático paralizó la economía mundial y dejó una flota de barcos a la deriva: muchos habían zarpado desde Sudamérica, algunos de Montevideo para transportar madera y carne, que quedaron sin destino. Hoy la mitad de la especie está confinada en sus casas. No hay turistas en el Taj Mahal. Desde febrero La Meca no recibe multitudes de peregrinos musulmanes. Las pirámides de Egipto descansan. La rue Mouffetard ya no vende crepes y sus adoquines brillan pulidos por las suelas de otros zapatos, que hoy no la caminan. Ya nadie hace pis en la Place de Saint-Sulpice. Broadway está desierta y las luces de sus marquesinas parecen tubos lux que quedaron encendidos en una cocina nocturna sin cocinero y con la familia durmiendo. La avenida más ancha del mundo, la 9 de Julio, no tiene el enjambre de Renaults y taxis que suele surcar los 140 metros de asfalto que rodean el obelisco. En El Alto los aymaras no venden en la feria herramientas baratas, pañales ni bagatelas.

Miro el cielo y no veo los trazos blancos de los aviones a chorro, como se decía cuando niño. Salgo al balcón y no está Richard, el cuidacoches infaltable y vocinglero. Llega el mediodía y la algarabía de los adolescentes del liceo no se escucha. Se ha frenado el mundo. No lo había imaginado posible. Si hace un año me hubieran dicho que esto iba a suceder, no lo hubiera creído. Digo, no la pandemia de la gripe nueva para la que no tenemos vacuna; eso sí era muy probable que ocurriese. Lo habían anticipado y era parte del imaginario colectivo. Lo que nunca hubiese vislumbrado posible es que se parase el mundo. Que los países pudieran convencer a los ciudadanos de que se aislaran en sus hogares. Que cerraran las fronteras en Europa no para los inmigrantes africanos, sino para los propios españoles, italianos e ingleses. Todos los restaurantes tienen las cortinas metálicas bajas. Hollywood hiberna. Messi, Suárez, Neymar y miles de futbolistas entrenan solos en sus casas. El mayor espectáculo del planeta despachó a sus jugadores a seguro de paro. Billones de dólares congelados. Los juegos olímpicos se postergan. Wimbledon se cancela por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. Los profesores dan clases virtuales a estudiantes encerrados entre cuatro paredes. Las camas de los burdeles están frías. Las guerras han amainado y el inefable Ejército de Liberación Nacional, de Colombia, propuso una tregua unilateral. Tesla ofreció derivar su carrera en la automatización automotriz para fabricar respiradores mecánicos.

¿Qué paradoja es esta que estamos viviendo? En el siglo de la mayor aceleración tecnológica y de la vida, el mundo se ha inmovilizado. ¡Lo hemos podido parar! Esta vez como respuesta al pavor de un contagio mortal y en defensa del valor humanista de preservar la vida de los más débiles. En esta ocasión la causa fue una reacción urgente provocada por el miedo, y por eso tantos están sufriendo las consecuencias de una dura crisis económica, marcada por el desempleo creciente, la quiebra de empresas, la caída en la pobreza y el tedio de la cuarentena. Pero tal vez, cuando esta pandemia pase, ahora que ya sabemos que somos capaces de ponerle el freno de mano al sistema, se nos ocurran otras razones para ir más lento. Por ejemplo, aliviar la presión sobre el ecosistema planetario podría ser una buena razón, mejorar la calidad de vida podría ser otra. Frenar no necesariamente tiene que ser sinónimo de crisis económica, como ahora. El mundo capitalista acelerado parecía imparable y, sin embargo (al menos por un breve tiempo, porque se reacomodará), hoy no se mueve. Para un escéptico como yo, este ha sido un singular descubrimiento.

Felipe Arocena es doctor en Ciencias Humanas y profesor titular del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.