Somos contemporáneas de un virus sin vacuna a la vista, que nos mantiene en vilo, que se asienta sobre las bases de nuestras miserias, que exacerba las desigualdades: su generalización empeora o amenaza con mayor rigor la vida de quienes el sistema mantiene precarizadas y excluidos, excluidas y precarizados, siempre en la periferia pero al ritmo del rigor del día a día.

Un hashtag nos convoca a quedarnos en casa, a cuidar entre todos a la comunidad, a evitar con responsabilidad la propagación de la, hasta ahora, mayor pandemia de nuestra generación.

Por su literalidad y significación este mensaje va dirigido a una minoría privilegiada; el mensaje recrudece particularmente uno de los problemas más lacerantes que enfrentan millones de personas en el mundo: la negación del derecho a la vivienda.

El universo de personas que ven vulnerado este derecho claramente no son sólo aquellas que viven en situación de calle, sino también quienes corren el riesgo de estarlo: quienes padecen el hacinamiento, habitan lugares ruinosos o inundables, carecen de agua potable y saneamiento o, por las características en las que ocupan los espacios que habitan, atraviesan permanentemente el riesgo de un posible desalojo.

En el caso de Uruguay, las personas en situación de calle atraviesan una condición particularmente estigmatizada y castigada. Nuestra legislación siempre ha reflejado el desprecio sistemático a esta expresión de pobreza extrema, declarando con mayor o menor énfasis como un “estado peligroso para la sociedad” la vagancia y la mendicidad; quien “vive en la calle” nunca ha sido considerado sujeto de derecho.

Antes de la declaratoria de emergencia sanitaria, el flamante ministro del Interior, Jorge Larrañaga, amparado en la ley de faltas promulgada en 2013, lo expresaba de esta manera: “La situación de personas en situación de calle no es un derecho. Hay faltas en el sistema jurídico del país que perfectamente se pueden aplicar y que obviamente vamos a llevar adelante porque la gente en situación de calle también afecta la propia convivencia en la sociedad. Eso es lo que habilita hoy el marco jurídico legal”.

Allí, en la “situación de calle”, se ha cristalizado al sujeto de las exclusiones, de la marcación, de la falta, del encierro; en términos foucaultianos, “las finas tácticas punitivas” se dirigen hacia ellos.

Efectivamente, en la Ley 19.122 (conocida como ley de faltas) podemos identificar la manera en que se descarga una batería de medidas contra quien “ose” ocupar indebidamente el espacio público, imponiendo un castigo, una marca por la falta cometida y la posibilidad del encierro ante la reiteración. Las cuatro grandes formas de tácticas punitivas descritas por Foucault en sus clases en el Collège de France sobre “la sociedad punitiva” están allí recogidas:

  • Excluir: prohibir todas las reglas de hospitalidad a su respecto;
  • Imponer una falta a la persona infractora: quien ha contravenido las reglas queda así atrapado a la fuerza en un conjunto de compromisos que lo obligan;
  • Marcar: dejar cicatriz, poner un signo en el cuerpo; una mancha simbólica a su nombre, humillar a su personaje, hacer mella en su estatus.
  • Encerrar: borrar la ciudadanía del infractor. Obligarlo a buscar en otra parte un lugar bajo el sol.

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Todos los efectos de la emergencia sanitaria sumados a la impronta punitivista del nuevo gobierno desnudan el tratamiento dado a las personas “sin derechos” aún antes de la pandemia; hoy se expone crudamente la forma de conducir a los no-ciudadanos que deambulaban y hoy deambulan por nuestras ciudades, en conflicto permanente con la ley.

El discurso oficial cambió ligeramente después del 13 de marzo; Larrañaga le pasó la vocería del tema al ministro de Desarrollo Social, Pablo Bartol, y el asunto pasó a tener otro enfoque en la arena pública, aunque fuera de cámaras el espíritu del tratamiento sea el mismo: el control, la limpieza social, el higienismo.

En pocos días se ha intentado mostrar que la situación puede ordenarse mediante mecanismos de internación compulsiva y mayor control sobre los cuerpos, con galpones llenos de camas, en filas implacablemente alineadas, estrictamente separadas y vigiladas, en hoteles adaptados gracias al aporte de empresarios “desinteresados”.

La incertidumbre sobre la vuelta a la normalidad nos alerta justamente de que nada volverá a ser igual, que hemos guardado un silencio cómplice y ensordecedor ante obscenas injusticias.

Lo cierto es que la impronta en el abordaje de las situaciones la darán las nuevas autoridades, como podemos ver con el caso del famoso hotel de “los Gerwer”1 y Gabriel Cunha, designado como encargado del programa Calle al Interior del MIDES, ex jefe de campaña de Verónica Alonso y vinculado fuertemente con la iglesia Misión Vida y con los hogares Beraca, centros reconocidos por las denuncias de abuso y violación de derechos humanos.2

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María, Elizabeth, Sergio, Itzel, Jorge, Dylan, Paula, Mariana, Susana, Diego, Mauricio, Marcos, Juan, Héctor, Jimena, Xion, Alicia, Sofía, Marcos, Martín, Santiago, Sonia, Walter, Tomás, Robert, Felu, José Luis, Gerardo, Gustavo, Paula, Marisa, Gustavo de Pena, Lourdes, Agostina, Eduardo, Erika, Julio, Andrés, María de los Ángeles, Nicolás, Rocío, Franco, Sergio...

No son invisibles ni cuerpos anónimos, son personas de carne y hueso, son nuestras hermanas y hermanos, muchos agrupados hoy en el colectivo Ni Todo Está Perdido (Nitep), plataforma desde la cual se ha ampliado la voz de un sujeto político negado, invisibilizado, castigado. Su identidad no es la calle ni reivindican vivir ahí, su lucha es por la ciudadanía plena, por el derecho a la ciudad, contra la criminalización de la pobreza.

Mucho antes del primer contagio de covid-19 en el mundo, en torno a Nitep ya se habían levantado las voces a través de las cuales se enunciaba con potencia que la calle no es un lugar para vivir ni para morir.

Esta emergencia nos muestra cuáles son las verdaderas urgencias, las de siempre, las de ahora y las que están por venir. Las que no pueden esperar ni aun en el suspenso de la emergencia sanitaria.

¿Qué será de nuestro futuro común?

La incertidumbre sobre la vuelta a la normalidad nos alerta justamente de que nada volverá a ser igual, que hemos guardado un silencio cómplice y ensordecedor ante obscenas injusticias, que seguimos siendo funcionales a la sociedad del castigo, la vigilancia y la disciplina, que somos y seremos responsables por dejar morir las vidas que sugiere la maquinaria de la necropolítica que no merecen ser vividas.

Me sumo al anhelo del “no todo está perdido”.

Más temprano que tarde caerán los barbijos, nos volveremos a tocar, y la otra emergencia, la de la búsqueda del otre, será la que nos queme por dentro.

Valeria España es abogada, magíster en Derechos Humanos y Políticas Públicas y socia fundadora del Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Humanos.


  1. “Autoridades del Mides aseguran que desconocían el vínculo del hotel con Verónica Alonso” (la diaria, 25 de marzo); “Hotel que la familia de Alonso alquiló al Mides está impedido de contratar con el Estado” (Sudestada, 31 de marzo). 

  2. “Denuncian violación a los derechos humanos en los hogares Beraca”, disponible en ladiaria.com.uy/U1a