El 13 de marzo, en el momento en que Uruguay declaraba estado de emergencia sanitaria, con el equipo de Doméstica realidad nos encontrábamos en la sala Atahualpa del teatro El Galpón, donde nos preparábamos para nuestra segunda función con público. La alarma llegó rápidamente a la boletería del teatro. Nos llamaban para saber si hacíamos o no la función. A media hora de “dar sala” –y sin mucha idea de la magnitud de algo que nos estaba advirtiendo que no somos una isla separada del resto del mundo–, la función se hizo. Y fue la última. A la salida, mientras conversábamos con el público que desprevenidamente había asistido, leíamos atónitas los carteles que alguien había pegado sobre los afiches: “Debido a la emergencia sanitaria, todas las funciones quedan suspendidas hasta nuevo aviso”. Ese día, mientras juntábamos los objetos y guardábamos el vestuario, sin tener tiempo aún de reflexionar sobre la dimensión social y económica de lo que se avecinaba, sobre la pandemia en sí, cada una rumiaba en silencio: “¿Cuánto tiempo estarán suspendidas las funciones? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Cuándo podremos reponer?” Rápidamente nos dimos cuenta de que las preguntas no tendrían respuestas inmediatas e intuimos lo que se hizo evidente en el correr de los días: que el estado de excepción se extendería indefinidamente y que otros problemas, que brotarían tan rápidamente como los “nuevos casos” eran mucho más apremiantes que nuestras funciones. De la angustia al renunciamiento, cerramos –literal y afectivamente– la puerta de la sala Atahualpa dejando a nuestras espaldas los artilugios de la ficción: escenografía, vestuario, utilería; todo ese universo que meticulosamente habíamos construido durante meses de trabajo intenso, en horas extras, honorarias, supeditando otras cosas de la vida, como se hace habitualmente en el teatro independiente. Y allí quedó, como una ciudad abandonada, tragada por la oscuridad.

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Luego vinieron días de hiperconectividad y de reuniones virtuales. ¿Cómo reformular el proyecto para poder seguir adelante? Hacer la obra de todas formas, en un lugar no habilitado, era criminal en plena avanzada de la epidemia. Reescribir el texto era poco motivante cuando nunca habíamos querido escribir teatro, sino hacer teatro. ¿Transformarla en algo que pudiéramos hacer desde nuestras casas... por Zoom? No, no tenía sentido. Eliminamos todas esas posibilidades, que no eran otra cosa que intentos fallidos de elaborar la frustración de no poder hacer lo que queríamos y lo que el trabajo, por ser teatral, necesitaba: mostrarlo a las y los otras/os, en vivo y en directo. Ahora estábamos confinadas en nuestros espacios domésticos y la obra, que trataba de lo doméstico, se reía de nosotras, como un fantasma en rebelión: guantes de goma, tapabocas, escobas, la situación precaria de las empleadas domésticas, todas esas imágenes que poblaron nuestra escena surgían ahora a borbotones en la prensa y en las redes. Pero lo que más nos asustó fue el hashtag. En el último acto de la obra, nos peleábamos con múltiples recomendaciones del nuevo mercado de lo cool, que revaloriza, en clave contemporánea, el autoconfinamiento en el espacio privado. “Tu casa es tu país y vos sos su presidenta”, decía uno de los personajes. “El piso debería estar siempre limpio para que contraste con el afuera”, decía otro, pies descalzos, pensando en un hashtag para promocionar la nueva vivienda de las “mujeres de hoy”: #tucasaestuesencia, #houseproblemsfree, #homeagain... Nos reímos mucho durante el proceso de creación inventando hashtags, hasta que de repente, un sábado lluvioso, nos vimos en nuestros sillones, con miedos múltiples y pies con desinfectante, mirando el hashtag televisado, repetido hasta el hartazgo por pantallas del mundo entero: #quedateencasa.

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Sin cuestionar aquí la estrategia sanitaria que nos recomiendan los saberes expertos, el hashtag, el oficial, me da vueltas en la cabeza. Pienso en que “quedate-en-casa” es el imperativo más antiteatral de todos los que conozco. Recuerdo un viejo libro, de un autor llamado Jonas Barish, The Anti-theatrical Prejudice (University of California Press, 1981), donde analizaba los diferentes argumentos que a lo largo de la historia occidental se esgrimieron en contra del teatro, desde tiempos de Platón hasta el siglo XX. El libro, por su época y su procedencia, se perdía de otros “prejuicios antiteatrales”, menos filosóficos y más ensañados, como aquellos esgrimidos violentamente contra el teatro durante las dictaduras militares latinoamericanas o, más recientemente, en los “tarifazos” de las políticas de Mauricio Macri en Argentina o en las prohibiciones homofóbicas de Jair Bolsonaro en Brasil. Sumando todos esos prejuicios, más o menos terribles, el “quedate-en-casa” me parece el peor en su género. Es la anulación misma de las condiciones sociales en las que el teatro se realiza. Repito, no lo cuestiono en lo inmediato, en lo que respecta al cuidado de las/os otras/os en la situación en la que estamos, sino en el perjuicio que esta idea, o su extensión filosófica, conlleva para el desarrollo de la actividad teatral en el futuro. Por más que inventemos diversas formas de encontrarnos durante estas semanas en el espacio virtual –¡y bienvenidas sean estas! –, el teatro fue, es y será colectivo y presencial o, simplemente, no será.

Sin dudas habrá que pensar estrategias cuando salgamos del _shock_. El teatro será presencial y colectivo, o no será. Confío en que volverá a ser, pero seguramente habrá que salir a recuperar espacios e inventar nuevos.

El teatro, artificio arcaico si los hay, no tiene, como la música o el cine, el procedimiento de la grabación como un elemento esencial de su producción y de su difusión, que permite escuchar o ver en diferido, de apreciar también en soledad. Se puede adaptar una escena a una cámara, se puede ver teatro filmado, se puede hacer videos de Youtube, pero siempre será una captura infeliz de eso que no puede estar siendo, de un convivio prohibido. Sí, así de arcaico y de poco aggiornado es el teatro.

El otro día escuchaba a Matías Feldman, un director, actor y dramaturgo argentino, en uno de los tantos “vivos de Instagram” que hay en estos días (@revista_llegas), decir que su miedo es a que nos acostumbremos demasiado a esta situación. Me resistía a tener que producir teatro en estas condiciones. Prefiero, agregaba Feldman, elaborar un protocolo para volver en un futuro próximo a habitar las salas de cursos y de funciones presenciales con ciertas garantías sanitarias frente a esta nueva realidad. La imposibilidad de hacer proyecciones impide estimar los tiempos en que esto será posible. Pero vemos día a día que se suspenden los festivales, las temporadas, las giras y las creaciones y se habla, cada vez más, de una paralización total o parcial de la actividad hasta el año que viene. ¿Qué pasará con los espacios, con las salas, que quedaron, me pregunto, como nuestra escenografía, engullidas en la oscuridad?

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Hace unos años, defendí una tesis de doctorado en Sociología (2017, Université Sorbonne-Nouvelle) en la que estudié los cambios ocurridos en el teatro argentino posdictadura y lo que considero una de las revoluciones artísticas más importantes en América Latina de las últimas décadas. Luego de un largo trabajo de campo, haciendo entrevistas a artistas y analizando obras, un aspecto desatendido al principio se volvió fundamental, llevándome a trabajar en colaboración con geógrafos: la dimensión espacial, urbana, del fenómeno teatral porteño. La magnitud y la riqueza del giro paradigmático del teatro en la vecina orilla fue, en parte, sustentada por la apertura de una multiplicidad (asombrosa cuando se la ve plasmada en la evolución de la cartografía teatral) de pequeñas salas y espacios de teatro. Espacios donde la gente se encuentra, se conoce, intercambia, aprende, se embarca en procesos de creación colectiva. Espacios que a veces, por no decir muchas veces, son también lugares de socialización y de diversión, de encuentro con otras/os. Así, estos espacios del nuevo teatro independiente, desde sus inicios under hasta la configuración más normalizada del off, fueron la base material y social de una inédita renovación artística. No es entonces descabellado que a Feldman, y seguramente a muchos artistas que se foguearon en ese circuito, los desvele qué pasará con esa “presencialidad” fundamental y que estén pensando en protocolos para poder volver a salir de la casa propia y entrar en una platea colectiva.

Cruzo el Río de la Plata y me pregunto por los espacios y las salas en Uruguay. Me pregunto cómo está pensando la comunidad teatral estas cuestiones y, sobre todo, cómo se está pensando esta necesidad específica desde el ámbito estatal de las políticas culturales. Una de las acciones del Ministerio de Educación y Cultura destinadas al sector que se dieron a conocer en los últimos días en el marco del proyecto CulturaenCasa.uy es un llamado a formadores para dar cursos en línea (bajo una remuneración de 10.000 pesos por curso), como forma de paliar la crisis laboral de los artistas. ¿Es por ahí por donde hay que reorientar el presupuesto público destinado a la actividad artística en este contexto? Y, volviendo al teatro, ¿se estarán pensando protocolos para volver a habilitar la actividad, o estos deberán venir, como sucedió con las medidas paliativas propuestas por los trabajadores de la construcción, desde los artistas organizados, y entrar en un tire y afloje, desigual por el momento, con las autoridades? ¿Y cómo se organizarán los trabajadores del teatro si están desorganizados en sus casas? Aquí, las preguntas generales se suman a la especificidad teatral. Sin dudas habrá que pensar estrategias cuando salgamos del shock. El teatro será presencial y colectivo, o no será. Confío en que volverá a ser, pero seguramente habrá que salir a recuperar espacios e inventar nuevos, con protocolos oficiales o, en su defecto, off-iciales.

Florencia Dansilio es socióloga y directora teatral.