El primer mito que recuerdo fueron los Reyes Magos. Todavía puedo experimentar la emoción de los momentos en que no eran un mito, sino parte integral de una realidad mágica.

Casi todos hemos creído en un mito y, en general, hemos experimentado su ruptura. Es un proceso duro, porque el mito puede ser inspirador; hay mitos que brindan confianza para enfrentar la vida. Pero es necesario, porque la inspiración que nos regala el mito, en la medida en que es exagerada o irreal, también nos aleja de la comprensión del mundo y de la posibilidad de transformarlo.

La política tiene también su dimensión mítica. El gran aporte de Maquiavelo fue explicar que “la gente común” sólo ve a los políticos, pero no puede palpar lo que ellos son. Y lo que se ve es cuestión de imagen: se puede simular o disimular. Para el político no es preciso ser, pero sí parecer. Es tal vez el descubrimiento más demoledor de la ciencia política moderna. Tan removedor y peligroso, que su autor se ganó para siempre fama de maldito.

¿Por qué es tan removedor? Porque, aunque “la gente común” no puede palpar a los políticos, a veces actúa como si realmente los conociera. Y los políticos pueden explotar esto a fin de construir una imagen de sí mismos, que no sabemos si es cierta o no, pero les resulta útil. Tiene un carácter mítico, porque esa imagen influye en el comportamiento de la gente, en la realidad y en la valoración de las cuestiones políticas.

El primer asunto está en si realmente conocemos a los políticos. Yo, con Maquiavelo, creo que no. No quiero desviarme, pero me parece claro; luego de comprobar que no termino de conocerme del todo a mí mismo, incurro en contradicciones, puedo sorprenderme (muchas veces para mal), y lo que se sostiene es pensar que por algo somos falibles, que vivimos en un proceso de ensayo y error, en el que mejorar aún mantiene sentido.

De todos modos, no me preocupa nuestra ingenua creencia de que conocemos a los políticos; ese no es el mito. El valor mítico está en que esta creencia actúa sobre la realidad. Como decía Maquiavelo al político, “no es preciso que seas bueno o amable, pero sí que lo parezcas”. En suma, los políticos pueden construir una imagen y así conseguir el poder para hacer cosas que a él le interesan. Incluso hay políticos que llevan adelante políticas perniciosas para las grandes mayorías o para una minoría perseguida, y lo consiguen porque la opinión pública los respalda por los motivos más banales.

En los tiempos que corren, hasta un dicho perturbador puede servir incluso para construirse fama de frontal y sincero. Posteriormente esta fama pasa a justificar cualquier cosa. En Estados Unidos, se ha encarcelado a niños latinoamericanos y se ha expulsado a población que hacía décadas que residía en el país, dividiendo familias enteras. En Brasil, el cuidado del medioambiente y las políticas sociales han dejado de ser una prioridad. En Argentina, el gobierno anterior hundió económicamente al país, comprometió su futuro y deterioró todos y cada uno de los indicadores sociales. Y aun así, el ex presidente luchó con posibilidades por la reelección, montado sobre un aparato mediático y una fama de amabilidad y buena onda.

Que no se diga que en la moderna política ya no tenemos príncipes ni mitos. Incluso curiosamente la democracia uruguaya –por una extraña aberración estadística o hechizo del destino– se empeña en colocar presidentes del mismo apellido por todos lados, de tal modo que podemos imaginar niños presidentes que se formaron junto a sus padres presidentes que a su vez lo hicieron con sus abuelos presidentes. No serán príncipes, pero verá el lector que extrañamente el azar reserva esto sólo a algunas familias entre cientos de miles, y que en ningún caso hablamos de niñas y de mamás.

En cualquier caso debo reconocer que nuestro actual presidente, hijo de presidente, se comunica en general con aplomo y amabilidad. Y el aplomo, los buenos modales y la amabilidad son cualidades loables en cualquier persona y oficio. A su vez, son muy valiosos para la acción de comunicar.

Hoy el gobierno electo afirma que ese proyecto desconocido por los ciudadanos fue en cambio ¡su eje y principal compromiso de campaña! Particular visión de los procesos democráticos.

Pero, al mismo tiempo, hay que ser tajante y claro. Ni la amabilidad ni el aplomo tienen nada que ver con el valor y la realidad última de lo que se comunica. Puedo ser muy amable al expresarme frente a usted y, al mismo tiempo, comunicarle algo absolutamente falso; puedo estar calmo y parecer razonable al anunciar una decisión que en realidad lo va a perjudicar o es inconveniente.

Hace un par de semanas, nuestro presidente se presentó en una rueda de prensa. Con mucha calma anunció que enviaría al Parlamento el texto una ley de urgente consideración (LUC). Su amabilidad y tono reposado fueron parte del esfuerzo en transmitir la idea y la sensación de que la LUC era producto de un proceso razonable y progresivo. La realidad es que la LUC está integrada por alrededor de 500 artículos, que tratan sobre las más diversas y trascendentes materias. Es imposible que el Parlamento discuta todos estos asuntos, que modifican normativas discutidas a lo largo de los años y agregan otras nuevas, en un plazo perentorio de 90 días.

Por tanto, no hay nada de razonable en este proceso. Más bien es un completo dislate, aunque la calma al comunicarlo pretenda sugerir lo contrario. Posteriormente el presidente remarcó que “el anteproyecto había sido repartido simultáneamente a legisladores tanto del gobierno como de la oposición”. Este es un dato absolutamente irrelevante: sólo reafirma que ningún parlamentario de ningún sector tendrá un tiempo razonable para estudiar y debatir. Más que constituir un mérito, reafirma, en mi opinión, una desconsideración generalizada por la labor parlamentaria. Una especie de perniciosa ecuanimidad.

Finalmente, está la contradicción más profunda. En dos oportunidades el presidente afirmó que al enviar la LUC se cumplía “un compromiso establecido en la campaña electoral” y que esta ley era “la plataforma con la que nosotros comparecimos ante la opinión pública”. En este caso, el alejamiento de la realidad es, en mi opinión, absoluto. La elección presidencial tuvo lugar en noviembre. ¿Cómo pudo ser el eje de compromiso y plataforma de campaña si en la rueda de prensa el mismo presidente reconoció explícitamente que el primer borrador de la LUC se dio a conocer el 22 de enero?

La amabilidad y la calma no tienen nada que ver con la veracidad de lo que se dice. Los hechos son exactamente opuestos: durante la campaña electoral se advirtió una y otra vez que existía un proyecto LUC cuyo texto era desconocido por la ciudadanía. El gobierno electo hoy afirma que ese proyecto desconocido por los ciudadanos fue en cambio ¡su eje y principal compromiso de campaña! Particular visión de los procesos democráticos.

Incluso ahora se suman voces que con tono razonable comienzan a condenar cualquier proceso de oposición a la LUC, porque atentaría contra el funcionamiento natural de la democracia. Como si la democracia se redujera únicamente a un rito electoral que sucede cada cinco años... La democracia se vive cada día. El debate, la discusión y hasta las tensiones derivadas no son antidemocráticos; por el contrario, son la propia democracia.

Es imprescindible deconstruir mitos para actuar razonablemente sobre la realidad. Los mitos no son metafísicos, son relatos que trastocan la realidad, y es posible demostrarlo. Más aún, existe un objetivo expreso al hacerlo. En este caso es desarticular y hasta condenar las visiones críticas de la LUC. No existe doctrina que justifique esto, y, si la hay, no es democrática, sino todo lo contrario. Las tensiones políticas son defendidas hasta por la iglesia católica, que ha destacado su valor constructivo para conseguir hacer valer los derechos de los más débiles. Sabemos lo que es la democracia y lo que implica, somos grandes y responsables para interpelar los mitos ajenos. ¿O usted todavía cree en los Reyes Magos?

Federico Traversa es doctor en Ciencia Política e investigador del Instituto de Ciencia Política de la Universidad de la República.