Gratuita, laica y obligatoria. De los tres adjetivos que definieron y ornaron nuestra educación pública desde los tiempos de José Pedro Varela, siempre fue el último el más antipático.

Bienvenida la gratuidad, siempre. Sin discusiones. Con total claridad. Los que quieren pagar, que lo hagan en educación selectiva. Así pensaban las generaciones de padres y educadores de principios, mediados, fines del siglo XX. Y comienzos del XXI.

La discusión sobre la laicidad implicaba otros problemas, aunque la gratuidad quedaba incluida en los hechos. Desde Batlle, se hizo difícil para todo buen uruguayo no defender, expresamente, o respetar, silenciosamente, la laicidad. Nosotros somos laicos por esencia, por historia y por convicción, pensábamos (a diferencia de nuestros hermanos argentinos, por ejemplo).

Llegamos entonces a la obligatoriedad. Así, rápidamente, de un plumazo, tan rápidamente como nos invadió el coronavirus, el presidente Lacalle Pou borró la obligatoriedad de nuestra educación inicial, primaria y media. Los niños podrán concurrir o no a clases presenciales.

Claro, se descuenta que quienes no asistan optarán por la educación a distancia y cumplirán sus tareas desde la computadora; desde el Plan Ceibal, por ejemplo, al que se le otorgan tantas atribuciones, responsabilidades y carencias. Porque no ha llegado a ser universal.

¿Se imagina el lector lo que puede ser para un maestro o para un profesor –con requerimientos diferentes, es cierto– iniciar un tema nuevo en los días lunes y jueves, vía clase presencial, en tanto martes y viernes se maneja por internet? Por ejemplo, los alumnos que fueron a clase presencial, ¿podrán compartir también esta a la distancia? No quiero pensar en el embrollo de planificación y de realización que puede sufrir ese docente. Descontemos, además, que van a existir los rezagados de ambos modelos.

Si el Presidente de la República Oriental del Uruguay determina que la concurrencia no es obligatoria, ¿cómo se hace en la vida real de un docente, en la práctica, para que la educación sea obligatoria?

Pero tengamos en cuenta, sobre todo, que van a existir los haraganes, los que se duermen en su casa para la educación a distancia, los que asisten y luego retacean esfuerzo. Van a existir los que desaparezcan de ambas modalidades. De ellos, seguramente, un alto porcentaje serán niños con poca atención familiar y poca base cultural, aquellos para los que era imprescindible la “obligatoriedad” de la educación.

¿Qué hace el docente con ellos? ¿Es responsable por estos niños o jóvenes? ¿Puede encarar ese esfuerzo también? En estas condiciones, ¿puede ser la mano ejecutiva del tercer precepto básico de nuestra educación?

Si el presidente de la República Oriental del Uruguay determina que la concurrencia no es obligatoria, ¿cómo se hace en la vida real de un docente, en la práctica, para que la educación sea obligatoria? ¿Cómo encara esta tarea el director del centro educativo –laico, gratuito y obligatorio–? ¿Se conforma, al igual que el presidente, con “casi el 50% de asistencia” que se registra hoy en las escuelas rurales, como declararon en la conferencia de prensa del jueves 21?

Lacalle Pou tiene un equipo de asesores que sabe encontrar las oportunidades además del lenguaje adecuado para alcanzar las metas acordes a su pensamiento social y político.

Mirtana López es profesora de literatura.