Si bien en materia de género y derechos se viene construyendo un camino de cambio social y de paradigma, persiste aún una construcción de pensamiento neoliberal de derecha atravesado por teorías religiosas ultraconservadoras. Por suerte este pensamiento viene siendo cuestionado por una agenda pública de derechos humanos. En esta agenda están incluidas: la ley de matrimonio igualitario, la ley de derecho de interrupción voluntaria del embarazo, el respeto a las infancias y adolescencias trans, y los feminismos, entre otras.

Estos cambios mencionados implican para los modelos hegemónicos perder un bastión y un lugar de poder. De a poco este modelo se va debilitando por todos estos proyectos que están acogidos en la agenda de la izquierda. La perspectiva de género pone a prueba y problematiza los roles impuestos en nuestras sociedades. Pone a prueba las tensiones entre quienes oprimen y quienes son oprimidos. Quienes ejercen el poder se ven amenazados de perderlo. Por eso es un blanco a ser combatido y se encuentra constantemente en un escenario de alerta y de cuestionamientos.

Desde que la perspectiva de género comenzó a disputar la hegemonía conservadora, no es sólo luchar por equidad de derechos, es cambiar hacia una línea de trabajo que se basa en la ética del ser. Las corrientes de pensamiento patriarcales no sólo se ven amenazadas en sus más profundos cimientos históricos, sino que el cambio ético está dado también en la construcción de las masculinidades. Creo que verlo de otro modo es tener una mirada reduccionista y bastante sesgada, y entra en la línea de pensamiento de quienes nos quieren hacer creer que esto es sólo luchar por los derechos de las mujeres. Luchar porque exista una perspectiva de género también es luchar por crear una nueva masculinidad, y que de una vez por todas el “hombre nuevo” pueda ser, junto a la mujer, actor del cambio social. Sin dudas, este es el camino.

Los feminismos, con su larga historia de lucha antihegemónica, representan un puntal en esta lucha más amplia por cambiar los modelos sociales. Son las voces de muchas y muchos oprimidas y oprimidos. Los feminismos son de izquierda, porque la contradicción entre ser explotado y explotador se da también en el seno de la lucha social del feminismo, y a su vez el reclamo por una sociedad más justa es bandera del movimiento. El feminismo es liberador. Las relaciones humanas son el producto de la práctica social, por lo tanto, la lucha contra la moral burguesa como forma de opresión y contra el capitalismo como sistema reproductor de estas prácticas sociales de sometimiento de la mujer hace del movimiento feminista un movimiento que en definitiva no sólo se posicionaría como anticapitalista sino como un movimiento marxista. Los cambios en el área del trabajo, la generación de salario y los modelos familiares han generado nuevos espacios de dominación y de lucha. Sin embargo, está vigente la esencia de la lucha entre dominados y opresores en su más amplio sentido.

El derecho a la interrupción voluntaria del embarazo es en sí una declaración provida. Es justamente la vida lo que antepone dicha ley, previniendo la mortalidad materna.

El feminismo no es la contracara del machismo. Deconstruir la idea de que esto es así permitirá también entender el concepto de que los feminismos son movimientos sociales liberadores y contrahegemónicos.

Como dice Diana Maffía, argentina, doctora en Filosofía: “Negar la ideología de género es negar la consigna antipatriarcal del feminismo anticapitalista y decolonial, que tiene un papel fundamental y muy fuerte en el paradigma emancipatorio de América Latina”.

Esta agenda de derechos puesta en marcha en los últimos años a lo largo de distintos países de América Latina, incluido el nuestro, hoy está siendo amenazada por sectores muy conservadores que han llegado al poder bajo la consigna del “cambio”. Más allá de los caminos abiertos, el avance social en esta agenda de derechos y la lucha explícita contra el feminicidio, siguen liderando en ciertos sectores sociales pugnas de poder orquestadas por los sectores más reaccionarios y religiosos de la sociedad. No en vano se promueve desde el gobierno una suerte de descrédito del derecho de la mujer a la interrupción voluntaria del embarazo, poniéndose en tela de juicio la moralidad de dicha práctica y contraponiéndola con el derecho a la vida. Nada más alejado de la realidad es poner en esos términos la discusión. El derecho a la interrupción voluntaria del embarazo es ni más ni menos que el fruto del trabajo de organizaciones sociales y científicas para garantizar éticamente la posibilidad de todas las mujeres de nuestro país de gozar del mismo derecho independientemente de la situación económica. Esto es en sí una declaración provida. Es justamente la vida lo que antepone dicha ley, previniendo la mortalidad materna.

Por otro lado, hemos escuchado con mucha indignación que un integrante del gabinete del gobierno actual compara el feminicidio con el abigeato. Declaración preocupante y repudiable desde el punto de vista ético, pero que no es la primera que minimiza y coloca a la mujer en ese “lugar”, ya que en días previos se habló del feminicidio como efecto colateral de la pandemia de covid-19. Volvemos al mismo punto de partida. Me pregunto: ¿por qué en estos momentos nuevamente se pone en tela de juicio este debate sobre ética y derechos, que aparentemente se encontraba “saldado”? ¿Es quizá una suerte de oportunismo político para comenzar un desmantelamiento de esta agenda de derechos? ¿O es una oportunidad para desviar la atención en un momento clave en que se intenta pasar por alto la opinión de la sociedad y la imposición de este proyecto neoliberal y retrógrado más amplio aún?

“No olvidéis jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos, debéis permanecer vigilantes toda vuestra vida”, decía Simone de Beauvoir.

María Parada es médica y ex docente de la Universidad de la República.