Nuestros hijos e hijas están sufriendo en este tiempo de confinamiento.

Están sufriendo por la imposibilidad de encontrarse con sus amigos y amigas, de deambular en barra por la ciudad, de hacer juntadas en los shoppings, de ir a bailar, de trillar la ciudad riendo y cantando. Nuestros hijos e hijas están sufriendo porque no pueden ir al club, ni jugar al fútbol, no pueden ir al liceo, ni juntarse en la plaza, ni disfrutar de sus relaciones de noviazgo. Bastantes esfuerzos hacen para bancarse en casa, encerrados, con toda la tecnología y el confort a su alcance, pero sufriendo mucho la falta de libertad, el encierro, la falta de contacto cara a cara con sus pares. Nuestros hijos e hijas están sufriendo, haciendo esfuerzos por seguir las clases, aprender y estudiar en esta nueva normalidad. Están angustiados, apáticos, deprimidos, enojados, malhumorados y a veces agresivos.

Nuestros hijos e hijas están sufriendo, aunque tratemos de compensar tanta frustración y angustia con algo de consumo, comprándoles algo que desean o cocinando algo rico para matar las tardes de aburrimiento. Pero sin duda y por lejos, lo que más les duele es la falta de libertad, el encierro y el compartir con sus afectos, la barra, los pares y otra gente querida y significativa para ellos y ellas.

Sin duda, el confinamiento ha pegado duro en la infancia y muy especialmente en los y las adolescentes. Porque cuando uno piensa en un o una adolescente imagina la fuerza de la rebeldía, las ganas de vivir la vida, de llevarse el mundo por delante, de experimentar, de quemar etapas, de vivir la vida rápida, el desborde, la potencia, esa fuerza imparable. Las ganas de disfrutar, de reír, la sensación de que el mundo está en sus manos, que todo es posible. Y esas sensaciones, emociones y deseos muchas veces conviven con inseguridades, con temores, con miles de preguntas y muchos miedos.

Ser adolescente ya tiene sus dificultades en este mundo adultocéntrico y violento, y si a eso sumamos el confinamiento por la amenaza de un virus potencialmente mortal, la combinación es dura, muy dura.

Pero más duro es ser adolescente y pobre.

El trayecto de un o una adolescente pobre muchas veces termina en lugares tan oscuros y sórdidos como una celda, una whiskería o una red de narcotráfico. Muchos otros terminan muertos al costado de la calle en manos de algún sicario que no les saca muchos años de ventaja, otros se quitan la vida y otras son víctimas de femicidio. Es tan triste y tan injusta la vida de cientos de adolescentes que duele, rebela, indigna y llena de rabia.

Hoy tenemos un gobierno que impulsa una ley de urgente consideración (LUC) donde se propone que los y las adolescentes en conflicto con la ley pasen más tiempo presos y encerrados en sus celdas.

La LUC pretende aumentar las penas privativas de libertad mínimas a dos años y máximas a diez años. Asimismo, limita el régimen de semilibertad, restringiendo las posibilidades de los y las adolescentes de participar en propuestas socioeducativas fuera de los centros de reclusión, propuestas que promuevan la rehabilitación, que fortalezcan sus derechos, que generen experiencias positivas y constructivas, contribuyendo a la reinserción social.

Sufrimos por tres meses de encierro de nuestros hijos e hijas en esta pandemia, pero no se nos mueve un pelo cuando la LUC propone diez años de cárcel para adolescentes que tienen las mismas edades.

La lógica del castigo, de la venganza, del “que sufran y se pudran en la cárcel” es de una crueldad extrema y sólo lleva a destruir las vidas de adolescentes que vienen del infierno. Algunas del infierno de la explotación sexual, otros del infierno de la violencia física, psicológica y sexual dentro del hogar, algunos del infierno del hambre propia y el hambre de sus hermanos y hermanas, del frío y la desprotección, una buena parte de ellos del infierno de las adicciones.

Nosotros sufrimos por tres meses de encierro de nuestros hijos e hijas en esta pandemia, pero no se nos mueve un pelo cuando la LUC propone diez años de cárcel para adolescentes que tienen las mismas edades de nuestros hijos e hijas y que han tenido trayectorias de vida signadas por experiencias del orden de lo inhumano.

  • Camila tenía ocho años cuando su padrastro empezó a abusar sexualmente de ella, a los 13 años la vendió a un explotador sexual y a los 15 años cursó un embarazo forzado. A los 17 años no soportó más y mató al explotador. Le dieron cuatro años. Si estuviese la LUC aprobada, le darían diez.
  • Matías tenía 16 años cuando un “buen ciudadano del pueblo” comenzó a explotarlo sexualmente a cambio de drogas. Después de años de ser explotado, Matías amenazó al explotador diciéndole que le diera más droga y plata o de lo contrario le contaría todo a la esposa e hija de este “buen ciudadano del pueblo”. El explotador lo denunció y Matías fue preso por extorsionador.
  • Laura tenía 16 años y hacía varios años que frecuentaba las cantinas de una ciudad del interior del país. Una noche un cliente-explotador decidió no pagarle el “servicio sexual”. Ella lo amenazó con una navaja y se llevó su billetera. Laura fue presa por rapiña.
  • Gastón fue abusado sexualmente por su padrastro desde chico, tenía siete años cuando todo empezó. A los 14 Gastón abusó de una prima de siete años. Fue preso.

Los infiernos de donde viene una buena parte de los y las adolescentes en conflicto con la ley penal son múltiples.

No podemos aceptar que nuestros adolescentes pasen sus vidas entre la explotación sexual, el microtráfico, la cárcel, el embarazo y la maternidad forzada, las múltiples violencias y la vida miserable. Hay que parar tanto sufrimiento, parar tantas prácticas que destruyen la vida de nuestros gurises. Algo hay que cambiar.

Como primera medida, es necesario transformar nuestra mirada sobre ellos y ellas. Dejar de verlos como sospechosos, peligrosos o responsables de las múltiples violencias en las que nacen, crecen y algunos mueren.

Como segunda medida, aboguemos por eliminar de la LUC todo el capítulo sobre adolescentes en conflicto con la ley. Ese sería un buen comienzo.

Andrea Tuana es licenciada en Trabajo Social y magíster en Políticas Públicas de Igualdad, directora de la ONG El Paso e integrante de la Red Uruguaya contra la Violencia Doméstica y Sexual.